Fiscal federal con larguísima experiencia, sobre todo en juicios de lesa humanidad y violencia institucional, Félix Crous es un buen observador del Poder Judicial, de la Justicia y de los jueces. Para contestar la pregunta del título lo convocó Perspectiva Sur, un núcleo de dirigentes peronistas donde entre otros revistan Carlos Montero y Guillermo Oliveri. Aquí se transcribe la exposición completa. Un verdadero documento para discutir, por supuesto, sin optimismo bobo.
Cuando Carlos Montero me comentó el título de este encuentro, resultó una provocación interesante para mí: «Cuando volvamos, ¿qué haremos con los jueces?» Primero quisiera recordar los días posteriores al triunfo de Mauricio Macri, ese político incombustible que muchos creían acabado. En aquellos tiempos se cantaba «Vamos a volver», lo cual finalmente ocurrió… pero volvimos desperdiciando oportunidades importantes.
Parece ser una constante: cuando se tienen seis tiros en el tambor y se fallan cinco, ya no se recuperan los seis iniciales. Por eso surge la pregunta inevitable: ¿realmente vamos a volver? Otra cuestión igualmente crucial es definir quiénes regresarán o quiénes seremos parte de ese retorno. Me incluyo al usar la primera persona del plural. Esta reflexión es esencial aunque pueda cerrar muchas conversaciones apenas iniciadas. Simulemos por momentos optimismo colectivo y digamos con fe: «Vamos a volver». Sin embargo, sabemos que hay males que pueden extenderse durante un siglo o más. Incluso podrían haber estado afectando nuestra historia desde hace generaciones sin que lo percibiéramos plenamente. Entonces llegamos al punto clave: ¿cómo manejaremos a los jueces y qué haremos con las leyes si volvemos? Si imaginamos un regreso impulsado por un movimiento populista—y utilizo estas palabras con intencionalidad—hay que evaluar su estructura organizativa. Personalmente no creo del todo en movimientismos ni en otras formas populistas sin una organización sólida detrás. Pero reconozco que hoy vivimos en una realidad donde el peronismo sigue siendo una alternativa posible de poder político—si éste logra sostenerse ante escenarios adversos como la reciente conformación de la Liga de Gobernadores, un antecedente del viejo Partido Autonomista Nacional—algo que no deberíamos tomar tan a la ligera.
Una visión idealizada
En nuestra juventud, como cuentan que ocurrió durante la presidencia de la Corte Suprema con Antonio Bermejo, ministro entre 1905 y 1929, el juez era una figura revestida de una reverencia impresionante. Se hablaba de un «temor reverencial», un respeto profundo hacia quien ejercía esa función.
Es interesante analizar cómo comenzó esta visión idealizada hacia uno de los poderes del Estado. Se impulsó un pensamiento institucionalista que atribuía al poder judicial una serie de virtudes incuestionables, ignorando que, ya desde la Revolución Francesa, los tribunales habían sido bastiones del antiguo régimen, representando más resistencia que cambio. Los artistas franceses, incluso, lo retrataron satíricamente: mostraban magistrados con togas manchadas tras banquetes desbordantes y fiestas excesivas. Aquí también nos hemos visto obligados a ocultar el cinismo mientras sosteníamos esa idea del «poder justo», hasta que la realidad evidenció lo contrario: no es viable sostener esa ilusión indefinidamente. Sin embargo, necesitamos creer en algún tipo de entidad superior que restablezca el orden cuando percibimos que ha sido fracturado, especialmente cuando nos afecta directamente.
Quienes creen en Dios acudirán a Él, quienes no creen buscarán respuestas en el psicoanálisis y quienes descrean de ambas opciones apelarán a las instituciones. Son tres formas distintas de refugiarse ante el fracaso, aunque podemos admitir que Dios ha demostrado tener mayor permanencia histórica. Ahora bien, ya no tiene sentido seguir diagnosticando. Hemos hablado suficiente sobre por qué y cómo se encuentra el poder judicial en este estado. Si alguien quiso sintetizar este asunto, basta recordar aquel episodio en el Senado de Estados Unidos, específicamente en el Comité de Relaciones Exteriores, cuando el embajador designado, el señor Lamelas (un apellido nada menos que simbólico) nos dejó muy en claro cuál es la misión que se está llevando a cabo aquí en las colonias del sur. Esto ya había sido insinuado anteriormente por otro embajador, Edward Prado, que no era diplomático de carrera sino abogado y exjuez de Texas.
En esa ocasión, Prado dejó claro que venía con el objetivo de ayudar al poder judicial a cumplir las funciones que históricamente se atribuyen a esa institución en todos los países del mundo, y aún más en los nuestros, situados en la periferia global. Sin embargo, esta vez, con la candidatura de Lamelas en el Senado, la declaración fue mucho más específica y detallada. Le puso nombre y apellido a las intenciones: contribuir activamente a que el kirchnerismo no vuelva al poder, asegurar que Cristina Fernández continúe detenida, apropiarse de los recursos naturales de Argentina y consolidar este enclave geoestratégico tan relevante para sus intereses.
También busca Lamelas mantener al Estado Nación y a las provincias, o «estados subnacionales» como prefieren denominarlos los politólogos, alejados de cualquier tipo de acercamiento con China, esa potencia que avanza a un ritmo vertiginoso.
Intereses hemisféricos
Con todo esto dicho, ya no quedan dudas sobre el diagnóstico de la situación. Ahora sabemos con total claridad cuál es el papel que se le asigna al poder judicial, especialmente porque esta vez lo ha explicitado directamente la Embajada de Estados Unidos. No es que lo estén haciendo únicamente porque lo diga la embajada, pero resulta significativo que sea señalado públicamente por primera vez. Basta con revisar publicaciones como Infobae cada 4 de julio para entender que esto no es algo achacable únicamente a Clarín o al macrismo. Las subordinaciones, o los alineamientos, como diría Milei, de los sectores concentrados garantizan que las decisiones más trascendentales del poder judicial respondan a intereses hemisféricos. Esa es la lógica según la cual Estados Unidos divide el mundo: nosotros quedamos en el sur, ellos en el norte, pero siempre del mismo lado estratégico que les conviene.
Parece que me encuentro hablando ante un público mayoritariamente peronista, así que buscaré ecumenizar mi discurso para que mantenga un equilibrio en su terminología. En esencia, cuando ciertas formaciones sociales o sectores quedan subordinados a otros, el papel del Poder Judicial, ya sea consciente o inconscientemente—y subrayo este punto—todo se orienta hacia garantizar que esa hegemonía permanezca intacta, funcionando como el último resguardo de estabilidad. Y cuando este rol de garante no se ve suficiente, pues bien, se recurre a métodos más extremos, como el conocido caso de los vuelos de la muerte. Sin embargo, mientras estas acciones tan drásticas no sean estrictamente necesarias, el sistema suele valerse de jueces y policías para contener, aunque parcialmente, la violencia estatal contra las clases subalternas o marginalizadas.
Creo que este tipo de dinámicas son bastante evidentes. En este contexto, cabe destacar algo reciente: el lanzamiento del podcast del ministro de la Corte Suprema Ricardo Lorenzetti, anunciado por Infobae. Me resulta significativo como un síntoma curioso dentro del amplio fenómeno relacionado con el Poder Judicial. Este episodio refleja cierta tendencia según la cual los jueces se perciben a sí mismos como figuras capaces de opinar sobre cualquier tema. Una especie de autoconcepto renacentista que mezcla sabiduría multidisciplinaria con motivación por el poder, pero en un estilo más monárquico que republicano. Esto contrasta fuertemente con aquella época en la que los jueces hablaban únicamente a través de sus sentencias, una práctica quizás más discreta pero que, paradójicamente, muchos añoramos.
Qué dice la historia
Ahora bien, supongamos un escenario hipotético: imaginen que una fuerza popular logra ganar las elecciones. Incluso pensemos que las gana con amplia ventaja, representada por algún líder de un partido popular que tiene muy clara su estrategia. No solo sabe lo que debe hacer, sino también cómo proceder frente a las leyes y los jueces, además del compromiso para llevarlo a cabo. Ya es mucho imaginar este panorama, pero supongamos por un momento que ocurre. A partir de ahí, hagamos un repaso breve de nuestra historia reciente. Desde la dictadura militar hasta hoy—que en una cronología histórica es casi un instante—podemos observar múltiples patrones.
Cuando la dictadura toma el poder el 24 de marzo de 1976, lo hace con una estructura normativa previamente diseñada y planificada cuidadosamente por think tanks. Estas usinas intelectuales prepararon directrices estratégicas para consolidar el golpe militar y disfrazar su accionar bajo el pretexto de combatir la «subversión». En menos de un mes desde su instalación, la dictadura ya había promulgado una serie de leyes emblemáticas: desde la Ley de Prescindibilidad hasta la ilegalización de partidos políticos y prohibición de sindicatos. Esta batería legislativa surgió del trabajo minucioso y calculado realizado por abogados que han mantenido una influencia significativa, siendo este mismo grupo o sus descendientes parte del Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires, que no debe confundirse con el Colegio Público, ha estado históricamente integrado por profesionales y sus descendientes que han representado principalmente los intereses de grandes empresas. En otro tiempo, se conocían como los abogados conservadores o ultracatólicos.
Conviene recordar que este colegio agrupa a los principales estudios jurídicos relacionados con corporaciones influyentes en Argentina, un dato relevante para entender ciertos procesos históricos. En términos normativos, aunque no siempre en forma de legislación formal, podemos mencionar el célebre discurso de Martínez de Hoz en abril de 1976, en el que expone con precisión los objetivos que la dictadura se proponía garantizar mediante su paquete de leyes y acciones. Este nivel de planificación organizada marcó el inicio de una prolija consolidación del poder por parte del régimen.
Dicha prolijidad también fue característica del menemismo. Este gobierno optó, tras estabilizar mínimamente la situación económica luego de los primeros fracasos de representantes de grupos económicos como Techint y Bunge & Born en el Ministerio de Economía, por adoptar una estrategia directa. Compró un esquema preconcebido por grandes estudios jurídicos. De entre ellos se destaca el administrativista Roberto Dromi como paradigma en la elaboración de leyes que favorecieron privatizaciones bajo el modelo de la iniciativa privada. Dicho modelo otorgaba ventajas a quienes plantearan propuestas para privatizar servicios o bienes públicos. Asimismo, se implementaron otras normativas que afectaron negativamente los derechos laborales, acciones iniciadas por la dictadura y nunca completamente reparadas. También se sumó la famosa ley de convertibilidad, parcialmente derogada solo en tiempos recientes mediante el decreto de necesidad y urgencia 70 de 2023, junto con modificaciones introducidas en la última ley de alquileres, especialmente en lo referido a la previsión de indexación con impacto en modelos inflacionarios.
El macrismo continuó la tradición. Llegó al poder con un paquete de leyes previamente diseñado, aunque con menor organización comparada a los antecedentes mencionados. Si bien hubo trabajos previos liderados por reconocidos estudios jurídicos para delinear sus objetivos, las acciones del macrismo fueron marcadas por cierta precipitación e improvisación. Entre los ejemplos notorios figura el intento de establecer la ley de derribo, utilizando vías no legales al dictar un decreto que redefinía atribuciones para las fuerzas de seguridad. Dicho decreto erróneamente citaba reglas temporales de empeñamiento utilizadas en contextos específicos, como en la cumbre del Mercosur en Paraná. Estas normas relacionadas con operaciones militares temporales durante aquella reunión fueron tomadas como si estuvieran vigentes y aplicadas erróneamente. La falta de meticulosidad quedó evidenciada en la construcción normativa del macrismo antes de perder las elecciones.
El Gobierno de Alberto Fernández
Finalmente, este último capítulo político nos lleva al gobierno revolucionario más reciente, el que asumió en 2019. A diferencia de los anteriores que llegaron al poder con estructuras legales preconfiguradas, este gobierno asumió sin un marco legal previamente armado. Aquí es donde se abre una nueva fase sin esa tradición normativa consolidada que caracterizó a sus antecesores.
Varios de los fuimos convocados como funcionarios no éramos los únicos interesados en estos temas, pero tampoco conseguimos generar una masa crítica específica ni fuimos llamados de manera formal para abordar este tipo de asuntos. Este punto, aunque puede considerarse lateral, no deja de ser relevante. Cuando finalmente llegamos al escenario en cuestión, nos dimos cuenta, casi desde el comienzo, que no había ninguna intención real de impulsar una reforma judicial. No existía una ley específica planteada por el gobierno ni una propuesta adecuada para abordar este tema tan crucial. Apenas se modificaron algunas leyes de carácter organizativo del Estado, como la ley de ministerios, algo que prácticamente todos los gobiernos hacen al inicio de su gestión para ajustar el organigrama y redistribuir competencias.
Sin embargo, respecto a la justicia, simplemente no se hizo nada. Conforme avanzaron los meses y acumulamos más tiempo, quedó aún más claro este desinterés.
Indiferencia
Por mi labor profesional, mantenía contacto directo con el Ministerio de Justicia. Aunque era funcionario dependiente de la Presidencia de la Nación como titular de la Oficina Anticorrupción, tenía cierta conexión con el ministerio debido al manejo del personal y los salarios. Podría profundizar en ese tema, pero me limitaré a comentar que cada vez que intentaba plantear cuestiones relacionadas con la reforma judicial, lo que encontraba no era rechazo explícito sino indiferencia absoluta. Más adelante, comenzaron a surgir reclamos dentro del propio partido gobernante. Se hablaba tímidamente de hacer algo en materia judicial, pero cualquier propuesta que emergía era inmediatamente minimizada o considerada insuficiente. Y ahí se quedó todo, sin avances ni decisiones relevantes.
Como dicen, lamentarse sobre lo perdido no tiene utilidad alguna. Sin embargo, tampoco parece justo cargar toda la culpa sobre Alberto Fernández. En un contexto como ése, parecía que su figura presidencial absorbía todo el desencanto, como si fuera el único responsable en un sistema que tiene múltiples actores y dinámicas. Es cierto que Fernández terminó siendo criticado desde todos los frentes, quizás merecidamente en ciertos aspectos, pero el desgaste constante nos debería llevar a reflexionar sobre cómo quienes realmente ostentan el poder, lo ejercen. Porque al final del día, el verdadero poder está en su ejercicio, tal como señalaba Maquiavelo.
Tomemos el caso de Trump como ejemplo. Desde su primer mandato, tomó la precaución de consolidar una Corte propia que no solo le ofreciera garantías sino que también actuara como una herramienta para blindar su impunidad. Su estrategia fue asegurar que las grandes decisiones judiciales quedaran en manos de instancias superiores y no de tribunales inferiores, algo que en cierta medida tiene lógica ante la figura simbólicamente legitimada por haber sido elegido presidente. Pero Trump llevó esto más allá: se construyó una especie de escudo legal que detuvo procesos claves como los relacionados con la toma del Capitolio o los múltiples casos por abuso sexual. Las imágenes y las críticas seguían circulando, sus opositores demócratas presionaban, pero en la esfera judicial crucial, nada avanzaba. Esto muestra claramente cómo quienes tienen el poder logran moldear incluso los sistemas judiciales para evitar que se conviertan en un obstáculo o enemigo directo.
En este sentido, construir un poder judicial que esté alineado con la estructura del gobierno, aunque pueda parecernos éticamente complejo o cuestionable, parece ser una constante en contextos donde el ejercicio del poder está ligado a garantizar resultados estratégicos para los líderes involucrados.
Y ahora, Trump es presidente nuevamente. Además, se da el lujo de tomar decisiones extremas, como prohibirles el ingreso al país a figuras importantes, incluso de la Corte Suprema de Brasil. En última instancia, demuestra cómo quienes ostentan el poder lo ejercen no solo para gobernar, sino también para moldear un sistema judicial que no actúe como un adversario. Al final, quien tiene el poder también diseña el terreno y establece las reglas bajo las cuales ese poder opera sin contratiempos significativos.
Designaciones fallidas
En nuestro sistema institucional, incluso con las limitaciones y los errores plasmados en la reforma constitucional de 1994, el Poder Ejecutivo conserva ciertas facultades que le otorgan ventaja frente al resto de los poderes del Estado en procesos clave como la designación de jueces. En particular, puede seleccionar cuál de los tres candidatos de una terna será finalmente nombrado. En ese aspecto, aquel «nosotros, que vamos a volver mejores» mantuvo una conducta impecable: siempre designó a quienes terminaron perjudicándolo, mostrando una coherencia absoluta en cada decisión, sin excepciones. De hecho, salvo el caso de Claudio Bonadío, ya fallecido, los jueces que tomaron decisiones adversas contra funcionarios del kirchnerismo fueron elegidos por el propio kirchnerismo.
Este tema da pie para abrir otro debate extenso sobre las razones detrás de estos yerros. Personalmente, tiendo a inclinarme por una explicación simple pero poderosa: la estupidez. Después de todo, el motor de la historia no es la lucha de clases, sino factores menos grandilocuentes como la soberbia, la necedad y la creencia errónea de que nuestra voluntad o criterio tienen un peso transformador sobre el funcionamiento de las instituciones, las cosas o la voluntad de los demás. Por supuesto, esta teoría puede parecer algo simplista, y claramente admite otros matices y contribuciones. No obstante, resulta útil detenernos un instante para reflexionar también sobre el impacto que tuvo la Constitución del 94 en este contexto.
Los recursos del suelo
La Constitución de 1994 introdujo aspectos muy relevantes, destacándose principalmente el llamado bloque de constitucionalidad. Este bloque no solo fortaleció el marco jurídico, sino que también otorgó herramientas valiosas para quienes trabajamos en casos de crímenes de lesa humanidad, permitiendo la reapertura de juicios históricos. Además, facilitó el acceso a ciertos derechos colectivos y la protección de intereses difusos. La Constitución del 94 ha generado un impacto positivo en su ámbito profesional y académico, especialmente mediante la ampliación del abanico de derechos convencionales y las mejoras en derechos de tercera y cuarta generación. Sin embargo, cabe señalar que en el último tramo de su redacción la Constitución incorporó algunos elementos que probablemente merecían un debate más profundo. Uno de los temas controvertidos que resurgen actualmente es la cuestión de las riquezas subyacentes del subsuelo nacional, tema que ha sido puesto en el centro del escenario con señalizaciones provenientes del Comando Sur. En este contexto, la propiedad provincial sobre estos recursos se celebró en su momento como una victoria del federalismo. Sin embargo, este aspecto puede interpretarse como un movimiento alineado con estrategias globales promovidas por Estados Unidos, orientadas hacia la fragmentación territorial para facilitar la extracción y apropiación de recursos naturales. Hemos visto este patrón repetirse en países como Libia, Irak y diversas regiones de Medio Oriente. Algo similar puede ocurrir en América Latina si los estados federales continúan cayendo en esta lógica divisoria. En el caso concreto de América, solamente tres países mantenemos regímenes federales y, lamentablemente, pareciera que solo nosotros hemos caído en esta trampa. México y Brasil han evitado ese destino. La idea subyacente podría asemejarse a la coexistencia de un estado rico como Texas junto a regiones en situaciones críticas, como ciertos países africanos cuyas realidades económicas son profundamente dispares. A esto se suma el problema de una ley de coparticipación congelada desde su diseño en 1988 por la reforma constitucional del 94. Este marco legal perpetúa la imposibilidad de modificar la distribución fiscal, impactando especialmente en la provincia de Buenos Aires, que no puede recuperar los recursos que le corresponden. Esta ley parece diseñada intencionadamente para perjudicar a los bonaerenses con la connivencia política de ciertos sectores. Además, los radicales consiguieron un senador por la minoría con una visión estratégica que parece aceptar una derrota perpetua. Este entramado político ha consolidado una situación de desventaja crónica para el radicalismo y para ciertos sectores del país. Así es como llegamos al presente panorama.
El Consejo de la Magistratura
La cuestión del Consejo de la Magistratura ha sido objeto de múltiples debates en Argentina, y aunque empezó siendo presentada como una solución ideal, su implementación ha generado resultados diversos. Eugenio Zaffaroni ya lo había advertido, señalando que dicha institución puede funcionar de manera efectiva si se estructura correctamente, pero fracasa irremediablemente cuando se organiza mal. Este dilema tuvo precedentes en Italia, y aunque las advertencias fueron ignoradas, la expectativa era que el Consejo ayudara a reducir la discrecionalidad de los senadores y del presidente en la designación de jueces. Sin embargo, es significativo recordar cómo se manejaban las cosas en otro tiempo, cuando figuras históricas como Vicente Saadi y Diolindo Vítel negociaban con madurez política en mesas donde radicales y peronistas se ponían de acuerdo. En aquellos momentos, la designación de jueces tenía un carácter más consensuado y menos corporativo. En contraste, la conformación actual del poder judicial parece haberse deteriorado. El salto hacia abajo que se ha dado con esta supuesta mejor justicia no solo perpetúa la persecución hacia los sectores más vulnerables, sino que también incorpora estrategias de hostigamiento hacia opositores políticos. Además, el sistema corporativo actual otorga un poder inusitado a ciertos actores, como académicos y abogados, en la configuración del poder judicial, algo que no estaba contemplado originalmente. La situación se agrava con decisiones como la tomada por la jueza Servini de Cubría, quien en un fallo estableció que para representar al Senado en el Consejo de la Magistratura era imprescindible ser abogado. Esto generó una clasificación absurda entre senadores «de primera» y «de segunda» en función de su título profesional. Un carpintero puede participar en un jurado, pero un miembro del Consejo no puede intervenir en la elección de jueces si no tiene formación legal, aun siendo senador. Esta incoherencia refleja cómo la autonomización corporativa ha distorsionado el proceso de selección judicial, debilitando cualquier intervención popular sobre el sistema. De hecho, las limitaciones en los mecanismos de elección posteriores han dejado a los movimientos populares sin herramientas para influir en un poder judicial que debería dedicarse a resolver conflictos y no interferir en la gobernabilidad. Desde principios de siglo, se ha impulsado una teoría que define al poder judicial como «contra mayoritario», posicionándolo como una suerte de confederación imaginaria para proteger minorías frente a las mayorías elegidas democráticamente. Este concepto, además de cuestionable, contradice el principio fundamental de democracia: el gobierno del pueblo basado en las decisiones mayoritarias. La problemática radica en cómo estas ideas académicas y teóricas han colonizado profundamente la mentalidad de los operadores judiciales argentinos. Esto lleva a confiar excesivamente en lo que podrían hacer jueces adversarios y a gestionar cuestiones legales a través de negociaciones políticas poco transparentes. Algunos actores incluso han reconocido el fracaso del Consejo de la Magistratura, como Juan Manuel Olmos y Diana Conti en su momento. Diana era conocida por su temperamento, y aunque impulsiva en ocasiones, marcó una postura crítica frente a los errores inherentes al sistema. En resumen, lo que comenzó como una propuesta prometedora para garantizar independencia judicial terminó desviándose hacia dinámicas corporativas y estrategias políticas que han debilitado significativamente la confianza pública en el poder judicial argentino. Esta desconexión entre teoría e implementación debería servir como base para reflexionar sobre cómo reformar el sistema hacia un modelo más inclusivo y representativo.
Cuidado con ciertas novedades
Debemos dejar de pensar que ciertas novedades, presentadas como la última tendencia y traídas con aires de sofisticación en un maletín bajo el influjo del derecho anglosajón, automáticamente se convierten en instituciones virtuosas solo por su origen o novedad. De hecho, su llegada debería despertar más suspicacias que entusiasmo. Hablamos, por ejemplo, del decomiso anticipado de bienes, de las figuras del arrepentido y del agente revelador. Participé como enlace del Congreso de la Nación en los debates sobre estas leyes, y puedo dar fe de que el nivel de discusión era paupérrimo. En ese contexto, cuatro o cinco personas con un conocimiento básico del tema hicieron algunas observaciones, pero lo dejaron pasar. Sin embargo, la amplia mayoría de quienes se expresaron al respecto se opusieron, aunque al final casi nadie los escuchó. Las leyes fueron sancionadas, y los estragos resultantes hablan por sí mismos. Estas herramientas representan un retroceso para nuestras tradiciones judiciales liberales, que históricamente las habían rechazado. Así que, acercándonos al cierre de esta reflexión, quiero proponer una idea para el día en que volvamos —si es que volvemos— y para cuando regresen quienes añoramos que lo hagan. No sabemos quiénes serán, pero imaginemos que son aquellos que queremos que vuelvan, con la esperanza de que retornen mejores. Ojalá no necesariamente mejores, pero al menos no tan peores. La primera reforma judicial que deberíamos priorizar es sencilla: no designar enemigos como jueces. Esta sería una buena práctica inicial. La segunda es igual de esencial: evitar a los obsecuentes a toda costa. He presenciado cómo cualquier oportunista que adulaba durante unas semanas a figuras clave en los ministerios tenía serias probabilidades de ser nombrado juez. Recuerdo casos bochornosos de secretarios de justicia que desconocían por completo el historial o la trayectoria de los jueces que recomendaban; ni siquiera hablo desde un lugar de autoridad intelectual extrema porque no me considero un experto, pero esas personas estaban incluso más desinformadas que yo —y algunos eran más veteranos.
Hubo un tiempo en el que tareas como estas recaían en la SIDE o en operadores judiciales experimentados: talibanes judiciales y jugadores habituales del sistema que, con todas sus fallas, al menos aportaban más control durante las designaciones. En ese entonces era difícil vender humo o seducir con palabras vacías a los ministros de justicia, quienes solían ser gente con experiencia práctica. Por otro lado, es curioso cómo la historia se da la vuelta: conocí al fiscal Luciani cuando era kirchnerista. Es más, conocí a todos los jueces que luego condenaron a Cristina Kirchner siendo también kirchneristas en su momento. Para que conste en la memoria colectiva: les creyeron. Esto me lleva a una conclusión que resume muchas cosas: si algo mueve la historia no es la lucha de clases, sino la estupidez humana. Y con esto cierro otra lección básica e igual de obvia: no nombrar enemigos y no depositar ciegamente confianza en las palabras efímeras. Las palabras pueden volar con el viento; lo que importa es su consistencia y permanencia.
Un desafío monumental
El poder judicial, desde su concepción estructural, parece estar diseñado para perjudicarnos. Por ello, los gobiernos populares enfrentan un desafío monumental, debiendo redoblar, triplicar o incluso multiplicar por diez sus esfuerzos al pensar reformas relacionadas con el sistema judicial para prevenir este tipo de situaciones. Este tema es crucial en la agenda y en la práctica del poder porque, en definitiva, el poder judicial se convierte en el árbitro final de cómo se aplica esa «literatura fantástica» que son las leyes y de cómo se enfrenta la realidad del ejercicio concreto del poder, utilizando dichas leyes y algo más. La reforma judicial se plantea como un acto estratégico, casi como un arte marcial transformado, donde se utiliza la espada desde el lado del filo para golpear con el mango. Es una lógica completamente inversa y desafiante, dado que el sistema original fue diseñado para que otros puedan manejar esa espada por la empuñadura y atacarnos con el filo. Así, al asumir el poder, debemos reconocer que esta estructura, por definición y naturaleza, es adversa y que el objetivo es transformarla en una herramienta útil para gobiernos que contradicen sus propias inclinaciones. El reto radica en mitigar los impactos negativos y neutralizar a este sistema judicial mediante todos los métodos adecuados, sin perder en el camino la esencia del ejercicio del poder. No se trata de pasar a la posteridad como el gobierno más liberal o conciliador, sino de comprender que quienes están alineados con valores liberales suelen elegir efectivamente liberales en una forma que, en el contexto argentino, tiende a inclinarse hacia posturas autoritarias. En otras palabras, los gobiernos populares son los verdaderos defensores del liberalismo político, mientras que los autodenominados gobiernos liberales suelen operar desde un autoritarismo que se vuelca en contra de los sectores populares.
Escribir y no repetir
Nosotros, quienes vamos a volver, deberíamos ya tener preparadas esas herramientas que en realidad no son armas letales ni de destrucción masiva. Son herramientas simples: armas de puño, armas arrojadizas, nada más. Es imprescindible que estén escritas y listas, para no repetir lo de siempre, que comenzamos a reflexionar sobre las cosas cuando ya es demasiado tarde. No después de los tan comentados «100 días de gracia», sino apenas pasados los 10 minutos y medio de indulgencia que los gobiernos populares tienen, especialmente en este país. En esas ocasiones contadas y transitorias en las que logran llegar al poder mediante la democracia representativa, un sistema que, sabemos bien, no fue diseñado para que nosotros gobernáramos. Esa forma de gobierno surgió como una alternativa tras la Revolución Francesa, casi como un mecanismo para evitar que se repitieran movimientos revolucionarios mayores, como la Comuna de París o las revoluciones proletarias. Parece que la Revolución Francesa no fue suficiente y, sin embargo, nuestros cuadros políticos siguen pensando bajo ese paradigmático enfoque burgués. Esta imposición intelectual nos conquistó no solo en el territorio físico, sino también en el terreno de la subjetividad. Nos enseñaron a razonar desde los principios de la burguesía del siglo XVII, diseñados para liberar a esa clase social del pago de tributos a las monarquías y garantizar su propia prosperidad. Sin embargo, nosotros aspiramos a algo más que eso, mucho más. A mi entender, esto constituye una caracterización clara de algunos problemas recurrentes en los que caemos y que resolvemos sin abordar con plena visión de poder. Logramos alcanzar posiciones de autoridad sin una adecuada teoría del Estado o política sólida. Estas son dimensiones fundamentales que algunos pensadores del pasado, como Arturo Sampay y otros líderes históricos, sí cultivaron. Pero hoy, lamentablemente, ninguno de los nuestros posee estas herramientas teóricas ni estratégicas. Ninguno.
No aprendimos de los errores
Cuando nos adentramos en esos terrenos complicados, con zapatos de charol y trajes de seda, simplemente las cosas no funcionan. Honestamente, no tengo grandes expectativas respecto a quienes hoy se perfilan como representantes de fuerzas políticas. No hablo ya de una victoria asegurada, sino siquiera de la capacidad para representarnos en nuestros intereses y anhelos. Y esto aplica también a quienes más confianza me inspiran, quienes desde mi perspectiva tienen una visión más acertada, porque es en ellos en quienes deposito mi confianza. Sin embargo, siento que seguimos tropezando en lo mismo: no hemos aprendido absolutamente nada de los errores, nos quejamos por lo que ya pasó y repetimos obviedades como que los malos son malos y nosotros somos los buenos, algo que parece imposible cuestionar. El problema es que así, incluso si llegáramos a ganar las elecciones mañana, acabaríamos cometiendo los mismos errores.