El poder necesita de la ideología para conseguir acatamiento de la mayor parte de la población que padece los desaciertos de los sucesivos gobiernos. La verdad cruda no es muy visible porque suele ser insoportable.
En la formulación del sociólogo alemán Max Weber el poder (capacidad de obtener obediencia) resulta manejable en el marco de una sociedad racional regida por costumbres y leyes sabias que se actualicen de acuerdo a la evolución de las comunidades humanas.
Esa visión iluminó la teoría política durante decenios y sigue siendo una lectura recomendada para seguir la evolución del pensamiento social. Pero las regulaciones resultaron cada vez más insuficientes a medida que la concentración de la economía a escala mundial fue incrementándose y la capacidad del poder real para determinar el rumbo de los gobiernos aumentó en la misma proporción.
Hoy tenemos, desde hace décadas, un cuadro mundial de competencia intermonopólica que no garantiza la estabilidad y progreso de las sociedades sobre las que ejerce su creciente dominio. Del célebre dejar hacer, dejar pasar de la imaginería liberal decimonónica hemos pasado a una suerte de esclavitud de los dictados de un poder bastante opaco, nunca del todo visible, donde se digitan las decisiones que se van tomando, aún en los grandes países que llamamos desarrollados.
Con la universalización de las comunicaciones on line, donde estamos todos abrumados con datos y al mismo tiempo completamente desprovistos de una visión realista de las relaciones de fuerza, nos encontramos desinformados en lo fundamental y todo se ha vuelto muy confuso.
La mayoría de quienes están frente a un micrófono o una cámara parecen elegir surfear la ola y dejan de lado el pensamiento crítico que es esencial a la profesión periodística, aun cuando –cada tanto o sobre algún tema en particular– ciertos comunicadores alardeen de independencia y esbocen con toda seriedad una “opinión disidente” para guardar la facha. ¿Siguen la corriente en general por ensobrados o mercenarios? No todos, pero la mayoría se deja modelar por lo que el poder quiere que piensen, y lo adornan con su propio estilo.
Por eso la televisión es en general pobrísima, llena como está de operadores entusiastas. Hay excepciones, claro está, y lo más interesante es que esas contradicciones llegan en algunos casos a expresarse hasta en los más notorios personajes que inundan la comunicación social realmente existente. Pues no todos son pura obsecuencia, (algunos lo son de a ratos y según convenga), incluso con plena certeza de que están siguiendo a sus propias convicciones
Ni hablar de “las redes” que en apariencia son el campo de batalla más caótico e invertebrado que existe en términos de batalla cultural.
Sin embargo, quien piense que esos espacios son el reino de la anarquía (y en consecuencia presumiblemente de la libertad) está muy equivocados, pues todo sigue parámetros algorítmicos bien determinados y manipulados por los dueños de los sitios más frecuentados, incluidos los pacíficos chinos.
A quien esto escribe, por ejemplo, Facebook le ofrece todo el tiempo, en dos de cada siete u ocho opciones, el destape de jamones ibéricos estacionados y partidos de rugby de ahora o antiguos sin aclarar cuales porque presume que su interés predeterminado va por esos carriles. Es el resultado de haberse detenido en videos de ese tipo, quizá huyendo de las groserías e insultos que caracterizan al elenco gobernante, encabezados por el titular el Poder Ejecutivo y sus operadores más pertinaces, los ingenieros del caos, según la acertada definición de Giuliano Da Empoli.
Así es, entonces, que navegamos en mares agitados soñando que tenemos un rumbo, cuando en realidad vamos a la cola de tendencias manipuladas y apenas disimuladas en la catarata de videos, reels, audios y sanatas de todo tipo que recibimos a diario.
Si la Ilustración, la formidable corriente de ideas que acompañó el despliegue e instalación mundial del capitalismo (comercial/colonial primero, industrial en el siglo pasado y por último de amplio dominio financiero), nos proponía un orden de interpretación coherente desde el cual someter a análisis crítico los datos de la realidad hay que admitir que en esta situación tal necesidad resulta muy problemática por no decir muchas veces imposible.
Es, sin embargo, una tarea a la que no podemos renunciar so pena de ser llevados de la nariz de un lado a otro, sin tomar nunca verdaderas decisiones racionales sobre nuestras vidas.
Como ejemplo: la ropa y estilo con que la llevamos, la comida que consumimos, los entretenimientos que preferimos y la certeza de verdad con que nos manejamos está bastante estandarizada. Y tiene bases muy endebles.
Con todo, el dominio que se ejerce sobre los individuos no llega a ser completo, estático ni definitivo. Tiene la frustración colectiva como límite. Todo aquello que no puede ser administrado como pautas de consumo (de objetos, servicios, ideas y entre ellas presuntas verdades) constituye la válvula sobre la cual es posible replantear el esquema que, aplicado a los seres humanos, es en realidad deshumanizante, es decir que nos tiende a robotizar.
De allí es que haya una esperanza, que esa tara actual no se instalará para siempre y en forma automática. Y por eso es necesaria la política como expresión de aspiraciones genuinas, voluntades sumadas y acciones de gobierno conducentes a mejorar la vida en común.
Y en estas condiciones de confusión general aparecen también religiones adaptadas capaces de obrar milagros en la trasmutación de pesos en dólares. Hay que preguntar también en qué banco se operan tales milagros.
Todo lo cual ya se había desdibujado antes de la irrupción de las redes. No hace falta hacer un repaso histórico para saberlo. La retórica había reemplazado los necesarios programas de gobierno para encarar transformaciones necesarias. Y allí volvemos al tema del poder, que se convierte en seductor y corruptor de las mejores intenciones.
El poder real, que en última instancia determina el porvenir de las sociedades, no puede confundirse con la gestión gubernamental. Es detentado por factores mucho menos visibles y aplicado a su modo por la autoridad estatal y otros referentes de opinión concomitantes.
Quienes se hacen cargo de la gestión pública, salvo que sean especialmente lúcidos, tienden con frecuencia a creer que están allí por una suerte de designio divino y no sólo por la voluntad, muchas veces a regañadientes, de los electorados.
Y gozan de privilegios de trato y reverencias. Creen con facilidad que están en el eje del mundo y que tienen un don especial antes que una gran responsabilidad que debiera inspirarles, primero que nada, una enorme humildad y en rigor les impone acciones muy pensadas y eficientes.
Esta exigencia, tantas veces incumplida, nos lleva en paralelo a reflexionar sobre los electorados. No se ha inventado aún una fórmula que sea cabalmente representativa de las aspiraciones populares, estando aún bastante intacto –aunque no revisado– el principio de que la soberanía reside en el pueblo y éste la delega en sus representantes mediante comicios realizados cada tanto tiempo según se estipule legalmente.
Esto genera una verdadera dificultad para el poder “de última instancia” que, como dijimos, no se expresa necesariamente o al menos no se resume en las estructuras político-institucionales. Por un lado, porque las necesidades se expanden a medida que se resuelven las más básicas y elementales y, por otro, porque es muy tentador tomar medidas que parezcan populares y de hecho no signifiquen mejoras sustanciales como sus autores suponen.
Quienes gobiernan disponen de medios y recursos comunicacionales como para hacer presentables sus decisiones, y por eso mismo la tendencia a pifiarla se multiplica exponencialmente. Por aquello de que “lo imponemos y basta”, propaganda mediante.
La revolución teórica de la soberanía popular la inició el jesuita Francisco Suárez (1548-1617) al sostener que la soberanía no era delegada por Dios al rey sino al pueblo y que era éste quien la concedía al monarca dentro de ciertos límites. Menudo cambio, porque habría la puerta al derecho de rebelión contra los malos gobernantes, algo que ya había anticipado Tomás de Aquino (1225-1274), pensador cumbre de la primera escolástica.
La manipulación de las poblaciones presuntamente soberanas no es un problema específicamente argentino. Pero como de costumbre lo vivimos con nuestra propia dramaticidad, que no es poca, debido a la contradicción flagrante entre las grandes posibilidades que tenemos, radicadas en la potencialidad creativa de la cultura nacional, y los tristes resultados y retrocesos obtenidos al estar a cargo de la cosa pública una larga serie de personajes incompetentes, con sus variaciones y excepciones. O, como vemos en el caso actual, más dañino que lo conocido en el pasado cercano por las simplificaciones desmanteladoras en que incurren con la motosierra milagrera.
La combinación de intereses externos y gestión deficitaria local da como resultado el achicamiento proporcional de nuestro tejido productivo y tenemos cada vez más compatriotas con problemas para garantizar una vida digna. Léase aumento de los índices de pobreza estructural, lo que nos muestran a la mitad de la población con dificultades de diversa gravedad para sobrevivir alimentando el cuerpo y el alma.
Y decimos “intereses externos” aun a sabiendas de lo que esa expresión produce como irritación en mentes inteligentes que consideran que las culpas de nuestra situación tienen sólo causas locales. No es así, y esos intereses no hubieran podido conseguir sus objetivos de desmantelamiento de la posibilidad cierta una economía nacional próspera y autónoma si no hubiese sido aplicado con el concurso sumado de cómplices e inútiles propios.
Y en el meollo de este problema principal que nos estanca están el poder y su cortesana indispensable: la ideología.
Décadas de prédica apoyada en experiencias concretas han logrado instalar que el estado es un obstáculo, cuando es la herramienta indispensable para conducir el conjunto social a une estadio superior de convivencia en lo material y en lo espiritual.
Está claro que no hablamos de un Estado colonizado por intereses y poblado de intermediarios predadores, sino de un Estado Nacional competente y apto para crear las condiciones necesarias para promover el despliegue de capacidades latentes en el conjunto social.
Capacidades que terminan diluyéndose, entre otras consecuencias, con la fuga al exterior de no pocos de nuestros mejores cuadros y especialistas. En esa fragmentación vemos cifrado el estancamiento argentino. Apuntemos que también existe el “exilio interior”, gente muy capaz que no emigra pero que tampoco logra desenvolver en el país todas sus aptitudes y no porque se trate de minusválidos o perezosos…
Ideología y poder son una yunta peligrosa porque aquella hace el trabajo sucio de este último. Recordemos que los prejuicios inconfesables que atesoramos en lo más íntimo de nuestras mentes y corazones no suelen ser originales y están enquistados de tal modo que no es posible removerlos fácilmente, en parte porque no los tenemos a la vista y el entrenamiento autocrítico es una tarea compleja que no empieza sino cuando se toma conciencia de su necesidad.
Como guía práctica podemos sugerir que, en la perspectiva del bien común cada certeza debe ser verificada, porque lo que fue cierto ayer puede no serlo hoy. Y tampoco sirve Cambalache cuando dice que todo es igual, nada es mejor.