Incluso unido, el peronismo no convoca hoy por sí mismo a la mayoría del electorado. Sólo puede triunfar cuando expresa algo más que su contenido histórico, el cual es indudable y legítimo, aunque todavía se lo resista. Una lectura facilista del reciente resultado electoral en la provincia de Buenos Aires puede inducir a ese error. No pareciera que quienes protagonizaron ese triunfo cayeran en tal confusión puesto que convocaron a todos los sectores y obtuvieron apoyos en esa misma proporción.
El titular del Poder Ejecutivo, Javier Milei, suele repetir ciertas frases que resumen su pensamiento y desnudan su indigencia teórica. Una de ellas, fundamental, es que la Argentina fue un país desarrollado y que dejó de serlo por la aplicación de políticas populistas que lo dañaron e hicieron retroceder.
Sostiene que esas políticas empezaron en 1916 con la gestión yrigoyenista y se ampliaron durante los gobiernos peronistas, entre 1946 y 1955, con reincidencias posteriores. Se trata de una afirmación falsa, desmentida por la historia, pero que repetida como un mantra delata su pretensión de imponerla como “verdad primigenia”. Por eso aún hoy funciona como premisa ideológica disciplinadora de un desorden social que promueve la desigualdad e incrementa la pobreza.
Ya don Hipólito era resistido por los conservadores nostálgicos de “los tiempos de la república” por mostrar preocupaciones sociales. Se le echaba en cara promover al populacho. Ni que hablar, a partir de 1945, con la consolidación de las estructuras sindicales y la mejora de las condiciones de labor que se registraron en el primer peronismo. Para esos sectores, era el peor de los mundos posibles.
Tuvieron su momento de victoria con la Revolución Libertadora en 1955 cuando la relación de fuerzas se les volvió favorable con el debilitamiento de la alianza de clases medias y los sectores más humildes que expresó la administración justicialista.
Y bien que lo aprovecharon para castigar las dirigencias populares, incluso con fusilamientos de militantes y militares que buscaron sin éxito resistir la dictadura que, tras un intento rápidamente abortado de apelar a la amplitud (el “ni vencedores ni vencidos” de Lonardi), persiguió, prohibió y sobre todo tendió un anatema mortal sobre todo intento de justicia social. Dura hasta hoy y se aplica cada vez que llega al gobierno esta visión retrógrada.
El intento de conciliación y reintegración del peronismo a la vida política que propuso el gobierno desarrollista en 1958 fue acosado por sucesivos golpes militares hasta su derrocamiento en marzo de 1962 y con ello se buscó frenar el proyecto de crear condiciones materiales y culturales de una convivencia fructífera para “20 millones de argentinos” como se decía entonces. Ahora somos 47, y todavía seguimos divididos, cuando tenemos que encontrar los elementos comunes y construir sobre ellos.
Ningún gobierno puede ser catalogado como irremediable y absolutamente malo, como dicta cierta visión simplificadora corriente, ya que siempre es posible discernir avances y retrocesos y hacer un balance global, sobre todo cuando se analiza desde la perspectiva del interés nacional. ¿Quién puede negar la importancia de un plan de alfabetización cuando ha caído la calidad educativa al punto de hacerse necesario volver a lo elemental?
Es un lugar común decir que el país creció como pudo hasta 1973/75 y desde entonces va mucho peor por la entronización de la visión monetarista, fiscalista y aperturista del neoliberalismo, plasmada en el Consenso de Washington. Parece más riguroso decir que el impulso transformador iniciado en 1946, con sus variaciones, se cortó brutalmente en el 55 y el golpe de 1962 tuvo el mismo propósito. Las consecuencias de las inversiones realizadas durante los años anteriores duraron en el tiempo, aunque no se multiplicaron en la escala necesaria. La cuestión del ritmo en un proceso de desarrollo es tan esencial como establecer las prioridades correctas.
No se pretende hacer revisionismo sino plantear que hoy hay una necesidad de remover presuntas verdades que nos tienen atados a visiones que no tienen futuro. De eso se trata ahora, de pensar y construir el porvenir. Sobre el peronismo hay siempre operaciones en marcha para “explicarlo” a lo largo del tiempo y con ello establecer patrones de interpretación que, en realidad, tienden a neutralizarlo y domesticarlo. Veamos porqué.
La idea de que en el peronismo se resume el movimiento nacional, de apariencia tan inocente, lleva consigo el virus de su aislamiento y eventual derrota. Esa maniobra no le sirve al pueblo en general ni al peronismo en particular, pero sí a quienes asumen, con diversas artes, su representación. Si hay una crisis en transición, se refiere a esta delicada cuestión.
Los estudios más rigurosos del comportamiento político de la sociedad argentina vienen señalando que, aun unido, el peronismo no convoca hoy por sí mismo a la mayoría del electorado. Sólo puede triunfar cuando expresa algo más que su contenido histórico, el cual es indudable y legítimo, aunque todavía se lo resista. Una lectura facilista del reciente resultado electoral en la provincia de Buenos Aires puede inducir a ese error. No pareciera que quienes protagonizaron ese triunfo cayeran en tal confusión puesto que convocaron a todos los sectores y obtuvieron apoyos en esa misma proporción.
Esto nos lleva a preguntarnos por el Frente Nacional, a falta de una denominación renovada y quizás más expresiva de lo que hace falta.
Es tan inobjetable como inquietante admitir que en el voto a Milei hay una porción –en su momento mayoritaria– de la sociedad argentina. Hoy, a juzgar por las encuestas últimas y el resultado provincial mencionado, esa proyección está fuertemente cuestionada, pero este dato no invalida el razonamiento de que “sin el peronismo no se puede y sólo con el peronismo no alcanza”.
Hay allí una cuestión estratégica que tiene consecuencias en la táctica, en este caso electoral, pero que va más lejos e implica asuntos claves a tener en cuenta al momento de gobernar para no repetir las pifiadas anteriores como las que abundaron durante la gestión de Alberto Fernández.
Lo estratégico tiene que ver con el programa que se proponga a la sociedad, es decir si alberga y promueve acciones para mejorar las condiciones de vida y de cultura del conjunto comunitario, es decir de todas sus clases y sectores sociales. Si esto no se asume quedará establecida una pesada ancla que arrastra hacia el pasado, precisamente desde donde huye el electorado.
Es necesario, en consecuencia, hacer revisiones conceptuales de los presuntos criterios de verdad sobre los que se han gestado los retrocesos anteriores que a su vez han redundado en la pérdida de hegemonía nacional y dado lugar a los sucesivos yerros cometidos, aun pudiéndose rescatar la intención de promoción social que, sin expansión, resulta siempre insuficiente. Uno de ellos, quizás el principal, tiene que ver con lo que entendemos por economía.
El desafío es económico-social
El abandono de la economía política (vinculada a la situación social, empleo e inversión real) y su sustitución por indicadores financieros volátiles ha impedido la comprensión y necesaria respuesta frente a los fenómenos de desmantelamiento de la base productiva y su secuela de veloz empobrecimiento, con breves inflexiones en la curva descendente. Las políticas asistenciales corrieron detrás de ese proceso, aplicando sólo paliativos que resultaron insuficientes y cada vez más inoperantes frente a la veloz desintegración social en marcha.
Por eso, para salir de esa distorsión conceptual y retardataria, hay que pensar en términos económico-sociales. Es decir, por ejemplo, incrementar sostenidamente la inversión interna bruta y fija para generar una potente ampliación de empleos en todos los sectores y regiones, dando como consecuencia que los salarios acompañen el incremento de la reproducción y ampliación del capital instalado y con ello se garantice la elevación del nivel de vida y cultura popular.
Estamos hablando de mejora social concreta, nada que ver con la inducción mágica que propone Milei prometiendo un crecimiento imaginario mientras mantiene las políticas de ajuste perpetuo, de las que nada sale, ni siquiera el presunto “equilibrio” del que alardea. El apriete, cada vez más cruel por continuado, desata desequilibrios y consecuencias impensadas por los simplificadores y mistificadores que reducen “la economía” a las finanzas públicas y privadas.
De allí que la usurpación del lenguaje cuando desde los organismos internacionales de crédito se impone falsamente como “reformas estructurales” lo que es mero ajuste y retroceso, implique establecer gravísimas confusiones que lamentablemente están ya muy instaladas y que será necesario revisar una por una.
Entre las primeras está qué entendemos por estructura. Ella se vertebra sobre una geografía, con su demografía propia, y las actividades humanas que sobre esa plataforma se desenvuelven. Implica una herencia de lo que hicieron nuestros antepasados, la tecnología que aplicaron y los retrasos que fueron ocurriendo por el desaliento sistemático de la inversión pregonado por quienes sólo ven la realidad a través del lente de las finanzas y la moneda.
Nada de esto cuenta para los descubridores del agujero del mate que ganaron en 2023 y ahora se llevan una pared tras otra por delante.
Insisten con su miopía, que achica la percepción de los desafíos a la hora de gobernar. Por eso hay una continuidad de ajustadores que se diferencian sólo por el grado de brutalidad y crueldad con que pretenden aplicar sus enfoques una y otra vez, amparados en la protección ideológica de sus proveedores financieros externos a los que cada vez se les deben más dólares.
El modelo ajustador no funciona sin endeudamiento acelerado, como vimos con Macri y ahora con Milei. Y cuando los dueños del mundo te dicen “por ahora no más”, como le ocurrió a Cavallo como presunto salvador de la gestión de De la Rúa, se derrumba todo y se reinicia en un punto más bajo el dañino ciclo del empobrecimiento para el conjunto social. Todos esos desaguisados los pagan en forma directa los sectores medios y bajos.
Hay un deterioro estructural cuando se fragmenta la sociedad y se pierde calidad en los puestos de labor, al obligar a una porción enorme de compatriotas a desempeñarse en actividades ocasionales (changas) de baja productividad y peor remuneración.
Hay también pérdida de complejidad cuando se propicia un modelo extractivista y desindustrializador. Y esa tendencia va en paralelo con desfinanciar la educación, la ciencia y la tecnología que ya venía muy maltrecha por la pérdida de rentabilidad que generaron las políticas anteriores, incluso con funcionarios aptos para administrar la agencia dedicada a esos temas cruciales.
Es necesario agregar que aun en las peores condiciones hay emprendedores creativos por todas partes en la Argentina, lo que da una idea del potencial que puede desplegarse con políticas amplias promotoras de innovación e inversión.
Aquí y ahora los mejores expertos ya han señalado que en el proyecto de presupuesto para 2025, dibujado sobre una inflación irreal, hay una baja marcada de los recursos destinados a estas actividades cruciales (educación, ciencia y tecnología). Abruma la coherencia con que buscan hacer retroceder y achicar el país. Esto es lo que hay que desnudar y poner a la luz.
Para terminar esta nota, quedando mucha tela por cortar, cabe señalar una vez más el riesgo de dejarse atrapar por una lógica falsa entre derecha e izquierda. El actual es un gobierno retrógrado que busca desmantelar, con un costo inmenso en términos de calidad de vida, una estructura económica y social que venía perdiendo amplitud y complejidad.
Encasillarlo en la derecha degrada la lucha política a una disputa ideológica entre buenos y malos, con términos intercambiables e igualmente falaces. En ese sentido, fue estimulante oírle decir a Kicillof que no hay que caer en falsas antinomias. Hay que avanzar por ese camino de renovación conceptual y terminológica.
Del mismo modo, presuponerse “progresista” o de centro izquierda es también una forma cómoda de eludir las obligaciones principales que pasan por reunir al conjunto del pueblo en el impulso a un programa de producción y empleo que sustente la valiosa consigna de paz, pan y trabajo. El eje es nacional, integrador y participativo o no nos lleva a ninguna parte por más buenas intenciones que se declamen y no impiden que sigamos divididos.
Ante el extremismo libertarista (por ahora verbal), existe el peligro de que nos conformemos con querer volver a un pasado que tampoco resolvió los problemas de fondo, puesto que nos venimos desintegrando desde hace rato.
El pasado no vuelve sino como engaño y farsa, mientras el porvenir es incierto pero se presenta luminoso cuando propone un esfuerzo común y beneficios para el conjunto. Sin excluidos por las razones que sean pues todas válidas a la hora de sumar voluntades para construir una comunidad organizada y solidaria.