Julia Mengolini: “Se les fue de las manos y rompieron el juguete”

Hay entrevistas que no son meros intercambios de preguntas y respuestas, sino intervenciones político-comunicacionales. Conversar con alguien que ha sido blanco de una campaña de hostigamiento sistemático es, también, poner en evidencia cómo operan hoy las nuevas formas de disciplinamiento social. Y cómo pueden perder eficacia según la respuesta.

En tiempos en que las redes digitales amplifican el odio y los medios de comunicación legitiman discursos que antes eran impensables en la arena pública, los ataques dejan de ser casos aislados para convertirse en estrategias estructurales. La violencia simbólica no es un daño colateral: es un mecanismo de control que busca callar voces, borrar trayectorias y redefinir los límites de lo decible.

Por eso esta charla con Julia Mengolini no se queda solo en su experiencia personal, aunque parte de ella. Avanza sobre la arquitectura del odio, desentraña cómo se articulan trolls, algoritmos, medios y poder político para producir miedo y deshumanizar. Y nos obliga a preguntarnos por la democracia misma: ¿qué ocurre cuando el Estado se convierte en reproductor —y hasta protagonista— de esas operaciones?

–En ocasiones mencionaste que el cuerpo reacciona ante la violencia. ¿Cómo vivís cotidianamente la sensación de estar bajo ataque? ¿Qué lugar ocupa el miedo en esta experiencia?

–Me fui dando cuenta de a poco que me pasaba algo en el cuerpo. No es que uno tiene la respuesta ensayada, pero hay momentos en los que el cuerpo habla por uno. Recuerdo especialmente una charla con Ernesto Tenenbaum. Él se había quejado de unas pintadas frente a la casa de Gustavo Noriega. Y yo le dije: “¿Sabés lo que me pasa con los tuits de Noriega?”. Le conté que cada tanto me cruzo con alguno y que, aunque me intente hacer la indiferente, a veces no puedo. Uno de esos tuits se burlaba de mi hija. Y ahí tuve una reacción física muy clara. Me agarró una angustia en la panza, que subió al pecho, se me cerró la garganta y se me llenaron los ojos de lágrimas. Es una mezcla de cosas: enojo, impotencia, tristeza. Todo eso se manifestó de golpe, como si alguien me hubiera pegado. Fue tan gráfico que me acuerdo de contárselo a Tenenbaum con detalles, como si pudiera explicarlo físicamente: desde el estómago a la garganta, y de ahí al llanto. En otra ocasión estaba al aire en la radio, me crucé con un tuit de Noriega en plena transmisión y me costó seguir. Sentí algo parecido a una trompada. Te descoloca, te desconcentra.

–¿Por qué haces referencia a una “trompada”?

–Porque no es algo que quede en el nivel simbólico: se mete en el cuerpo. Y esto se potenció enormemente con la última operación, donde circularon videos pornográficos, creados con inteligencia artificial, que insinuaban una relación incestuosa con mi hermano. Al principio me pareció tan delirante que no me afectó. Pensé: “Esto es tan ridículo que ni siquiera duele”. Pero pasaron unos diez días y los videos seguían circulando. Empezaron a llegar amenazas por Telegram, Instagram, mails personales. Era como si ya no bastara con lo que pasaba en Twitter: tenían que asegurarse de que yo lo viera en todos mis espacios íntimos. Ya no era solamente el daño público: había una estrategia de ataque sostenido y personalizado. Ahí fue cuando el presidente se sumó y me dedicó, en un solo fin de semana, más de 90 tuits.

–¿Qué provocó en vos el hecho de que el presidente Javier Milei se incorporara a la operación?

–Esa amplificación por parte del propio Estado es otra escala de violencia. Es como una señal para que todo el aparato se habilite: trolls, cuentas falsas, seguidores radicalizados. A ese nivel, es difícil diferenciar qué amenaza viene de una cuenta anónima y cuál de una persona real que podría pasar al acto. Muchas veces veo cuentas con cero publicaciones, perfiles falsos. Pero otras veces entro y veo nombres, apellidos, personas con historia que simplemente creen que yo merezco lo peor. Y eso es lo que más me impresiona: cómo se construyó un consenso de odio que permite justificar cualquier cosa. El relato es “sabemos que esto está mal, que los videos son falsos, que es una perversión, pero ella se lo merece”. Y ahí me doy cuenta de que esta campaña es el resultado de una estrategia más larga de deshumanización que lleva más de diez años. Una década de ser tratada como objeto de burla, de odio, de desprecio. Y cuando llega algo tan extremo como esta operación con inteligencia artificial, la sociedad ya está lista para aceptarlo como castigo merecido.

–¿Qué cambia cuando se hace pública esta campaña? ¿Sirve visibilizarla?

–No tengo la certeza de qué va a pasar a partir de ahora. Lo que sí sé es que hoy me siento más fuerte. Quizás porque ya no hay mucho más que puedan hacerme. Me atacaron con todo, y ese “todo” fue tan desmesurado que dejó al descubierto la lógica persecutoria. Siento que se les fue de las manos y que, en cierto modo, rompieron el juguete. Ahora cualquier otra operación pierde eficacia. Digan lo que digan, ya se vuelve grotesco. El fin de semana que se viralizó todo, lo único que me protegió fue el apoyo. Y no me refiero solo a mi círculo cercano, sino a un respaldo mucho más amplio. Gente que no me banca, que no comulga conmigo ideológicamente, salió a decir: “Esto no se hace”. Eso fue inédito. Durante años, cuando me atacaban en redes, nadie salía a defenderme. Porque está instalado que lo virtual no es real. Porque salir a defender a alguien en Twitter es meterse en el barro, porque nadie quiere ligar el rebote. Pero esta vez fue diferente.

-¿En qué notas la diferencia?

–En el hecho de que incluso el juez que atiende mi denuncia entendió que esto no era menor y, por eso, me dio una custodia permanente. También me pasó algo revelador con Malena Pichot. Cuando le conté lo que estaba pasando, su primera reacción fue minimizarlo: “Eso pasa en la burbuja de ellos”. Y yo pensé: “Me están torturando en esta habitación. Que vos no estés adentro no significa que no sea real”. Esa imagen me quedó sellada. Porque eso es lo que pasa: nos torturan en habitaciones digitales que los demás no ven, pero el daño existe igual. Y cuando vi que mucha gente rompía esa indiferencia, sentí un alivio. No solo físico. También político. Como si se estuviera empezando a entender que hay una línea que no se puede cruzar, porque estamos todos en peligro.

–Muchos creen que estas campañas “quedan en las redes”. ¿Qué impacto real tienen sobre la sociedad? ¿Cuán performativos son estos ataques y en qué medida se conectan la comunicación y la política?

–No queda en Twitter. Esa idea es falsa y peligrosa. Twitter se articula con los grandes medios. Lo que empieza en redes termina en la tele, en los portales, en la radio. En mi caso, pasó muchas veces. El recorte de que “Mengolini no llevó a su hija al teatro” llegó a la televisión, y desde ahí a millones de personas que jamás pisaron una red social.

De pronto, soy una mala madre para alguien que me conoce solo por una edición mediática. Me pasó de prender la radio y escuchar que dicen “todos contentos con la selección, menos Mengolini”. Y otra vez se instalan una imagen llena de etiquetas que circulan por distintos circuitos, pero que tienen origen en la red. Lo que se viraliza ahí, se legitima en los medios.

–¿Cómo se articula esa maquinaria? Mencionás trolls, bots, periodistas afines y al propio Presidente. ¿Qué papel juegan los grandes medios en esta dinámica? ¿Hay diferencias entre quienes reproducen el odio como estrategia y quienes lo hacen casi sin darse cuenta?

–Es una combinación. Por un lado, tenés el núcleo duro: trolls organizados, granjas de bots, cuentas que responden a sectores políticos. Y por otro, la banalidad del mal: gente que reproduce la lógica sin pensar, porque es parte del show. Antes de esta última operación, ya me venían hiriendo con recortes televisivos constantes. Un día no aguanté más y empecé a llamar. Hablé con Beto Casella, le dije: “No sé qué tenés conmigo, pero la estoy pasando mal. Tengo miedo”. Su respuesta me sorprendió: “No sabía que te dolía, me siento culpable. No hablamos más de vos”. Eso me hizo entender que muchos no dimensionan lo que provocan. Lo mismo me pasó con Baby Etchecopar. Le conté que me llegaban amenazas que decían “anoche lo vi a Baby”. Me escuchó llorar. Creo que no se imaginaba que yo podía llorar. Lo llamé a Rodrigo Lussich, que siempre me defendía al aire. Pero le dije: “No importa que me banques. No me pongas más en agenda, no me expongas”. Me di cuenta de que tenía que hacer ese trabajo artesanal. Ir uno por uno y decirles: “Me están lastimando”. Dos semanas después vino lo peor. Yo ya sentía que algo grave se estaba gestando.

–¿Por qué creés que te eligieron como blanco? ¿Cómo se hace para dejar de pensar esta campaña -que televisivamente se presenta como una agresión individual- y tomar conciencia de que puede tener un alcance general para convertirse en una amenaza colectiva?

–No es algo personal. Es lo que represento. El objetivo es disciplinar. Y lo que hacen conmigo funciona como mensaje para otros. Cuando me denuncian penalmente por hacer una cobertura en el Garrahan, buscan que nadie más se anime a hacer lo mismo. No se trata solo de mí. El daño va más allá. Rompe las reglas mínimas de respeto que hacen posible una conversación democrática. Por eso respondí con una denuncia penal. Para dejar asentado que esto, además de cruel, puede ser ilegal. No estamos discutiendo ideas. Esto no es política: es tortura. Y así como alguna vez se prohibió la tortura en las guerras, necesitamos prohibirla en la arena digital. Hay que poner reglas. Hay que decir: esto no se hace.

–¿Cómo resistir la violencia simbólica sin caer en la lógica binaria de polarización que quieren instalar, y que es políticamente efectiva? Y, al mismo tiempo, ¿cómo te imaginás que dentro de esas reglas de consenso quepa algún nivel de responsabilización de las plataformas?

–Hay que encontrar otra salida. Porque lo que buscan es encerrarte en esa lógica amigo-enemigo. Pero también hay que poner límites. Twitter, antes de Elon Musk, tenía reglas. Y eso demuestra que no es utópico. Se puede regular. Estamos frente a poderes desbordados. Plataformas globales, dueños multimillonarios, algoritmos que moldean. Eso no es compatible con la vida democrática. Y como pasó después de la Segunda Guerra Mundial, tal vez necesitemos otro pacto. Un momento donde digamos: “Hasta acá”. Y pongamos reglas.

–¿Desde dónde empezar a regular?

–Quizás el punto de partida sea lo más básico: los niños. ¿Queremos que nuestros hijos tengan redes sociales a los 10, 12 años? ¿Que entren a un espacio donde puede haber violencia, pornografía, amenazas? Esa pregunta te interpela, aunque seas de derecha. Porque todos queremos cuidar a nuestros hijos. Algunos países ya empezaron a regular. Por ahí se empieza, desde ese consenso mínimo. Porque si advertimos que lo que está en juego es la salud mental de los adolescentes, vamos a entender que esto es regulable. No es ciencia ficción.

–¿Cómo se construye una resistencia colectiva?

Si esta historia sirve de algo, es por el apoyo que recibí. Sin ese respaldo, no habría podido ni siquiera salir a explicar lo que me estaba pasando. Y eso tiene que multiplicarse. Tiene que dejar de ser una causa personal para convertirse en una causa común. No porque yo sea especial, sino porque esto le puede pasar a cualquiera. El poder arbitrario es un riesgo para todos. Y aunque suene duro, creo que el extremismo de Milei ayudó a que se viera con claridad. Porque muchos de los que se solidarizaron con esta campaña, también fueron atacados por él. Entonces entienden de qué hablo. Y si no entendemos que estamos todos en peligro, no hay salida. El uso de inteligencia artificial para fabricar fake news, videos, operaciones… seguirá creciendo. Y si no ponemos reglas, la violencia se va a perfeccionar. Por eso necesitamos hacer algo ahora. Antes de que sea demasiado tarde.

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