El presidente de los Estados Unidos encara al sector de poder que le faltaba, los militares, mientras arranca la persecución judicial de opositores y el gobierno se queda sin fondos.
En 2020, Donald Trump intentó dar lo que efectivamente fue un golpe cívico para seguir siendo presidente. Había perdido con Joe Biden, gritó que había fraude, llamó a gobernadores amigos para que “recontaran” los votos y le puso los garfios a su vicepresidente Mike Pence para que el Senado no aprobase el resultado. No hubo caso, y hasta un político tibio y flojo como Pence tuvo su minuto de dignidad en medio del Capitolio asaltado por trumpistas.
Esto es, hizo todo lo que después hizo Jair Bolsonaro, recién condenado a 23 años por hacerlo, menos una cosa: Trump no habló con los militares.
En los cuatro años que estuvo en el llano, el millonario especulador inmobiliario mostró que había aprendido de sus errores. Se comió el partido republicano, lo purgó de gente que sigue las reglas, amedrentó a los que dudaban y propulsó a los obedientes. Con esta herramienta dócil en mano, apenas asumió lanzó una purga de entidades que le habían puesto límites en sus primeros cuatro años, como las fiscalías generales y el FBI. Ahora está yendo por los uniformados.
Resulta asombroso para un sudamericano, pero los militares de allá son completamente subordinados a las autoridades civiles. Con el casco puesto, son capaces de obedecer las órdenes más crueles, matar civiles, torturar, quemar un país. Una “tradición orgullosa” es que nunca se alzan contra la autoridad constituida. El presidente es el comandante en jefe, y fin de la historia. Ni siquiera los generales que despreciaban a Kennedy como un blando y le pusieron todos los palos en la rueda se retobaron: cuando los echó, se fueron rezongando a casa.
Esta semana, Trump y su secretario de Guerra -ahora es de Guerra y no Defensa- Pete Hegseth hicieron algo inédito, juntar bajo un mismo techo a los más de 800 generales, almirante y brigadieres que comandan las fuerzas armadas en todo el planeta. Vino gente de todos los continentes, de todos los colores de piel y de uniforme, a escuchar algo que no se había anunciado.
Hegseth habló primero, y fue una bajada de línea. Se acabó la “basura progre” y a partir de ahora hay que hacer gimnasia y ser feroz. No más “cuotas” por género y etnia, no más límites a la agresividad militar con “reglas estúpidas”, no más ascensos que no sean “por mérito”. Si una mujer quiere ser soldado, tiene que pasar por las mismas pruebas físicas que un hombre. El tono del ministro fue presumido, altanero, violentón, como el que usaba cuando era un escandaloso columnista de Fox News. El silencio de la audiencia fue profundo.
Trump habló segundo y fue tan vago y vueltero como siempre, excepto por una cosa. En el minuto 45, dijo que “algunas de las peligrosas ciudades del país van a ser el terreno de entrenamiento de las tropas”. Los militares, por protocolo, nunca aplauden ni abuchean, no muestran ninguna emoción y ni siquiera se ríen de las bromas presidenciales. Lo hacen para no mostrar parcialidad política y lo hicieron con Trump, pero el silencio fue notablemente más profundo.
¿Tropas en las calles del país?
Sería tectónico porque una cosa es mandar efectivos de las Guardias Nacionales -tropas de segunda línea que están al mando de los gobernadores- y otra es poner los tanques en la calle. La única vez que ocurrió fue cuando Lyndon Johnson mandó a los paracaidistas al sur para que una nena negra pudiera ir a clase en la primera escuela desegregada del país. Johnson sabía que no podía confiar en la guardia nacional local y que el Klan había amenazado atacar la escuela.
El frente civil
James Comey fue el pobre gil al que le tocó investigar las elecciones que ganó Donald Trump en 2016. Tenía dos encargos como agente muy pero muy senior del FBI: ver si los rusos estaban ayudando a Trump y si su opositora Hillary Clinton había quebrado la ley al usar su computadora personal mientras era secretaria de Estado. Trump lo mantuvo en el puesto por su pésimo timing cuando dijo que seguía investigando a Clinton días antes de la elección. También se ganó el odio de los demócratas, que lo culpaban por perder, hasta que Trump lo echó porque sólo cerró la investigación rusa. El Hombre Naranja quería una declaración de que estaba limpio y nunca había habido nada.
Ahora, Comey está hipotecando la casa para pagarse los abogados, porque el presidente Trump le ordenó a la Justicia que lo investigue. El caso que presentaron fue tan flojo que el juez lo rechazó y les dio unos días para que lo redacten bien. Era una lista de quejas y broncas, no una acusación.
Comey es apenas el más visible de una creciente lista de gente que si no se va, se encuentra ante un juez. Trump está usando las fiscalías federales para vengarse de los que lo ofendieron y para castigar a los desobedientes, y de paso asustar a los que quedan. Es la segunda parte de su estrategia: la primera fue doblegar al partido, ahora es el turno del “Estado profundo”, los muchos funcionarios que tienen la peculiar idea de que no le deben lealtad personal al presidente de turno.
Todo esto puede parecer el estilo de un autoritario caprichoso, impaciente con los límites de las instituciones y las leyes. Pero detrás hay también un plan detallado que va al centro del poder real, el de manejar el inmenso dinero que sustenta al gobierno norteamericano. El orfebre y director de esta orquesta es un hombre de bajísimo perfil, Russell Vought, que ostenta el anodino cargo de director de Presupuesto de la Casa Blanca. Vought ya tuvo ese cargo en el primer gobierno Trump, y se pasó los cuatro años en el llano analizando errores y armando una hoja de ruta. Enseguida descubrió el frente en el que había que dar la batalla, el de sacarle al Congreso la gran manija que es aprobar el presupuesto y hacerlo cumplir.
Vought lo dejó a Musk que se queme y haga sus desastres, y cuando el billonario se fue comenzó él a trabajar. Empezó a cerrar entes reguladores despidiendo a la mayoría de los empleados y no ejecutando sus presupuestos, le sacó los fondos al ínfimo sistema de medios estatales, que odiaba, y canceló buena parte de la ayuda externa del país. Lo que hizo fue empezar a imponer la costumbre de que es el Ejecutivo y no el Legislativo quien controla en la vida real el presupuesto. Vought, que es business-friendly, se ufanó en público de haber eliminado 245 regulaciones a los negocios, incluyendo a la energía atómica y los alimentos. Lo más fuerte, logró un decreto que hace que los entes autónomos, como el Banco Central, tengan que buscar su aprobación personal para cada medida regulatoria.
“Estamos deconstruyendo el Estado administrativo, paso a paso, rápidamente, agresivamente”, dijo Vought en una rara aparición pública. Para el funcionario, Educación se dedica “al grooming de chicos para que se hagan travestis”; la Cancillería y la Agencia Internacional de Desarrollo a “avergonzar a los Estados Unidos”; y la Afip de ellos “a sacarle dinero a los pobres para financiar la agenda progre”.
Como esta semana el Congreso no pudo aprobar un presupuesto, el gobierno se está quedando sin un mango. Hay cosas que van en automático por un tiempo, como los sueldos militares, pero ya se están cerrando museos, bibliotecas y parques nacionales, los aeropuertos no saben cuánto más van a poder funcionar y hay trámites suspendidos por todos lados. La respuesta de Vought fue suspender y mandar a casa a la mayoría de los empleados públicos, excepto a los de Migraciones, que parece que son “esenciales”. Y el plan es aprovechar la bolada para que cuando se arregle el bodrio, la mayoría ni venga.
Claro que el plan tiene a veces momentos absurdistas, como el despido esta semana del director de la Biblioteca Presidencial Eisenhower. Resulta que Trump quería regalarle una espada antigua al rey Carlos de Inglaterra y alguien le contó que Eisenhower las coleccionaba y estaban guardadas en su Biblioteca. Estas entidades son en rigor museos del mandato presidencial y en rigor ONGs, pero como reciben fondos federales, Trump asumió que podía servirse de sus acervos. El director, claro, dijo que no, y acaban de echarlo. Ni se molestaron en disimular: lo echaron nomás por no entregar la espada.
El plan de paz
Trump y Benjamín Netanyahu se juntaron en la Casa Blanca y anunciaron juntos un plan de paz para Gaza. Es muy simple: si Hamás se rinde incondicionalmente, entrega los rehenes vivos y los cadáveres de los demás, entrega sus armas y promete nunca más militar, Israel para de demoler Gaza y matar civiles.
Como propuesta de paz, se han visto mejores.
Si Hamas acepta, Netanyahu va a liberar 250 prisioneros que tenía de antes de la guerra y 1700 que tomaron desde el 7 de octubre de 2023. Cuando entreguen sus armas, habrá una amnistía general y el que quiera dejar el país podrá hacerlo. También llegará ayuda médica, alimentaria y económica para la reconstrucción, bajo supervisión de la ONU y de la Medialuna Roja.
Y luego viene el tema de qué futuro tiene el país: un “gobierno tecnocrático provisional” formado por “palestinos apolíticos” que serán supervisados por un Panel de Paz presidido por Trump y por Tony Blair, el ex premier británico. Algún día, cuando la Autoridad Palestina se comporte como le guste a EE.UU. y a Netanyahu, le irán traspasando la autoridad real.
Esto es, Gaza pierde toda chance de soberanía, de ser un Estado, Netanyahu ni siquiera tiene que frenar a los colonos en Cisjordania, y el futuro es aprobable sólo por la derecha israelí y la norteamericana. Como testimonio de lo que espera que conteste Hamás, Netanyahu redobló su ofensiva.
Los norteamericanos, mientras, se están hartando del gobierno israelí. El diario New York Times y la Universidad de Siena publicaron otro de sus muy confiables estudios de opinión y descubrieron la caída. Hace dos años, ante el horrible ataque de Hamas, un 47 por ciento dijo estar a favor de Israel y un 20 con los palestinos. Esta semana, sólo 34 por ciento era pro israelí y un 35 pro palestino. La razón está en que el 40 por ciento cree que Israel está matando palestino intencionalmente, el doble que en 2023.
Más allá de los puntos porcentuales, esto es importante porque pese a la polarización política en Estados Unidos hubo un cambio profundo en la percepción de un viejo aliado. Esto es raro que pase.