Muchos estudiosos, no siempre originales en sus búsquedas históricas, se han empeñado en declarar agotada la “etapa” de sustitución de importaciones cuando es evidente que los países que más comercian entre sí son aquellos que tienen mejor desenvueltas sus propias economías nacionales, lo cual no quiere decir, ni mucho menos, que consuman sólo sus propios productos. Tratar de entender cómo llegamos hoy a un punto tan grave de desencuentros implica salir de las falsas antinomias como peronismo-antiperonismo e inspira a comprender un proceso histórico donde se descuidó la construcción de una sociedad integrada con sólido basamento productivo.
En los modernos sistemas republicanos, la puja política por el acceso al poder gubernamental está ordenada y legitimada por la periodicidad de mandatos y la designación de las autoridades (ejecutivas y legislativas, no así las judiciales que tienen otros mecanismos para acceder a sus responsabilidades) mediante elecciones regulares cada cierta cantidad de tiempo.
Ese dispositivo, al que calificamos como democrático aunque no lo sea en sentido estricto o completo, necesita que impere una absoluta libertad de opinión para poder debatir el curso de los asuntos públicos del modo más amplio posible, y al mismo tiempo requiere de los partidos políticos para organizar propuestas coherentes destinadas a mejorar la administración de los intereses comunes de cada comunidad.
Esta breve incursión en los conceptos elementales de educación cívica viene a cuento porque, inmediatamente que se los confronta con la experiencia práctica, advertimos sus insuficiencias -y hace ya 41 años que la Argentina volvió a funcionar en un régimen constitucional.
La libertad de opinión es un principio general que funciona, por un lado, condicionado por la atomización de la información pública que lleva rápidamente a estados colectivos de ignorancia y confusión nunca vistos antes y, paralelamente, por la gravitación determinante de operadores organizados que influyen sobre los flujos de datos que se transmiten masivamente.
Allí juega un papel decisivo la ideología que nutre y determina la conciencia colectiva, la que nunca se expresa como tal ni en forma unívoca sino más bien como un paisaje nada armonioso donde los prejuicios se manifiestan de modo anárquico sin que de ello nazcan síntesis de cordura general como soñaban los primeros ácratas. Ellos descubrieron muy tempranamente los peligros que entrañaba, para la verdadera libertad, la existencia combinada de la propiedad privada con instituciones coercitivas que concentraran el ejercicio de la fuerza pública.
El estado de opinión es cambiante y contradictorio, dando trabajo abundante a los expertos que indagan sobre sus variaciones. Hasta el sentido común, tantas veces invocado como fuente de racionalidad, se construye y se destruye, sin que haya hoy ámbitos favorables al pensamiento objetivo, en el que la conciencia pueda avanzar sin obstáculos ni influencias distorsionadoras.
Y en cuanto a la existencia de partidos diremos lo que todo el mundo sabe: perdieron sus diferenciaciones doctrinarias y se convirtieron –en todo el mundo– en maquinarias de reparto de puestos y defensa de posiciones duramente adquiridas, a costo por supuesto de sus mandantes.
Aceleró ese proceso el perfeccionamiento de los mecanismos de manipulación de los ciudadanos mediante técnicas de registro de sus convicciones (aunque fuesen cambiantes o débiles) y el hábil diseño de mensajes adecuados para obtener su apoyo en cada elección.
Así, la ilusión democrática -el gobierno del pueblo y para el pueblo- se vio constreñida a opciones que no se diferencian en nada sustancial y, sobre plataformas refinadas de prejuicios, ponen énfasis en aspectos superficiales o inventados para promover sus candidatos.
En ese contexto cobran importancia los aparatos electorales que ordenan la participación popular en los comicios a cada turno. Y se complican sólo cuando el hartazgo identifica en la casta (por sus personeros más visibles) el origen de sus padecimientos.
Porque, es necesario decirlo, las sucesivas administraciones, que no son todas iguales, terminan en general fracasando y perdiendo popularidad cuando no resuelven los principales desafíos para el que son designados: preservar el orden, favorecer la inserción en los sistemas educativos y laborales, acceder a un creciente nivel de vida que no incluye solamente lo básico del alimento, vestimenta o vivienda, sino que abarca también el acceso a bienes culturales y de esparcimiento sobre la mayor libre elección posible.
En líneas generales, esto ocurre en todas partes, pero como es nuestra realidad la que nos toca más de cerca y de la cual somos responsables como miembros presuntamente decisorios sobre quienes deben gobernar -por el principio de la soberanía popular-, la cuestión se pone más ardua cuando se trata de identificar los problemas principales que venimos padeciendo sin solución hasta el momento.
La primera y principal es la fragmentación social. La aplicación sistemática de políticas que achican las posibilidades laborales del conjunto (en un marco mundial de organización de la producción que prescinde crecientemente de la mano de obra directa) hizo crecer la pobreza y, dentro de ella, la indigencia, ambas sometidas a diversos grados de marginalidad como consecuencia de su debilidad como sector social, nada o muy poco organizado.
Esto lleva bastante más de medio siglo en la Argentina. Los primeros diagnósticos sobre la insuficiencia de la estructura productiva de nuestro país son bastante anteriores. Ya en los años treinta el estudioso pionero Alejandro Bunge señalaba que desde 1908 la economía argentina estaba estática en lo que a su perfil y complejidad generadora de bienes se refiere. Es decir, podía crecer, en exportaciones por ejemplo, pero ello no garantizaba que los hijos de quienes habían venido a sumar su esfuerzo al despliegue de las capacidades del país tuviesen masivamente nuevas y mejores oportunidades de desempeñarse en las profesiones y oficios que la civilización contemporánea empezaba a ofrecer a raudales en todas partes.
No faltaron otras advertencias sobre ese proceso profundo que nos hundía en el subdesarrollo. El grupo integracionista que convocó Rogelio Frigerio en los 40 advirtió didácticamente sobre el país embudo que estaba aprisionado en la producción de carnes y granos para alimentar a un mundo que ya había encontrado diversas formas de mejorar su propia producción agrícola. Cada pueblo empezaba a asegurarse la alimentación con producción local o regional, reduciendo sus compras externas en esos rubros y ampliando su oferta de manufacturas a sus vecinos y al mundo entero.
Pero en algún punto del camino perdimos el tren, atrapados en la convicción de que la base de la prosperidad estaba sobre todo en las exportaciones pampeanas, simplificación que, apenas maquillada, se mantiene hasta el día de hoy.
Esa especie de certeza sin fundamento era resultado de varios fenómenos concurrentes. En primer lugar, la enorme prosperidad que generó en las últimas décadas del siglo XIX y principios del XX la inserción plena en un mundo ávido de carnes y granos. Rentas cuantiosas que fueron acumuladas por una élite que, al mismo tiempo que consolidaba la territorialidad con presencia estatal, era reacia a incorporar masivamente a la vida cívica a los nuevos contingentes de trabajadores que llegaban principalmente desde Europa y Medio Oriente a participar de la fiesta argentina, atracción mundial de inmigrantes en proporciones comparables a los que iban a los EE.UU., una geografía aún más amplia.
La expansión norteamericana fue el resultado de superar un desafío histórico similar al nuestro, resuelto por la Guerra de Secesión (1861/65) al integrar a los tiros al sur rebelde que veía asegurado su porvenir manteniendo sus prósperos negocios con la industria inglesa, sin abolir la esclavitud para garantizar la “competitividad” de sus producciones algodoneras.
Y apuntemos algo sobre la hipocresía británica, que había abolido la esclavitud en 1833, pero no veía ninguna dificultad en aprovechar las condiciones sociales favorables e inhumanas de sus proveedores.
Emprendedores locales
Nosotros no tuvimos un norte industrial avanzado -aunque sí numerosas artesanías en todo el territorio- que se propusiera modernizar las relaciones del trabajo y apostara a la expansión tanto territorial como productiva, aun cuando la Asamblea del año XIII había decretado tempranamente la libertad de vientres. Nuestra economía no se basaba en la explotación del trabajo esclavo en grandes haciendas como ocurría en los estados sureños del gran país del norte en el Caribe y en Brasil.
Ya las vaquerías del siglo XVIII, que existieron también en Uruguay y se extendieron hasta el sur de Brasil, tenían todos los atributos de la empresa capitalista: a. Propiedad privada de los medios de producción (carretas, acopio de sal, bueyes, caballos, y herramientas como el dejarratadero, una suerte de lanza con una media luna de hierro afilado en la punta, y otras como cimitarras que permitían cortar los tendones traseros del ganado cimarrón que, impedido de caminar, se desangraba en el campo); b. Autorización (derecho de vaquería) estatal brindada por el Cabildo a sus vecinos más prominentes en condiciones de financiar la expedición; c. Trabajo libre asalariado, puesto que los jinetes que participaban de la cacería eran gauchos conchabados para ese trabajo por el que cobraban su jornal sin vínculo estable con el empresario; d. Producción para el mercado, que por añadidura era externo, puesto que con la difusión de la maquinización de la primera revolución industrial se generó una demanda mayor de cuero, entre otros usos, para hacer las correas que movían ruedas y poleas. Cacería primitiva en su tecnología, pero al servicio de las industrias de punta de aquel momento único en la historia del mundo.
Con plena justicia se ha considerado a las vaquerías como el antecedente de la primitiva estancia, a medida que las grandes tropillas así explotadas (desperdiciándose casi completamente la carne) disminuían de tamaño y fue necesario pensar en rodeos y regular la matanza indiscriminada, prohibiendo sacrificar hembras preñadas para garantizar la continuidad de los rebaños.
Tanto Juan Manuel de Rosas como su vencedor en Caseros, Justo José de Urquiza, fueron en su momento grandes empresarios ganaderos insertos en ese comercio mundial con la exportación de cueros y tasajo (charqui, carne seca, para alimento de esclavos en Brasil y Cuba).
Rosas aniquiló al menos dos intentos de expandir la agricultura, pero escribió un manual para mayordomos de estancia con un criterio moderno de cría y reproducción del ganado mientras el entrerriano, por su parte, tenía en varios lugares del mundo sucursales para la representación de su firma comercial Urquiza e hijos, además de inversiones en compañías de navegación, ferrocarriles y mensajerías.
Después de Caseros, con el aumento de la demanda de lana, se vivió un ciclo que amplió la producción local y permitió organizar empresas en otra escala y competitividad, fenómeno que con la aparición de los buques frigoríficos, a partir de la década de 1870, alcanzó niveles muy altos de exportación: primero de ovinos y más tarde, sobre el fin del siglo, de carne vacuna, que llevó la acumulación de riqueza local a niveles superlativos que se expresaban antes en la riqueza de la élite y sus consumos suntuarios que en el modo y la calidad de vida de los trabajadores, aun cuando ya regía desde 1884 la ley 1420 que garantizaba la educación obligatoria, gratuita y laica.
Un proceso complejo y con luchas sucesivas que desembocó en la ampliación del electorado a todos los inscriptos masculinos, lo que permitió la llegada del radicalismo al gobierno en 1916, liderado por Hipólito Yrigoyen, no sin que antes se produjeran cambios en la élite, imponiéndose afortunadamente el sector modernista que representaba Roque Sáenz Peña y advertía claramente la necesidad de democratizar el sistema político.
Consolidada una institucionalidad menos restrictiva, aunque aún faltarían décadas para instaurar el voto femenino, se crearon las condiciones para ampliar también el acceso de los trabajadores a mejores niveles de remuneración. Tendencia que por supuesto tuvo sus altibajos por las resistencias locales y el impacto de los acontecimientos internacionales, las dos guerras mundiales y la crisis del 30, de la cual emergería un mundo totalmente distinto.
El peronismo expresó en la política esas fuerzas transformadoras y se agotó cuando, consolidando los procesos de industrialización de bienes durables y garantizando condiciones laborales más justas, no completó el necesario basamento industrial que sostuviera las conquistas sociales alcanzadas, generando una mayor dependencia del abastecimiento externo de combustibles, insumos industriales y maquinaria moderna. Esto llevó al aislamiento de la clase obrera de los sectores medios que habían constituido su base de poder y se crearon así las condiciones para el intento de 1955 -fallido desde su misma concepción- de hacer retroceder el país al papel perimido de proveedor mundial de carnes y granos, cuando ya el avance de las economías centrales estaban en otra fase de expansión, habiendo cambiado el eje de la hegemonía del alicaído imperio británico a la potencia reforzada de los EE.UU.
Muchos estudiosos, no siempre originales en sus búsquedas históricas, se han empeñado en declarar agotada la “etapa” de sustitución de importaciones cuando es evidente que los países que más comercian entre sí son aquellos que tienen mejor desenvueltas sus propias economías nacionales, lo cual no quiere decir, ni mucho menos, que consuman sólo sus propios productos.
No son dispositivos cerrados, al contrario, resultan muy competitivos y complementarios entre sí, sobre una plataforma nunca descuidada, hasta los noventa, de mejora y protección social, lo cual implicaba una celosa observancia de atención a los más débiles, que ahora en muy pocos estados se mantiene (Canadá es uno de ellos). Sí, ese mismo: El país que Trump quiere incorporar a los EE.UU. junto con Groenlandia.
Repeticiones falaces
Constantemente se nos explica que los argentinos, con 48 millones de habitantes, “no tenemos escala” para desenvolver industrias competitivas, sin explicarnos claramente cómo hacen noruegos, dinamarqueses o suizos (ahora no está de moda destacar el bienestar alemán), que viven en condiciones muy confortables con 5.5, 6 o 10 millones de habitantes respectivamente. Todas las economías avanzadas cuidan a sus poblaciones y favorecen la competitividad de sus empresas.
Al menos, como dijimos, lo hicieron hasta los noventa, cuando se aceleró el proceso de concentración, innovación tecnológica y expansión de la acumulación a escala mundial. Creándose así un nuevo escenario en que se plantea la mayor paradoja de la historia: estando en condiciones de albergar, alimentar, proteger y educar al conjunto de la especie nos mantenemos sumidos en la desigualdad, la violencia anárquica y las guerras. Las que sucesivamente se promueven y administran con enorme costo, consumiendo recursos que utilizados con mínima sabiduría asegurarían un piso de equidad al conjunto de la humanidad, siendo esa base la única sólida que garantiza la verdadera libertad. De todos y de cada uno.
Analizar nuestros desafíos con una mirada amplia, histórica y actual es la condición para desenvolver una política nacional adecuada a las necesidades de nuestra población que, como dijimos, es nuestra primera responsabilidad.
Cuanto más miope sea el enfoque, mayor sufrimiento se trasladará al pueblo, hoy fragmentado entre sectores opulentos y diversos grados de necesidad o pobreza. El sacrificio que se pide, hasta ahora, no tiene garantía alguna de éxito si no posee como objetivo la integración de todos nuestros compatriotas en un esfuerzo compartido que tenga sentido y asegure la mejora del conjunto, no sólo de los segmentos minoritarios que “se llevan la nuestra” como gusta decir el imaginario dañado por un mal entendido liberalismo, nada solidario.
Desde esa perspectiva más amplia que resulta imprescindible para encarar un futuro venturoso, carece de sentido ahondar las divisiones artificiales y seguir simplificando las tareas a cumplir, como lo es la creencia religiosa en el equilibrio fiscal. Este es un objetivo a alcanzar en el curso de un proceso dinámico, expansivo e integrador en el que nadie sea excluido o sobrante. Miopía dañina si las hay, con muchos seguidores convencidos.