(Romina y Natalia, episodio XI)La llegada de Gustavo la tomó de sorpresa, aunque fuera un hecho esperable, previsible. Escuchar por milésima vez el relato del exilio de sus padres y luego llegar a la casa y ver las paredes vacías, sin el espejo, sin el reloj de pared y la mesita redonda sin el jarrón griego, la contrarió. Notó algunas ausencias más; los juguetes y algo que no pudo descubrir todavía….
Para tomar el ascensor principal había que esperar en el paliercito, que tenía un empapelado de flores y rayitas muy estilo años ochenta, cuando todavía se empapelaban las paredes, pero con motivos más chiquitos y coloridos que en los setenta. Este tenía rayitas y florcitas en fuccia y azul. A Nati todo lo que conservara pasado le encantaba, ya sabemos. De pronto vio, o no vio,… faltaba el cuadro de Las señoritas de Aviñón de Picasso, una réplica que Ricardo y Liliana habían traído de un viaje por Europa en el ’78. La ausencia de ese cuadro la hizo olvidar de lo que estaba por hacer… ¿Qué era lo que iba a hacer? Ah, sí, bajar a abrir a su médico taxista, que seguramente vendría muerto de hambre, ¿Cómo es un día en la vida de un médico?, se preguntaba Nati mientras se miraba en el espejo del ascensor. El espejo le devolvía un imagen desabrida, como nos pasa a todos, que nos miramos en el ascensor y nos vemos feos; Nati se vio despeinada, pálida, aunque hubo estado en el Rosedal. Se vio insulsa y sintió que al hablar, tartamudeaba. Desde el octavo piso a la planta baja había apenas cuarenta segundos, pero a ella le pareció media hora. Intentó arreglarse el pelo, pensó en cocinar, sí, Gustavo vendría muerto de hambre; ella siempre con su manía machirula de gustar de un hombre y querer cocinarle, cocinarle milanesas a la napolitana, porque a todos les gusta lo mismo; no vas a conquistar a uno con filet de merluza o con tartas de zapallo y zanahorias; las milanesas siempre garpan, y si ellos se encargan del vino mucho más. Stella, seguro, seguiría durmiendo y si se despertara, bueno, sería una invitada más, Gustavo la apreciaría, Stella no era el tipo de suegra cargosa, todo lo contrario, hasta se iría al restó de empanadas para dejarlos solos; sí, seguro, era una madre gamba. ¿Después qué haría ella con Gustavo? Irían a dar una vuelta por el barrio, o, mejor, irían al parque Las Heras, que ahora está muy animado por las noches, y caminarían y charlarían, y, quizá, se dieran un beso, sí, un beso. Gustavo le encantó desde el primer día que lo vio. Le encantó la voz envolvente, la voz que le contaba su vida en el taxi, que le decía que se resistía a la economía de aplicaciones y que prefería usar taxi y pagar al dueño; la voz que le contaba de espaldas sobre su hija y su esposa de nombre Mica. Ay, qué mal detalle. Sí. Ahí el pensamiento rápido de Nati se detuvo. Un segundo se detuvo, pero volvió, volvió la película de Gustavo levantándose de la cama improvisada esa misma mañana en el comedor y vistiéndose apurado, apuradísimo como el Correcaminos. Se observó en el espejo otra vez. Se vio sí, despeinada, se arregló el maquillaje de los ojos con saliva, se estiró la remera, se miró de perfil, se vio panzona, vio que faltaba un piso, vio que tenía las chancletas de entrecasa. Llegó a la planta baja. A unos metros, detrás de la gran puerta de vidrio estaba él parado de espaldas. Tenía el guardapolvo de médico en la mano. Se dio vuelta. Era alto. En ese segundo, Nati lo recordó durmiendo en la escalerilla de la puerta cuando ella y Romina volvían del restó. Y se acordó sin querer, del hombre envuelto que dormía en la vereda de enfrente.
Natalia caminó los pocos metros hasta la puerta y abrió. Gustavo puso una sonrisa ancha, abierta, le dio un beso, le puso una mano en la cintura y ella se sintió boba. Se le aflojó el cuerpo. Las piernas casi no la sostenían. Él la abrazó por los hombros, le preguntó qué había hecho durante el día, ella se sentía tonta, balbuceaba, que se había traído las cosas y que ya estaba mudada y que había paseado con su madre por los bosques de Palermo y él le contó que conoció a un pacientito nuevo. Llegaron al octavo.
-Pasá, pasá. Mi mamá duerme arriba.
-¡Qué linda es esta casa, Natalia! Ay, me saco un cachito los zapatos.
-Dale. Hago unos mates. ¿Querés un sandwuichito? O podemos tomar algo. Un vinito blanco con hielo…
-No, gracias. No puedo tomar alcohol. Tengo que manejar ahora. Gracias. Unos mates, sí.
-Pero… ¿No querés que cenemos y vayamos a caminar al parque?
-Eh, sí. Pero no puedo. Tengo que hacer unos pesitos. Y tengo que ver a Mica, tengo que darle unos mangos.
Natalia se sintió muy torpe. Bueno, se le escapó la invitación.
-Dejá, no te molestes. Me como un sándwich en el ACA después. Me voy rápido. Tengo que buscar el coche ahora, porque si pasa de las doce horas, me cobran jornada. Me tengo que ir ya. ¿Puedo quedarme a dormir esta noche?
-Claro que podés. Tomá algo antes de salir.
-No, gracias. Me voy ya.
Natalia agarró la llave para bajar. Gustavo se deshizo en disculpas por el apurón. Ella no le respondió. No se miró en el espejo. Él sí. Ella le abrió la puerta de la planta baja y lo vio irse caminando apurado. Bueno, trató de no mirarlo mucho. Tampoco quiso volver a mirarse ella en el trayecto al octavo piso.
Se tomó una copita de anís. Después una de licor de café, que es más rico. Empezó a abrir cajas, a sacar ropa, sábanas. Oyó los movimientos de Stella recién despierta. Vio otra vez la pared sin el reloj, la mesita redonda sin el jarrón griego y oyó una llave. El ruido de la cerradura abriéndose tan agudito. También oyó un ruido de aviones volando muy cerca. Hacía meses que oía aviones sobrevolando el edificio, el barrio y el parque. La puerta se abrió. Cambió totalmente la película. Entró Romina.