El día en que un chacal fallido quiso matar a Cristina

En la Argentina no era común, pero en el mundo entre 1875 y 2004 se perpetraron 298 intentos de asesinato de líderes, de los cuales 59 lograron su objetivo. El gran problema es que estos vengativos creen, contra toda evidencia, que el modelo de sociedad que impulsan puede funcionar. Como sólo funciona en sus cabezas, están obligados a la negación de la política. Hasta que las mayorías nacionales vuelvan a meter al genio en la botella, con un programa en serio de desarrollo, la cuota de buena suerte que todo pueblo necesita no pondrá al azar de su parte.

El 1 de septiembre de 2022 a las 20 horas 52 minutos, Fernando Sabag Montiel gatilló una pistola que apuntaba a la frente de la entonces vicepresidenta de la Nación Argentina Cristina Fernández de Kirchner. La bala no salió. Sabag fue arrestado.

El miércoles 26 de junio tuvo lugar la primera audiencia del juicio que se les sigue en el ámbito del Tribunal Oral Federal 6 (TOF6) de Buenos aires, a Sabag Montiel, a su ex novia, Brenda Uliarte, y al jefe de ambos, Nicolás Carrizo, acusados de tentativa de homicidio doblemente calificado por alevosía y el concurso premeditado de dos o más personas agravado por el uso de arma de fuego.

Llamado al estrado, el chacal fallido declaró: “La idea era matar a Cristina. Yo la quería matar”. Su relato intentó dejar en claro que obedeció a una decisión enteramente subjetiva. Dijo que fue «un acto en contra de mi voluntad. Que no lo quería hacer pero lo tenía que hacer». En tanto, «respecto de la persona de Fernández de Kirchner no me gusta, es corrupta, roba, hace daño a la sociedad y demás cuestiones que ya son sabidas. No es necesario que sean aclaradas por mí porque cualquier persona siente lo mismo que yo, o la mayoría. Pensamientos que son bien vistos por la sociedad”.

Esa percepción de la realidad le generó, según él mismo, «una motivación personal» para llevar adelante un «un acto de justicia». Por eso «no traté de beneficiarme económicamente», del atentado contra Cristina. «Tiene una connotación más profunda, más ética, y más comprometida con el bien social que otra cosa.»

Más allá de la trama procesal, lo que verdaderamente importa es tratar de aislar los factores objetivos que se movieron detrás para desembocar en lo que pudo ser una gran desgracia, evitada por el mal funcionamiento de una recámara. Los lumpenes de Sabag y sus secuaces recibirán sus condenas, pero eso ni entra en la cuenta en el proceso que llevó a los titiriteros a semejante decisión, sin antecedentes desde la restauración democrática. 

Conocer la rabia es un primer paso -aunque más no sea para especular- sobre la mano invisible del perro y a qué raza pertenece. Y como siempre, otra comprobación más de que la cola es la que mueve al perro. Esto no refiere a teorías conspirativas sino a las conspiraciones que forman parte de la lucha de clases que se desenvuelve a plena luz, y cuya aprehensión requiere –al decir de Immanuel Kant- algo tan práctico como una buena teoría.

La mano invisible 

Para elucidar la meta política que animó al vector de fuerzas que se congregó en la mano de Sabag –por lejos lo menos interesante, o lo más insignificante en esta historia-, un camino a recorrer viene trazado por un análisis al que recurren las consultoras de riesgo político para dar una respuesta cuando son consultadas por las grandes corporaciones por estos asuntos tan álgidos como delicados

Hay un paper –de corte académico- que se dio a conocer unos pocos lustros atrás titulado: “Hit or Miss? The Effect of Assassinations on Institutions and War” (“¿Acertar o fallar? El efecto de los asesinatos en las instituciones y la guerra”), escrito por Benjamin F. Jones de la Kellogg School of Management, de la Northwestern University junto a Benjamin A. Olken, del Departamento de Economía del Massachusetts Institute of Technology (MIT).

Jones y Olken consideran que los magnicidios o los asesinatos de figuras de menor rango son una característica persistente del panorama político. Utilizan un nuevo conjunto de datos de intentos de asesinato de todos los líderes mundiales desde 1875 hasta 2004, para observar la aleatoriedad inherente en el éxito o el fracaso de los intentos de asesinato y así identificar sus consecuencias políticas. Hallaron que los asesinatos afectan la intensidad de los conflictos a pequeña escala. Los resultados documentan una fuente contemporánea de cambio institucional y alimentan las contrastaciones empíricas de las teorías del conflicto. 

Para el dueto -conforme los resultados de sus investigaciones- “los asesinatos de autócratas producen cambios sustanciales en las instituciones del país, mientras que los asesinatos de los líderes democráticos no”. Encontraron que, en promedio, los asesinatos exitosos de autócratas producen movimientos sostenidos hacia la democracia. Como formularon un modelo de probabilidades, en ese idioma eso se traduce en que un país cuyo autócrata es asesinado tiene 13% más de probabilidades de avanzar hacia la democracia el año siguiente, que un país donde el intento de asesinato del autócrata fracasó. Además, el asesinato exitoso de un autócrata tiene 19 % más de probabilidades de conducir a cambios de liderazgo posteriores por medios institucionales regulares que un intento fallido. Estos efectos no son sólo cambios de corto plazo; todavía se ven una década o más después.

Los autores señalan que “el 75 % de todos los intentos de asesinato fracasan, y hay alguna evidencia de que los intentos fallidos tienen efectos modestos en la dirección opuesta a los asesinatos exitosos. En particular, los intentos fallidos reducen ligeramente la probabilidad de un cambio democrático y pueden conducir a reducciones de los conflictos existentes a pequeña escala”.

Cualquiera que sea la apreciación sobre este metodología, no hay que perder de vista que esto lo usan las corporaciones para decidir inversiones. Incluso las cancillerías de los países desarrollados no le esquivan el bulto a este tipo de análisis, que suele ser utilizado como un insumo más en el proceso decisorio. En los boards corporativos la discusión sobre inversiones se hace en base a indicadores cuyos diseños y datos que los alimentan son generados y provienen de estos tipos de análisis probabilísticos. Con eso, los cuerpos gerenciales además de salvar la ropa –en caso de incendio- intentan alejar lo más posible a la subjetividad. Esa subjetividad queda reservada a jugar un papel en la crítica a la política que está llevando adelante tal o cual gobierno, cuando esa política es contraria a los mercados.


El tiro del final

Los datos reunidos en el paper de Jones y Olken ponen el foco estrictamente en atentados al sujeto más poderoso dentro de un país determinado. “Los asesinatos y los intentos de asesinato son una característica persistente del panorama político”, puntualizan al respecto los autores. Son algo mucho más corriente de lo que desearía el ciudadano de a pie. No incluyen en su estudio los «golpes de estado», en los que un grupo mata al jefe de Estado para tomar el poder. Además, sólo analizan los atentados «graves» contra la vida de los líderes: incidentes en los que el arma fue realmente gatillada o –con mucho menos frecuencia- cuando la explosión de la bomba hizo el daño que se buscaba o el puñal fue letalmente hundido.

Los autores relevaron que los atentados con artefactos explosivos no tienen la efectividad de las armas de fuego, que son el instrumental más utilizado para los atentados contra los políticos prominentes desde 1875. Los sujetos más poderosos de una nación están muy custodiados y tal parece que con bastante efectividad. Jones y Olken estiman que entre 1875 y 2004 se perpetraron 298 intentos graves de intento de asesinato de líderes en todo el mundo, de los cuales 59 lograron el objetivo.

Los datos del modelo de Jones y Olken indican que «en el punto álgido de la década de 1910, un líder determinado tenía una probabilidad de casi el 1% de ser asesinado en un año determinado; hoy, la probabilidad es inferior al 0,3 %». Sin embargo, desde 1950, un líder nacional ha sido asesinado en casi dos de cada tres años. Estos niveles récord de asesinatos en las últimas décadas tienen su explicación en que ahora hay muchos más países independientes que hace un siglo. En 1912 había 59 países (la geografía del mundo era una de imperios). En 1945 ya había 74 países, 89 países en 1950 y en 1995, 192 países. Desde 2011, con la entrada de Sudán del Sur, la ONU contabiliza 193 países miembros, considerados «Estados soberanos», con sus propias fronteras y gobiernos independientes.

Jones y Olken en el paper desarrollaron un método para examinar si los asesinatos realmente causan cambios en el proceso político donde ocurrieron. Contrastaron uno que sucedió en una serie de ítems a consecuencia de los planes de asesinatos a los líderes prominentes cuando lograron su objetivo y cuando fallaron. De acuerdo a lo que relatan Jones y Olken, lo corriente es que los atentados se dan de buenas a primeras y nadie los ve venir. Siendo ése el caso, utilizan los ataques fallidos como «grupo de control» para el contraste con los atentados que lograron su lúgubre cometido.

Refieren que “para entender el asesinato -como una influencia en la historia, como una política, incluso como una cuestión normativa- es importante comprender si los asesinatos cambian el curso de los acontecimientos. Sobre este tema existe un debate considerable, principalmente entre historiadores que se han centrado en asesinatos individuales o pequeñas colecciones de estudios de casos”. 

Acerca del punto traen a colación autores que analizan una serie de asesinatos y concluyen que tienen poco efecto. Contraponen a esa hipótesis que “el asesinato del archiduque Francisco Fernando, heredero de los derrocados del Imperio austrohúngaro, se describe a menudo como el acontecimiento desencadenante de la Primera Guerra Mundial. Más recientemente, el asesinato del presidente Juvénal Habyarimana puede haber desatado el genocidio de Ruanda y los historiadores han argumentado que la guerra de Vietnam se prolongó con el asesinato de Kennedy”.

La suerte

Es bastante desconcertante el supuesto clave del modelo de los autores: la suerte. Ponen en el azar el resultado de que el atentado logre o no matar al líder. Verdad, es algo que no disgustaría a Maquiavelo, quien subrayó el gran papel de la fortuna en el destino del Príncipe. Jones y Olken extienden el ámbito de su incumbencia. El fundamento para tal decisión analítica es que la muerte o la supervivencia del atentado no guardan relación –o ésta es muy menor- con las características del ataque o la situación del país en el momento de la agresión. 

Sobre el supuesto de la fortuna advierten que “finalmente, este artículo habla del papel del azar en la historia. Proporcionamos una prueba estadística de la capacidad de pequeños elementos de la suerte para cambiar los sistemas políticos nacionales y otros resultados, una idea vista en algunas evaluaciones históricas amplias […] que contrastan con la interpretación histórica de las narrativas progresistas o marxista. En este sentido, este paper comparte algunas similitudes con la literatura que enfatiza el azar histórico en la configuración inicial de las instituciones, ya sea el entorno de la enfermedad […] los patrones del viento […] u otras características”.

«Nuestras pruebas proporcionan evidencia de que pequeños elementos de aleatoriedad (la trayectoria de una bala, el momento de una explosión, pequeños cambios en el cronograma de un líder) pueden resultar en cambios sustanciales en los resultados nacionales», consignan los autores.

Los asesinatos también tienen un efecto sobre las conflagraciones, al menos en contextos limitados. Los investigadores descubrieron que los asesinatos exitosos conducen a una intensificación de las conflagraciones a pequeña escala y, tal vez, aceleran el final de los enfrentamientos bélicos a gran escala. Por supuesto, señalan los autores, estos hallazgos se basan en las diferencias entre intentos fallidos y exitosos. Por lo tanto, es difícil decir si los fenómenos observados son causados por asesinatos perpetrados, asesinatos fallidos o ambos.

Para entender mejor qué tipo de resultado (perpetrado o fracaso) suele ser importante, este estudio incluye un análisis adicional que utiliza un método llamado emparejamiento por puntaje de propensión. Aunque menos concluyente, ese análisis respalda la idea de sentido común de que los intentos de asesinatos que logran su objetivo tienen un impacto mucho mayor que los fallidos. Sin embargo, hay algunas señales de que los intentos fallidos reducen un poco las posibilidades de avanzar hacia la democratización, tal vez porque los autócratas pueden reprimir a los movimientos de oposición después de un intento de asesinato fallido.

Juncal y Uruguay

El paper de Jones y Olken abre con una cita de Benjamin Disraeli sobre el atentado en que murió Abraham Lincoln: “El asesinato nunca ha cambiado la historia del mundo”. Disraeli –entre los primeros ministros británicos que se sucedieron en 140 años junto con el actual Rishi Sunak, los dos únicos provenientes de minorías étnicas– intenta ser desmentido por los autores señalando que «ya sea que los asesinatos cambien o no ‘la historia del mundo’ (…) sí parecen cambiar la historia de países individuales».

Observando la estadística mundial veníamos zafando -y seguimos zafando- de que se salgan con la suya en los intentos de asesinatos de las figuras políticas más prominentes con poder real en el Estado. Con respecto al atentado fallido contra la vida de Cristina en la esquina de Juncal y Uruguay vale formular el interrogante: ¿qué buscaban los que al menos armaron el escenario para que se desenvolviera tan tenebrosa escena con unos marginales? 

Subjetivamente, que junto con el perro se acabase la rabia. Objetivamente, eso no tiene mucha probabilidad de ocurrencia. Jugar a ganador con tan pocas chances sugiere la razón de que la organización fue tan chapucera como módicos los recursos dispuestos para tal fin.

Tal parece que cuando se trata de venganzas casi personales o rabietas que han pasado de castaño oscuro, o alguna irracionalidad por el estilo, los recursos destinados al potencial atentado no superan el grado de desquicio que lo impulsa y por definición involucra a pocas personas en la organización. 

“El día del chachal”, la exitosa novela de 1971 del escritor inglés Frederick Forsyth que fue llevada al cine -con buen suceso- en 1973, narra de forma ficcional un atentado en 1963 basado en los dos que sufrió el presidente de Francia Charles De Gaulle, en agosto de 1962 y febrero de 1963, ejecutados a instancias de los paramilitares franceses de la Organización del Ejército Secreto (OAS) en venganza por la salida de Argelia, ordenada –con marcada sensatez- por el numen de la Quinta República que ya años antes con la salida de Vietnam había comprendido que el colonialismo no iba más.

En las películas “I como Ícaro” y en “JFK”, se narran – de forma indirecta y directa respectivamente – las situaciones del asesinato de John F. Kennedy. En el interior de la elite norteamericana había una muy marcada controversia de cómo llevar adelante la Guerra Fría y eso tomó una dirección precisa, tras el atentado que le costó la vida a Jack (así le decían a Kennedy), y muy diferente a lo que perseguía el bostoniano. 

Salvando las distancias y las circunstancias los dos de De Gaulle y el de Cristina tienen en común que fueron impulsados por ansias revanchistas y no por alternativas políticas, como en el caso de Jack. Posiblemente sea lo que observaba un piola de verdad como fue Disraeli, el mismo que le decía a la reina Victoria que él era “la página en blanco entre el Antiguo y el Nuevo Testamento”. Opinaba que salvo raras excepciones el ejercicio de la política no da para terminar una controversia suprimiendo a pura muerte al rival, y si así se procede es porque no hay política, hay revancha. Entonces, la acción criminal no tiene sustancia para generar algún cambio político. De paso así se entiende que sean tan berretas la organización de los atentados y que consiguen su meta una vez cada seis. 

En el caso de De Gaulle se comprende perfectamente que de la mano de los norteamericanos las colonias no iban más (el líder argelino el izquierdista Ben Bella era un protegido de Washington) e intentar ir contra eso no tenía ninguna rentabilidad política.

En el caso de Cristina, la cosa es más áspera y preocupante. La alternativa política que promueve el repudio al peronismo no funcionó nunca y no puede funcionar nunca, pues va contra el proceso de acumulación de capital, en nombre de los mejores intereses de los titulares de la acumulación de capital. Mal que les pese a los empresarios, y a sus heraldos, el capitalismo crece por demanda, no por oferta. El consumo es central. Su incentivación la denigran llamándola populismo e –irónicamente- es cuando avanza a todo ritmo la inversión. Para colmo, los liberales argentinos son monetaristas y el monetarismo está hace años esta demodé por inadecuado en todo el mundo. El actual gobierno libertario es una versión extrema de esa lamentable tradición, también en infectividad.

De manera que la cultura del odio que empezó tirando bombas el 16 de junio 1955, siguió con la proscripción, se profundizó en la dictadura genocida (en la previa, oficiales franceses que habían sido miembros de la OAS ayudaron a organizar las Tres A), y reverdeció con el oficialismo gorila actual, en el ínterin atentó contra Cristina. 

El problema, el gran problema, es que estos vengativos creen –contra toda evidencia- que el modelo de sociedad que impulsan puede funcionar. Como sólo funciona en sus cabezas, están obligados a la negación de la política. Hasta que las mayorías nacionales vuelvan a meter al genio en la botella, con un programa en serio de desarrollo, la cuota de buena suerte que todo pueblo necesita no pondrá al azar de su parte.

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