La nueva versión del superhéroe más famoso es una crítica política corrosiva del (des)orden mundial en tiempos de hegemonía tecno-financiera.
Si usted va al cine a ver Superman se va a llevar una sorpresa.
Tiene que estar atento. Porque este Kal-El (el nombre kriptoneano de Clark Kent) y su novia Luisa Lane, discuten sobre el derecho internacional avasallado por el unilateralismo de Estados Unidos bajo dominio de corporaciones info-militares, la soberanía nacional en tiempos de capitalismo de plataformas, la posverdad, la construcción/destrucción reputacional de líderes y el respaldo norteamericano a Israel y su genocidio en Gaza.
¡¿What?!
No estoy loco. Un niño podrá entretenerse con este Superman lleno de artificios y de guiños cinéfilos. Pero el mensaje corrosivo que le está ganado al film críticas geopolíticas, es su tenor políticamente muy incorrecto, de corte humanista-justicialista.
En su primera semana en cartelera la película dirigida por el ‘enfant terrible’ James Gunn recaudó 125 millones de dólares, convirtiéndose así en la tercera película más taquillera de 2025.
Está protagonizada por David Corenswet como el Hombre de Acero, junto a Rachel Brosnahan (Lois Lane) y Nicholas Hoult como un Lex Luthor tecno-oligarca. Bradley Cooper aparece en el papel de Jor-El, padre biológico de Kal-El, inmortalizado en la versión de 1978 nada menos que por Marlon Brando.
Esta Superman fue mal recibida por la nebulosa trumpista MAGA (Make America Great Again). La acusan de ser “woke”. Y esto a pesar de que el jefe, Donald Trump, posteó una imagen de él mismo como Superman el día del estreno desde la cuenta oficial de la Casa Blanca. Evidentemente no había visto la peli aún.
Sin pompa, el Superman de Gunn es una toma de posición de la cultura pop en la batalla del humanismo contra la crueldad paleo-liberal. Actualiza la alegoría del otro, a veces marciano, a veces robot (el Dr. Spok de Viaje a las Estrellas o Terminator 2…) que es más humanista que los humanos. Lo viejo, funciona también aquí.
Hollywood Reporter lo pone clarito en su edición del 14 de julio: “… la adaptación de James Gunn del clásico cómic de DC, ese es el mayor superpoder del personaje. No la fuerza. Ni la velocidad. Ni la visión de rayos X. Sino la decencia, la empatía y… esa otra cosa que los estadounidenses solían admirar. ¿Qué era? Ah, sí: la bondad”.
De todas formas la película no se pretende panfleto. Es entretenimiento. Como cuando Superman, cansado y algo estropeado va a ver a su novia conflictuado porque no halla al súper-perro (Krypto) que el villano Lex Luthor tiene secuestrado y sometido a vejámenes, mientras, por la ventana, otros “meta-humanos”, se encargan en segundo plano de combatir a una mega pulga aérea. O como cuando concede una entrevista a Luisa y empieza a hablar en tercera persona de si mismo… como Maradona. “Superman no tiene tiempo para selfies”, dice.
Superman está llena de ingenio, con mensajes para un público cultivado punk y gore.
Hay política en la estética de esta Superman. En los calzones rojos por fuera de la calza azul, modelo vintage más cercano a la Serie de TV de los años 50. Este film dialoga con aquel eternizado por el gran Christopher Reeve (de quien hay que volver a ver “Trampa Mortal”).
Pero la traza más insurgente de esta película es el tributo del director a sus orígenes artísticos: la productora Troma. Y aquí hay que hacer un desvío. Porque si no, no se entiende.
Pocos lectores sabrán de qué se trata Troma. Pues es una de las claves para entender a este Superman irreverente.
La biografía de Gunn indica que se inició en esta productora de films ultra transgresores. Es la marca de “El Vengador Tóxico”, censurada y jamás estrenada en cines en Argentina. Gunn escribió para Troma “Tromeo y Julieta” una curiosa revisión gore, incestuosa y de inmejorable mal gusto del clásico shakespereano. El prólogo, escrito y recitado en inglés medieval, a cargo -nada menos- que de Lemmy Kilmister, el vocalista y líder de Motörhed.
Aquí hay marcas estilizadas del origen deliberadamente revulsivo y punk de Gunn. En otra de sus películas, “Slither”, que figura en la lista de las 50 mejores películas de terror de la calificadora Rotten Tomatoes, Gunn despliega más abiertamente sus influencias de Troma y de Cronenberg.
Pues de todo eso hay trazas en Superman. Indicios no meramente decorativos, aunque visualmente impactantes, de una crítica filosa a la indolencia global en torno a la crueldad desatada sobre civiles palestinos por las fuerzas israelíes -al menos- desde hace dos años.
El Super Justicialista
Hay acción en Superman. Hay catástrofes espectaculares, hay amor, hay suspense y … hay justicia.
Lex Luthor es el CEO de una corporación que maneja los hilos de la diplomacia norteamericana y vende armas masivamente y a precio casi regalado a Boravia (¿lobby de Israel?). Es un híbrido de Elon Musk y la calvicie de Jeff Bezos.
Las equivalencias entre la matriz anti-democrática de la presente etapa del desarrollo capitalista, con una concentración de riqueza y una capacidad de influir inédita de los mil millonarios, y la trama de Superman, no son casuales. El plan de exterminio y colonización de Gaza y Cisjordania, es el del tirano rusófono de Boravia, títere del oligarca Lex Luthor y aliado de EEUU, que descarta impávidamente vidas humanas inocentes y novias. A éstas y otros los encarcela en celdas de un “pocket universe”, metáfora del Metaverso de Mark Zuckerberg y de las prisiones instaladas en los no-lugares de Guatánamo y El Salvador, adonde se lleva a la gente a desaparecer en la realidad.
En la trama, el Superman humanista no podía permitir que se produjera el genocidio prometido por el tirano de Boravia (¿Putin-Netaniahu?) que se propone invadir a sangre y fuego al vecino Jarhanfur (Ucrania-Palestina).
Detrás de esta guerra de colonización se encuentra el siniestro Luthor que quiere apropiarse de Jarhanfur para realizar un programa muy parecido al proyecto de urbanización pos-Gaza que Trump y Netaniahu encomendaron al ex primer ministro británico laborista, Tony Blair.
Tampoco es casualidad que Estados Unidos ficcional, aliado del tirano genocida pretenda a cambio del oro y el petróleo de Jarhanfur-Irán-Palestina. Resuena a los deals de minerales con Ucrania.
Para la lectura más hollywoodense, Luthor envidia a Superman y lo quiere muerto. Por eso lo clona. Y con el recurso a la IA, anticipa todas sus movidas. Aplica el modelo de negocios que la economista Shoshana Zuboff llama Capitalismo de la Vigilancia, para predecir conductas y modificarlas con finalidad de generar renta. En este caso, a los beneficios de la concentración de capital y de recursos naturales de Oriente Medio, se le agrega el odio que le tiene a Superman por ser un alienígena.
La otredad del migrante, que en el film termina siendo más humano que el avaricioso ‘billonaire’ Lex Luthor.
La escena de la entrevista entre Luisa y Superman es reveladora de esta tensión entre el racionalismo humanista y el cálculo belicista. Resulta difícil desafectar a la actriz Rachel Brosnahan de la prostituta Rachel de destino tan fatal como su atractivo en “House of Cards” (2013) o de la stand-upista de “La Maravillosa Sra. Maisel” (2017).
Superman le confiesa “on-the-record” que, luego de evitar que el poderoso ejército de Borovia masacre a los civiles de Jarhanfur, él se llevó al dictador boroviano al medio del desierto y lo apoyó contra un cactus para advertirle que si volvía a intentarlo, se las volvería a ver con él.
“Tortura” le responde desde la lógica pura, Luisa. “Ingresaste ilegalmente a un país, insertándote en el medio de una situación geopolítica increíblemente caliente, tomando partida por una nación, Jarhanfur, que históricamente no ha sido amiga de nadie (Superman la interrumpe: “Jarhanfur ha cambiado”), en contra de una nación que técnicamente es una aliada nuestra y amenazando de muerte a su jefe de Estado”.
Antes del final, feliz, como debe ser una peli de Superman, pasa de todo. El mundo en riesgo, el Hombre de Acero invadido por microrobots del estilo de los chips que desarrolla e implanta la empresa Neuralink de Elon Musk en los cerebros. Hay una “Banda de la Justicia” que incluye a unos meta-humanos que trabajan para corporaciones y no son alienígenas, aunque tienen simpatía por el protagonista. Lex Luthor tiene un call center de simios conectados a internet posteando consignas difamatorias, al mejor estilo granjas de trolls libertarios. Los medios levantan y aplastan a los ídolos sin piedad ni reflexión.
En fin. Esta ficción con tintes punks, humanistas y anticolonialistas se ha colado con éxito de taquilla y ofrece una esperanza imaginaria de que al menos Superman, ya que no la ONU, ni las democracias, ni las sociedades civilizadas, llegará a tiempo para interponer su cuerpo al de los niños que erigen banderas en el desierto, contra la rutina criminal del ejército de Israel. Me quedo con la ilusión de un Super justicialista.