El fascismo de los liberales: apologías y paradojas argentinas

Las ideas liberales siempre fueron la argamasa del poder dictatorial. Parece una paradoja pero no es más que la comprobación empírica de un postulado en la realidad argentina. El fascismo engendró las semillas de la destrucción social y el caos. Desorganizó a la clase obrera y la vació de poder. El peronismo hizo todo lo contrario. Las influencias fascistas en América Latina resultaron en modelos diametralmente opuestos al modelo fascista.

Promediando la década del 70, los Sex Pistols cantaban que en esa Inglaterra a la que caracterizaban como fascista no había futuro. Cuarenta y ocho años después, parte importante de la conversación pública de acá debate si estamos en la misma. Incluso, se discute si la estética actual es menos desagradable que la de aquellos punks. Hay académicos de fuste, especialistas en el tema fascismo, que niegan que se esté inoculando entre nosotros el “vivir peligrosamente”. Hay también de los que albergan pocas dudas acerca de que la larga sombra de la Marcha sobre Roma está oscureciendo el presente argentino. 

La disertación de más de una hora del señor Presidente con la que cerró la Conferencia de Acción Política Conservadora (CPAC), la internacional de la ultra derecha, en el Hotel Hilton de Puerto Madero el miércoles, sugiere que por las relaciones de fuerza realmente existentes, de momento Mr. Hyde no puede prescindir del Dr. Jekyll. Nada más. Nada menos. Al fin y al cabo Milei destacó en su discurso la “ayuda de CPAC, para que los zurdos no nos entren por ningún lado” y consignó que “en la medida que la fortalezcamos nos va a permitir ganarle a los zurdos en todos los terrenos”. ¿Y si pierden qué pasa? Antes de Milei habló Eduardo Bolsonaro, el hijo del ex presidente brasileño Jair Bolsonaro, que no puede salir de su país por orden judicial. Say no more.

Doxa o episteme el accionar político de la dirigencia comprometida con las mayorías nacionales debe atravesar rápidamente por las célebres cinco fases del duelo según fueron delineadas de la psiquiatra Elisabeth Kübler-Ross. Negación, ira, negociación, depresión y aceptación. ¿Aceptar qué? Que la deriva fascista avanza en probabilidad de ocurrencia en tanto no se tenga claridad respecto de la integración nacional como revés de la trama del crecimiento económico y la democracia.

Paradoja

Las ideas liberales siempre fueron la argamasa del accionar dictatorial. La economía política del genocidio tenía como eje la deidad mercado y como sumo sacerdote a José Alfredo Martínez de Hoz. Lo paradójico del caso es que la cultura pop internacional identifica fascismo con peronismo y nunca, pero nunca con los liberales. En este aspecto, también en casi todos, no han dejado cagada sin hacer. 

En la amena miniserie de Netflix “Supongamos que Nueva York es una ciudad”, dirigida por Martin Scorsese conformada por una serie de entrevistas a la ensayista best sellers Fran Lebowitz ,en la que el propio director de “Buenos Muchachos”, funge de interlocutor, la escritora como al pasar hablando de Evita refiere al peronismo como un temible engendro fascista. La cultura pop se impone aun entre los wokes refinados.

Sin ir más lejos, Jon Lee Anderson en la larga nota de The New Yorker del 2 de diciembre de 2024 titulada “Javier Milei declara la guerra al gobierno argentino”, en la que el primer mandatario no queda nada bien parado, señala que para el libertario, entre las causas cruciales del colapso argentino se destacan “‘las políticas comunistas’, especialmente el movimiento de gran gobierno que lleva el nombre del fallecido dictador Juan Domingo Perón, cuyo legado aún ensombrece la política argentina medio siglo después de su muerte”. 

Anderson haciendo gala de la economía vulgar y de la cultura pop comenta que “Perón, inspirándose en Mussolini, creó una maquinaria política que con el tiempo incluyó a funcionarios de la extrema izquierda a la derecha. Casi todos ellos ayudaron a apuntalar uno de los mayores estados de bienestar del mundo, nacionalizando todo, desde los servicios públicos hasta el Banco Central. Para hacer frente a los gastos, el gobierno simplemente imprimió más dinero y la inflación se convirtió en un hecho aceptado en la vida argentina”.

En septiembre de 2018 Jorge Fontevecchia le hizo un reportaje al filósofo Slavoj Zizek, durante una visita a la Argentina, enfocado en el por entonces novedoso fenómeno Trump. El filósofo esloveno dictaminó que “entramos en una etapa de brutalidad política” y que «Trump, como Perón, mezcla extremos». 

Ante la pregunta de Fontevecchia: “¿La idea de que Trump podría ser el primer presidente peronista norteamericano forma parte del narcicismo de los argentinos, o quizás sea posible que en los Estados Unidos haya ganado el peronismo?” Zizek responde que “en tanto en su esencia el peronismo fue una forma de fascismo (aunque mucho más blanda que el nazismo), no me gusta la idea. Porque decirle fascista a Trump simplifica los términos. No es que sea mejor, pero muchas veces los izquierdistas de hoy ven algo que no les gusta y, en vez de analizarlo, lo más fácil de hacer es aplicarle los viejos términos. ‘¡Ah, volvió el fascismo!’. ¡No es eso! No deberíamos concentrarnos en Trump, sino en el fracaso del establishment político estadounidense, que le abrió un espacio. El acontecimiento importante es el fracaso de lo que, en términos marxistas, llamábamos hegemonía ideológica”.

No concuerdan

En otra vertiente del abordaje marxista, en el ensayo de Ernest Mandel “El fascismo” de los ‘70, en el que las ideas propias las engarza con la obra de León Trotsky “La lucha contra el fascismo”, este autor observa que “el fascismo considera la dominación del primero y le ofrece el mayor beneficio económico, atomiza a la clase obrera y extermina sus organizaciones. Por el contrario, los movimientos nacionalistas de la burguesía nacional en los países semicoloniales, a menudo falsa y abusivamente llamados ‘fascistas’, infligen generalmente serios y duraderos golpes al gran capital, sobre todo al capital extranjero, creando al tiempo nuevas posibilidades de organización para los trabajadores. El mejor ejemplo lo constituye el movimiento peronista en Argentina que, lejos de atomizar a la clase obrera, ha permitido por primera vez la organización generalizada de los trabajadores en los sindicatos, que hasta hoy en día vienen ejerciendo una considerable influencia en el país”. 

Mandel advierte que “la historia del ascenso del fascismo es por tanto, al mismo tiempo, la historia del carácter inadecuado de la teoría dominante del fascismo”, lo que parece importante tener en cuenta también ahora. Particularmente porque el autor analizando los seis elementos que articulan la teoría del fascismo de Trotsky refiere que “el auge del fascismo es la expresión de una grave crisis social del capitalismo maduro (…). Una dictadura militar o un Estado meramente policíaco –por no hablar de la monarquía absoluta– no dispone de medios suficientes para atomizar, descorazonar y desmoralizar, durante un largo período, a una clase social consciente de varios millones de individuos y prevenir así todo relanzamiento de la lucha de clases más elemental, relanzamiento que se produce periódicamente por el simple juego de las leyes del mercado. Por esta razón, es necesario un movimiento de masas que movilice un gran número de individuos. Solo un movimiento semejante puede diezmar y desmoralizar a la franja más consciente del proletariado, mediante un sistemático terror de masas, mediante una guerra de hostigamiento y de combates en la calle y, tras la toma del poder, dejarlo no solo atomizado como consecuencia de la destrucción total de sus organizaciones de masa, sino también desalentado y resignado (…). Un movimiento semejante solo puede surgir en el seno de la tercera clase de la sociedad, la pequeña burguesía que en la sociedad capitalista existe al lado del proletariado y de la burguesía. Cuando la pequeña burguesía se ve tan duramente afectada por la crisis estructural del capitalismo maduro y se sumerge en la desesperación (inflación, quiebra de los pequeños empresarios, paro masivo de los licenciados técnicos, empleados superiores, etc.) entonces, al menos en una parte de esta clase, surge un movimiento típicamente pequeño-burgués, mezcla de reminiscencias ideológicas y de resentimiento psicológico, que se alía a un nacionalismo extremo y a una violenta demagogia anticapitalista”. 

Para mezclar en el seno de esta problemática el agua con el aceite en “En el pueblo de los simios”, Antonio Gramsci describe la trayectoria de la pequeña burguesía en el escenario de crisis social y económica. Gramsci se refiere a los Bandar-Log de Rudyard Kipling, literalmente el pueblo de los simios, en la ficción del escritor inglés, que aparecen en “El libro de la selva”: “El pueblo de los simios […] cree ser superior a todos los demás pueblos de la jungla”. En aras de explicar el fascismo, Gramsci anota que “después de haber corrompido y arruinado la institución parlamentaria, la pequeña burguesía también corrompe y arruina a las demás instituciones, los sostenes fundamentales del Estado: el ejército, la policía, la magistratura. Corrupción y ruina hechas a pura pérdida, sin ningún fin preciso (el único fin preciso debería haber sido la creación de un nuevo Estado, pero el ‘pueblo de los simios’ se caracteriza justamente por la incapacidad orgánica de darse una ley, de fundar un Estado”. 

Y concluye Gramsci que “el pueblo de los simios llena la crónica, no crea historia, deja huellas en los periódicos, no ofrece materiales para escribir libros. La pequeña burguesía, después de haber arruinado al Parlamento, está arruinando al Estado burgués: en escala cada vez mayor, reemplaza la ‘autoridad’ de la ley por la violencia privada, ejerce (y no puede dejar de hacerlo) esa violencia caótica, brutalmente, y provoca el levantamiento de estratos crecientes de la población contra el Estado, contra el capitalismo”.

Hora de definiciones

A la hora de definir al fascismo el diccionario de la Real Academia da tres acepciones. La segunda de las tres acepciones que registra para fascismo establece que se trata de la “doctrina del fascismo italiano y de los movimientos políticos similares surgidos en otros países”. La tercera acepción refiere a la “actitud autoritaria y antidemocrática que socialmente se considera relacionada con el fascismo”.

El diccionario de vocablos económicos, Palgrave, indica que «el fascismo no trajo ninguna contribución original a la teoría económica, excepto por algunos elementos en la teoría del corporativismo allegados por los fascistas italianos”. Esquematiza que “el planteo del Estado fascista de la primacía nacional por encima del bienestar individual fue para dirigir las actividades económicas para estos fines”. En este contexto, “el principio del interés nacional significa fortaleza económica sobre la base de la propiedad privada de los medios de producción, poder militar como precondición para la expansión imperialista y […] autarquía”.

En el Diccionario de Política de Norberto Bobbio, el fascismo alcanza una tipificación más densa y concisa cuando se lo inscribe como “un sistema político que trata de llevar a cabo un encuadramiento unitario de una sociedad en crisis dentro de una dimensión dinámica y trágica promoviendo la movilización de masas por medio de la identificación de las reivindicaciones sociales con las reivindicaciones nacionales”. Por lo tanto, el fascismo es “una ideología de crisis. Nace como respuesta a una crisis […] La crisis puede estar relacionada con un evento determinado (una guerra o una desocupación masiva), pero es necesario tomar en cuenta que el evento revela la crisis, no la provoca”.

Bobbio, para examinar al fascismo, enumera “la ubicación de una trayectoria que, de acuerdo con el modo en que se ejerce el poder, va desde el autoritarismo hasta el totalitarismo, la combinación de un motivo nacionalista con un motivo socialista, el racismo (existente con diferentes grados de intensidad en todos los fascismos), la coexistencia contradictoria de una tendencia particular y de una tendencia universal, el sustrato social proporcionado por la clase media (con excepción del peronismo) y al mismo tiempo la aparición de dirigentes relativamente sin pertenencia de clase”.

El historiador inglés Eric Hobsbawm, con mucha lucidez y objetividad, señala que “fue en América Latina donde la influencia del fascismo europeo resultó abierta y reconocida, tanto sobre personajes como el colombiano Jorge Eliécer Gaitán (1898-1948) o el argentino Juan Domingo Perón (1895-1974), como sobre regímenes como el Estado Novo (Nuevo Estado) brasileño de Getulio Vargas de 1937-1945 […] Y, sin embargo, ¡cuán diferentes de sus modelos europeos fueron las actividades y los logros políticos de unos hombres que reconocían abiertamente su deuda intelectual para con Mussolini y Hítler! […] El apoyo principal de Perón era la clase obrera y su maquinaria política era una especie de partido obrero organizado en torno al movimiento sindical que él impulsó. En Brasil, Getulio Vargas hizo el mismo descubrimiento. Fue el ejército el que le derrocó en 1945 y le llevó al suicidio en 1954, y fue la clase obrera urbana, a la que había prestado protección social a cambio de su apoyo político, la que le lloró como el padre de su pueblo. Mientras que los regímenes fascistas europeos aniquilaron los movimientos obreros, los dirigentes latinoamericanos inspirados por él fueron sus creadores. Con independencia de su filiación intelectual, no puede decirse que se trate de la misma clase de movimiento».

Redimidos y mentalidades

Volvamos sobre la paradoja peronismo entonces fascismo pero nunca liberales señalados como los verdaderos fascistas. Contra ese lugar común entre el promedio de los intelectuales de los países desarrollados, tan desmentido por la realidad, hay que considerar que los liberales argentinos necesitan, al decir de Mandel, “un movimiento de masas que movilice un gran número de individuos (…). Solo un movimiento semejante puede diezmar y desmoralizar a la franja más consciente del proletariado (…). Un movimiento semejante sólo puede surgir en el seno de la tercera clase de la sociedad, la pequeña burguesía”. 

Volviendo a Eric Hobsbawm, de su punto de vista sobre las mentalidades se desprenden unos indicios de hacia dónde se debe dirigir la política centrada en la integración nacional en estas épocas de redes sociales que atrapan y aprisionan a la lucha de clases hasta convertirla en una mueca en las priman los mohines pequeño burgueses. 

Hobsbawm reflexiona sobre dos cuestiones. Una es la de subrayar “la relación absolutamente esencial entre el mundo de las ideas y los sentimientos y la base económica, si quieren, la manera en que las personas se ganan la vida en la producción”. La segunda evalúa el ámbito de la primera, puesto que “el modelo marxista de la base y superestructura […] entraña una consideración de la superestructura así como de la base, esto es, la importancia de las ideas”. De ahí que Hobsbawm insista en no perder de vista la importancia de “las creencia de la gente y no como si fuese sólo una especie de espuma encima de las estructuras de clase o los movimientos económicos” y asimismo en “la importancia crucial de la estructura de clases, de la autoridad, de los diversos intereses de los gobernantes y los gobernados y las relaciones entre ellos en el campo de las ideas también”.

Hobsbawm entiende que “el problema de las mentalidades no es sencillamente el de descubrir que la gente es diferente y de qué manera lo es […] Es encontrar una relación lógica ente varias formas de comportamiento, de pensamiento y de sentimiento, verlas como formas que concuerdan con otras. Es, si quieren, ver por qué tiene sentido, pongamos por caso, que la gente crea que los ladrones famosos son invisibles e invulnerables, aun cuando sea obvio que no lo son”. 

Al respecto el historiador inglés indica que “no debemos ver estas creencias puramente como una reacción emocional, sino como parte de un sistema coherente de creencias relativas a la sociedad, relativas al papel de los que creen y al papel de aquellos que son objeto de tales creencias”. Ilustra esa categorización aludiendo a los campesinos y preguntándose “por qué exigen solamente tierra sobre la cual creen tener derechos jurídicos o morales. ¿Por qué no escuchan a las personas que les piden que exijan tierra basándose en otros motivos, como por ejemplo los que proponen los políticos radicalizados actuales? ¿Por qué simultáneamente parecen tener argumentos pidiendo tierra o justicia que a nosotros se nos antojan incompatibles? No es que sean tontos. No es que no sepan lo que les conviene. Debería haber una cohesión”.

El eminente historiador inglés para la historia de las mentalidades apuesta al análisis antes que al descubrimiento, razón por la cual propone ver “la mentalidad como un problema no de empatía histórica o de arqueología o, si quieren, de psicología social, sino de descubrimiento de la cohesión lógica interna de sistemas de pensamiento y comportamiento que encajan en la manera en que la gente vive en sociedad, en su clase en particular y en su particular situación de la lucha de clases, contra los de arriba, o si quieren, los de abajo”. Para los estudios de la mentalidad las nociones del tiempo en cada etapa de la sociedad tienen su peso ponderado y, particularmente, talla el sentido de la historia que para Hobsbawm “[…] es muy importante, y hasta que lo hayamos descubierto realmente no podemos hacer mucho con el pasado”.

El conjunto de estas categorías analíticas y singularmente la del sentido de la historia estarían indicando que la mentalidad argentina a fuerza de la nada feliz práctica política de distintos fragmentos (algunos muy importantes) de la clase dirigente argentina no se pone como meta bajar al mínimo el costo político de cualquier transformación. Encima estas transformaciones no son tales sino idealizaciones a derecha e izquierda sin sustento en la realidad. La mentalidad argentina ha aprendido muy bien lo que no quiere pero dista mucho de saber lo que quiere. De ahí que acciones relativamente simples como disponer y ordenar una institucionalidad jurídica agotada, se convierta en una tarea de dudosa consecución.

Si no se sabe bien cómo y hacia dónde transformar la estructura productiva, resulta una mera ilusión tratar de materializar instituciones que funcionarían cabalmente si esa condición necesaria se cumpliera. Es así como la vida política tiende a una asfixiante y tediosa profesión de metempsícosis, es decir, de buscar en el pasado que las almas transmigren en el presente a otros cuerpos de mayor perfección por merecerlo, dados los méritos alcanzados en la existencia anterior. La tarea de generar conciencia y organización en el movimiento nacional es muy grande para que en ese instante helado del almuerzo desnudo, todos vean lo que hay en la punta de sus tenedores y se percaten de lo que debe hacerse para dejar atrás el subdesarrollo.

Nada de antemano está perdido, pero los resultados electorales de 2023 estarían indicando que se puso en marcha un “movimiento típicamente pequeño-burgués, mezcla de reminiscencias ideológicas y de resentimiento psicológico, que alía a un nacionalismo extremo y a una violenta demagogia anticapitalista”. Ese cambalache, al primer planteo serio se pincha como un globo. Mientras tanto campean dos preguntas: ¿la disyuntiva es manteca o cañones? ¿Burro o cannoni, para decirlo en italiano, ya que se habla de fascismo? ¿O es burro versus aggiustamento fiscale?

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