Algunas reglas de la democracia son simples y obvias: hay que ganar elecciones, si se quiere tener influencia en la vida de las instituciones. La pregunta del millón es cómo. Debemos admitir como regla de oro que la subjetividad es en muy alta proporción consecuencia de las relaciones de producción y por lo tanto hay que cambiar éstas para que cambien aquellas.
Hace ya mucho tiempo que ni siquiera debatimos cómo se eligen los candidatos a ser votados. Eso lo hacen cúpulas dirigenciales de baja o nula renovación periódica, que también se hacen cargo de definir cómo se convoca a los votantes.
Mecanismos tales no son nada estimulantes. Es evidente. Dejemos eso de lado, sin embargo. Analicemos las fórmulas de convocatoria y la probabilidad de éxito que tendrán.
La manera más simple y repetida por más de una generación es vender los candidatos como si fueran un jabón o un paquete turístico. Con sondeos de opinión que se han ido sofisticando, se supone descubrir las principales demandas sociales y se pasa luego a proclamar que se resolverán, a la vez que se busca exhibir los fracasos de los adversarios en atender esas necesidades.
Esos combos se coronan con la demanda de confianza plena en los liderazgos. “Síganme, no los voy a defraudar”: la exitosa consigna menemista de 1989 definió el espíritu de gran parte de las convocatorias hasta el presente.
Por fuera de esos modos marketineros, incluso sin encuadrarse en tiempos electorales, hay acciones políticas más serias y a la vez más voluntaristas, dado su bajo peso relativo, que creen que las propuestas de mejora social, en un tejido tan manipulado y que ha transitado y sigue transitando por senderos frustrantes, deben estar asociadas a cambios que alteren – para bien – las ideas sobre el papel de la comunidad activa; del estado; de las relaciones económicas internacionales; de la inversión extranjera; de la educación, la ciencia y la tecnología, y así siguiendo un largo rato.
En resumen: transformar la estructura de la sociedad.
Y eso no se logra meramente buscando atender las demandas subjetivas que surgen de encuestas, para peor en sociedades que han perdido la costumbre y hasta el derecho de participar en las decisiones.
Ahora bien, ¿qué debe cambiar?
¿Se debe encarar en forma directa la subjetividad de los compatriotas, para que se vean y esencialmente para que vean al otro de una manera diferente?
¿O debemos admitir como regla de oro que la subjetividad es en muy alta proporción consecuencia de las relaciones de producción y por lo tanto hay que cambiar éstas para que cambien aquellas?
Allí se dividen los cauces.
La segunda mirada, la que prioriza las relaciones de producción, es la que creemos conveniente.
Tiene raíz marxista, poniendo en el centro de la escena el vínculo entre el capital y el trabajo asalariado. Sin embargo, para que sea útil en estos tiempos, debe agregar las relaciones al interior de cualquier cadena de valor, en que se multiplican las conexiones entre trabajadores independientes, empresas tradicionales, intermediarios comerciales y financieros, estableciendo hegemonías que son de naturaleza diferente al del obrero asalariado con su contratante.
Allí, la transferencia abusiva de plusvalía es el problema central, incluyendo hasta la apropiación de plusvalía por parte de quienes no agregan valor alguno a la cadena.
Cambiar parte de esas relaciones, que definen la vida productiva y social de todo miembro económicamente activo de la sociedad, es determinante no solo de la calidad de vida a la cual podemos aspirar sino también de la forma en que apreciamos la posibilidad de tener autonomía sobre nuestro destino y el de nuestros descendientes.
No es este el lugar para detalles muy finos, pero la experiencia muestra cómo un simple productor de leche tiene un abanico de escenarios distintos en que planificar su actividad, si dispone o no de la tecnología para procesar la leche a escala de su tambo; si cuenta o no con interlocutores para atender las necesidades de una comunidad cercana; si es dueño de la tierra en que trabaja o si la arrienda; si para acceder a los escenarios más favorables necesita o no coordinar esfuerzos con productores vecinos.
El descubrimiento y refinamiento de los caminos más favorables es tarea propia, pero es totalmente determinante saber si se puede contar con ayuda externa, para pensar, diseñar y ejecutar esos caminos.
Esos dilemas se reproducen en grande o en pequeño en cualquier actividad humana. Está claro para cualquier argentino lúcido que el Estado ha desaparecido como oreja atenta para atender estas cuestiones. No solo para la posibilidad de poner recursos, sino además y principalmente para entender las soluciones.
A lo sumo, se puede aspirar a un crédito, que dejó de ser barato hace generaciones; a una asistencia técnica parcial, una vez que hemos entendido dónde nos aprieta el zapato y en otros frentes puntuales.
Cuando la inercia del sistema económico se mueve desde hace 70 años en contra de las posibilidades de los más débiles, no debería extrañar a nadie que buena parte de la población vea al Estado como una molestia, un adversario y hasta como el causante exclusivo de sus males, por acción o por omisión.
Eso se debe a dos causas convergentes: el ciudadano común cree no poder hacer nada para confrontar con el poder económico y a la vez piensa que el Estado podría ser la única institución capaz de hacerlo.
Aquí reside el nudo de la necesaria transformación del Estado argentino.
Se trata de dejar de ser sólo el ámbito que define y aplica reglamentos de variado tipo para ordenar el funcionamiento social. Agregado a esa tarea compleja y esencial, es necesario configurar espacios de asistencia integral para la integración a la vida productiva y comercial.
Hoy sigue vigente un esquema tal vez válido hace medio siglo, en que se pone el acento en facilitar la educación y el entrenamiento laboral, imaginando que el resto lo resuelve una economía en expansión.
No es así. Y no lo es por tantas razones, que se justifica generar y fortalecer áreas públicas con experticia suficiente para que los compatriotas sientan efectivamente que no solo están contenidos sino que entre todos aparecen las orientaciones que van dando densidad y prosperidad al tejido social.
Por no animarnos a esta tarea, ella desaparece del deber ser de los gobiernos con vocación popular. Con esa ausencia parte también la responsabilidad de contar con cuadros técnicos en el Estado y finalmente terminamos generando estamentos dirigenciales cuya labor es producir slogan vacíos, que si por casualidad adquieren contenido, luego no sabremos cómo cumplir con esos compromisos.
UN CAMINO
Resumo una mirada diferente.
Claro que hay que transformar a fondo el Estado.
En una dirección enteramente diferente de las burdas decisiones de la salvaje ultraderecha.
Debe suceder en planos que pueden ser de manejo impositivo, de asignación de apoyos económicos, de búsqueda intensa de manejo macroeconómico ordenado y de independencia económica. Pero con alcances muy superiores a los temas económico financieros.
Debemos llegar a cada mujer u hombre de trabajo de este país con la convicción que nos están esperando para que les ayudemos a ganarse el pan dignamente con el sudor de su frente y que nuestra colaboración será valiosa. Sector por sector. Lugar por lugar.
Hay mucho camino a recorrer para llegar a esa percepción, pero es imprescindible recorrerlo.