El inusual escándalo público en el Salón Oval de la Casa Blanca entre Donald Trump y Volodimir Zelenski es la escenificación de lo que ocurre en el fondo. Ucrania va a tener que pagar con concesiones mineras a Estados Unidos. Rusia ofrece tierras raras. Europa se queda mirando por la ventanilla mientras Alemania se rearma. Aquí, con su enfoque, Sergio Kiernan se mete en el debate mundial sobre la reconfiguración del poder en el mundo. Un debate que queda abierto, naturalmente, en Y ahora qué.
El viejo George Bush -el padre- debe estar desconcertado. El heredó la caída del Muro de Berlín, fue el primer presidente que no tenía enfrente a la Unión Soviética, pudo dar por cerrada la Guerra Fría y, como hacen siempre en la Casa Blanca, inventar un nuevo slogan. Era el Nuevo Orden Mundial, que nos iba a dejar panzones de prosperidad y democracia. Notará el lector que nada de eso pasó.
Lo que sí pasó fue que volvimos, en conjunto, al Gran Juego del siglo 19, el de las potencias abiertamente peleando por la supremacía global. Bush el Viejo no quiso escuchar a los tantos que le avisaron, pero aquí estamos de nuevo en la década de 1880, sólo que una variación del reparto. A nadie se le ocurre hoy en día tomarse en serio a artefactos como Bélgica o Portugal, que tan bien mordieron en el Reparto de Africa. China ya no es víctima sino poder, Estados Unidos lleva décadas al mando. Rusia volvió a su papel de Oso. Las empresas privadas, que antes iban atrás de la bandera, ahora van adelante.
Pero el juego es el mismo, como acaba de comprobar el desangelado Volodimir Zelensky en su encuentro con Donald Trump en la Casa Blanca. El ucraniano fue a recibir la lista de condiciones para rendirse ante los rusos sin perder todo su país, y la principal es la entrega del negocio minero a las multinacionales, sobre todo a las norteamericanas. Trump fue imperial: habló con Vladimir Putin, lo elogió públicamente, dijo que Zelenzky empezó la guerra y es un dictador, y mandó a sus diplomáticos a Arabia Saudita a negociar con los rusos. Ucrania no fue invitada. Europa tampoco.
El demócrata Joe Biden pudo sostener a los ucranianos y gastarse 350.000 millones de dólares en armas porque el sector industrial armamentístico apoyaba la idea, por supuesto, y por la profunda antipatía que le tienen tantísimos norteamericanos a todo lo que sea ruso. Para la derecha estaba bien lo de gastar tanto en un sector con buenos lobbies y conexiones con ellos, pero no que la cuenta la pagara el Estado. Había que hacer que Ucrania pagara por su guerra y la manera fue algo que por allá entienden bien: entregarle un monopolio a un oligarca amigo. En este caso, Trump, actuando in loco parentis por las grandes mineras. Pese a tanto discurso, nada indica que el contribuyente norteamericano vaya a ver un dólar en su vida.
Que EEUU cambie “alguna garantía de seguridad” para Ucrania por explotar tierras raras en esos pagos crea un escenario extraordinario. En la misma frontera de la Federación Rusa va a haber compañías con logos en inglés haciendo lo suyo. Es muy creíble que otras compañías, o las mismas, estén a su vez cavando por atrás de las trincheras rusas. Putin mismo deslizó el tema, mencionando sus tierras raras, en un programa de televisión. Esta lógica transaccional de la política internacional no es exactamente nueva, como bien saben los saudis, que hacen lo que quieren mientras el petróleo fluye. Pero pre-Trump se disimulaba un poco, se esperaba a que los cañones se callaran.
Esta vez, una guerra va a cesar porque las dos potencias involucradas negocian en el sentido más llano del verbo a costa del país invadido y con total indiferencia hacia el aparato de alianzas que tenían hasta entonces. Moscú puede haberle prometido a Beijing parte del botín mineral para sus industrias electrónicas, y Europa se quedó mirando el show por la tele. Mucha NATO, mucha “relación especial”, pero a la hora de facturar los dejaron en la puerta.
Un momento simbólico fue cuando Estados Unidos votó junto a Rusia y tumbó una resolución que marcaba los tres años de la invasión a Ucrania y notaba que los rusos empezaron. Hasta entre diplomáticos esto no es llamativo, pero no hubo caso y la frase voló del texto. Los europeos, nuevamente, se quedaron mirando por la ventana y el único mensaje que recibieron fue que tenían que gastar más en su propia defensa. Y lo recibieron una y otra vez, de los más altos niveles de Washington.
Emmanuel Macron se acercó a la Casa Blanca en visita más que oficial, y el martes posó sonriente con Trump. Después cerraron la puerta y hablaron a solas. Cuando dieron la tradicional conferencia de prensa juntos, Trump habló de que los aliados tenían que gastar más en su defensa, y Macron le respondió que el problema era Rusia, que había empezado la guerra. A Trump le faltó encongerse de hombros. Al británico y, peor, laborista, Keir Stamer le fue todavía peor porque ni llegó a posar sonriente. Stamer traía la idea de crear una Fuerza de Paz europea con tropas norteamericanas para cuidar a Ucrania. Trump, cortante, le dijo que ni lo sueñe, que Rusia seguro que va a respetar el tratado que firmen con él.
El desconcierto de la Unión Europea es más que claro ante el timonazo de Estados Unidos. Las alianzas que arrancaron en la posguerra, hace ochenta años, le habían dado un lugar a cada país, un marco de orden en el que Holanda o Austria se sentían parte de un bloque militar, protegidas bajo un paraguas norteamericano que se está cerrando. Esto es tectónico, diferente, porque Washington cambiaba de color, de demócrata a republicano, pero las garantías a Europa a lo sumo se rediscutían en los detalles, no en la esencia.
¿En qué estarán pensando hoy Taiwán y Corea del Sur? ¿Andarán los australianos y los neozelandeses tranquilos? ¿Japón podrá dormir en paz? El tendal de países que dependen de la defensa norteamericana sabe ahora que, con un caramelo del tamaño correcto, Trump les puede soltar la mano.
Una paradoja feroz de todo este proceso para los europeos es que su esperanza de moderar a Washington depende de Berlín. El ganador relativo de las elecciones del domingo pasado, Friedrich Merz, logró el milagro de frenar a los neonazis de la Alternativa por Alemania y anda poroteando para formar gobierno. Pero Merz es un político al que le fue mal, se pasó al sector privado, se fue a vivir a Estados Unidos por unos años y se hizo bastante rico. Justificada o no, tras su triunfo electoral hay una expectativa general de que es la persona justa para entenderse con Trump.
De paso: ¿cómo puede ser que la clave para la paz de Europa ahora sea que se rearme Alemania?
El cambio de rumbo no parece haber alterado la básica indiferencia de Washington hacia América latina. Cerrada la era de los golpes militares, se abrió la de la obsesión con Medio Oriente y el islamismo. Excepto por Venezuela, cuyos inmigrantes sin papeles fueron de los primeros en pisar Guantánamo, parece que Trump no tiene mucho que decirnos. Con la experiencia histórica del continente, esto puede ser conveniente. La excepción, claro, es México, tan lejana al buen señor y tan cerca a los Estados Unidos, que se encuentra, como China y el Canadá, acusado de aprovecharse del gran vecino. Es notable, pero los balances positivos en la balanza de comercio que esos países tienen, y que sacan de quicio a los MAGA, son en muy buena parte por las importaciones de productos diseñados en EE.UU. pero producidos en plantas norteamericanas que emigraron a tierras de mano de obra barata.
Pero los republicanos nunca mencionan esto, nunca señalan los millones que van a China, al menos nominalmente, por las compras de I phones, que tampoco pagan impuestos corporativos porque Apple tiene dirección en Irlanda. De estas cosas no se habla en sociedad, es mejor pretender que México gana todo eso con tequila y China con arroz.