La discusión después de las urnas

Se requiere humildad para poder asumir el fracaso y obliga a dejar de culpar al otro lado de la grieta como principal responsable, pues se trata de ineptitudes compartidas. Nadie es dueño de la verdad, pero todos tienen mucho que aportar. Desde la humildad no sólo viene la tolerancia (respeto al otro) sino sobre todo el interés por las propuestas ajenas y la sana confrontación con las ideas propias. 

Está claro que la sociedad argentina no quiere volver al pasado. Lo que permanece con interrogantes es cómo se construye un futuro venturoso para el conjunto comunitario. Sabemos por dónde no va, pero tampoco es evidente el camino integrador y constructivo. 

Reflexionemos al respecto desde la fotografía que brinda la reciente compulsa electoral.

A partir de la falsa pero muy instalada opción de hierro entre kirchnerismo y mileísmo la historia parece estancarse. No es así, y múltiples indicios señalan que no hay estabilidad en la parálisis. La vida siempre fluye, diríamos retóricamente para salir del atolladero actual.

Estamos tentados de decir que los electorados votan en lo que entienden que es su propia defensa. No eligen de un modo amplio entre proyectos políticos elaborados, sino que deciden entre las opciones que les ofrece la superestructura política instalada y lo hacen por una multitud de razones que en cada compulsa gravitan en proporciones cambiantes. 

En 1983, fue decisivo el sentimiento general sobre la necesidad de terminar con el oprobio de la dictadura militar y la enorme frustración derivada de la derrota en Malvinas. Ganó el candidato que prometía institucionalidad democrática por sobre el que no lograba diferenciarse de los compromisos con los viejos factores de poder, del que los militares formaban parte hasta entonces. 

No estuvo presente la opción por una construcción comunitaria y solidaria de las bases materiales faltantes para desplegar las capacidades latentes en la cultura y la sociedad argentinas. Ello llevó, por omisión, a la aplicación de políticas económicosociales erráticas, donde conviviría la caja PAN, para paliar el deterioro del nivel de vida de los sectores sumergidos, con programas de ajuste tecnocráticos e inconducentes (Plan Austral y los dos Primaveras) que desembocaron en hiperinflación y provocaron que se entregara el gobierno anticipadamente. 

Siempre hay matices, como las buenas intenciones del Plan Houston que buscaba promover la inversión en la producción de hidrocarburos, aunque sin demasiado éxito, junto con la convocatoria a un Club de Deudores a escala mundial que no hizo la más mínima mella al mecanismo de endeudamiento que, con salvatajes periódicos, sigue imponiendo hasta hoy la lógica de la dependencia financiera.

El menemato que lo sucedió, cuya originalidad consiste en haber aplicado un plan antinacional con apoyo popular (antecedente explícito del actual), llevó a cabo la ficción de la Convertibilidad y la cesión de activos estatales burocratizados e ineficientes a capitales especulativos que aprovecharon mercados cautivos en servicios públicos y se volaron en cuanto las condiciones de expolio dejaron de ser groseramente favorables. En todos los casos hubo un primer momento de euforia, bien aceitado por la publicidad, que se tradujo en silenciosa retracción en cuanto pasó la ola de las grandes capturas de esa nada ortodoxa rentabilidad. 

Tan fuerte era la implicación favorable de la opinión pública en esa política de extranjerización que De la Rúa le ganó las presidenciales a Duhalde argumentando que mantendría la ya a todas luces insostenible paridad de la Convertibilidad. El miedo al caos que generaría un cambio de régimen monetario le dio al gobierno de la Alianza un respaldo que luego no realimentó con su gestión concreta, abriendo brechas de conflicto social por todos lados.

La gestión de Néstor tuvo su momento inicial muy auspicioso, sobre el “reordenamiento” con devaluación y salvataje de bancos realizados por Remes y Lavagna, combinando las condiciones internacionales muy favorables para las exportaciones tradicionales con un manejo conservador de las finanzas estatales, dos factores que luego desaparecieron durante los gobiernos de CFK. 

La “década ganada” fue la oportunidad perdida para sentar las bases de una ampliación sustancial de la estructura productiva argentina. Lo que vino después está más fresco en la memoria colectiva: emparche tras emparche e instalación de la grieta como mecanismo de administración de una situación cada vez más precaria para el conjunto de la sociedad argentina: agudización de la fragmentación social y aumento de la pobreza en paralelo con grandes ganancias para los grupos concentrados.

El balance es trágico en términos de calidad de vida para la mayoría de la población y al mismo tiempo es patética la ausencia de un programa sólido de expansión productiva e integración social que le permita a la Argentina desplegar sus reales capacidades, tanto en la construcción material como en las manifestaciones más elevadas de su cultura identitaria. 

En esta mirada de amplio espectro se entiende mejor la aparición y el respaldo en votos a una solución esperpéntica como la que expresa Milei. 

Los argentinos estamos huyendo del fracaso inocultable de todas las formulaciones anteriores. Se combina una cultura política primarizada, es decir reducida a criterios muy simplistas y nada esenciales, con una fenomenal incapacidad de la dirigencia para acordar un programa de desarrollo que articule al conjunto comunitario en actividades socialmente útiles. 

El “que se vayan todos” del 2001 no sucedió, sólo cambiaron algunos nombres, pero la temática en debate siguió eludiendo las cuestiones centrales sobre cómo ampliar la estructura productiva, expandir la oferta laboral en oficios cada vez más complejos, ocupar fecundamente el territorio con criterios ambientales de mejora continua e instalar un dispositivo educativo que no sólo garantice la formación básica sino que capacite durante toda la vida para adaptarse a desafíos laborales cada vez más sofisticados. 

En reemplazo de esos objetivos ineludibles (hay otros igualmente importantes) se instaló como única opción el ajuste perpetuo, con las variantes que se han venido aplicando en las últimas cinco décadas. 

Algo que implica una contradicción insoluble en términos conceptuales: se proclama el mercado como alternativa a una economía “cerrada” y poco competitiva siendo su objetivo principal achicar la demanda de bienes y servicios. Se desconoce, porque no es un olvido, que el salario es principal componente de la demanda agregada. Es un rechazo de naturaleza ideológica al dato elemental de que el salario es el mercado

El fracaso de la dirigencia de todos los colores es una cuestión de obsolescencia e indigencia doctrinaria y teórica. Y es un fenómeno gravísimo que requiere cambios actitudinales de orden sustancial.

Las condiciones de un despertar

En primer lugar se requiere humildad para poder asumir el fracaso y obliga a dejar de culpar al otro lado de la grieta como principal responsable, pues se trata de ineptitudes compartidas. Nadie es dueño de la verdad, pero todos tienen mucho que aportar. Desde la humildad no sólo viene la tolerancia (respeto al otro) sino sobre todo el interés por las propuestas ajenas y la sana confrontación con las ideas propias. 

La segunda condición consiste en apelar a conceptos analíticos amplios, sólidos y constructivos. Revisar la historia de fracasos sin caer en simplificaciones del tipo de “los liberales son la antipatria” o “los peronistas son todos ladrones”. Falsedades que no se sostienen en absoluto, pero para que desaparezcan de una vez por todas hay que sacarlas a la luz. Están enraizadas en prejuicios muy instalados más allá de la conciencia, pero no son inocentes, puesto que  determinan actitudes de aislamiento y autojustificación e inducen a repetir errores de aislamiento. 

La tercera es ir al encuentro de los reales problemas que tenemos estableciendo una jerarquización por importancia y un orden causal, para poder ir a la raíz y no quedar empantanados en los derivados o consecuencias que nos lleven a diseñar acciones no medulares. No utilizar los escasos recursos que disponemos en acciones figurativas de autopromoción sino en hechos tangibles, que puedan medirse en términos de avance, estancamiento o retroceso según sus resultados. 

Tenemos una estructura social dañada, pero ella existe y su correcta descripción es el punto de partida para diseñar políticas eficaces. Se trata en todos los casos de desplegar acciones que promuevan la solidaridad y la cooperación. Nadie puede ser excluido, todos tienen algo que aportar, por pequeño que sea. 

Asumir que no todo es igual, sino que hay prioridades de la acción gubernamental que deben establecerse con claridad: salud, educación y vivienda, que se convierten en declamaciones incumplidas si no se establece un contexto dinámico y ampliamente participativo. 

Esto quiere decir que debemos reestablecer el eje del debate nacional sobre los desafíos concretos que nos presenta la situación del país actual, con una economía estancada y un cuerpo social fragmentado. 

No se trata de una declamación angelical, puesto que hay intereses enfrentados, pero sí entender que esas contradicciones se resuelven en condiciones expansivas y se agravan con la parálisis que plantea el enfoque ajustador el cual, mal que nos pese, es el dominante hoy en la mayor parte de nuestra dirigencia. 

No es cuestión de buenos modales, que desde luego importan cuando se trata de construir sobre objetivos comunes, sino de la concepción que se aplique desde el vértice del Estado y se acompañe desde el conjunto de los sectores y clases sociales que componen la sociedad argentina. 

La línea dominante que enfrentamos hoy es conservadora y retardataria. No cree realmente que se puedan desplegar capacidades hoy anestesiadas o dormidas. Y en eso está profundamente equivocada, fuese por complicidad con el actual estado de cosas o por carecer de una visión integradora y movilizadora. 

Implica también ignorancia. Que Milei se permita lanzar anatemas contra los movimientos populares ascendentes que caracterizaron la historia argentina, el radicalismo a principios del siglo XX y el peronismo en la mitad de esa centuria, para invocar mal un pasado próspero pero caracterizado por la desigualdad, revela mala fe, además de desconocimiento. 

Los ciclos de prosperidad que existieron dejan lecciones valiosas que no hay que desechar, caracterizados por la preeminencia de una voluntad colectiva de construcción y convivencia fecundas. Si se agotaron es por lo que no hicieron, no porque lo que lograron.

Así, construir una alternativa al estancamiento implica recuperar, con espíritu solidario, esas gestas que movilizaron movimientos amplios y policlasistas, al mismo tiempo que se requiere dotarlos de programas adaptados a la realidad civilizatoria actual, caracterizada por tener resueltos problemas y limitaciones técnicas y de recursos que en el pasado impedían garantizar equidad al conjunto de una población concreta. 

Alcanzar la generación de bienes y servicios suficientes para asegurar el bienestar del conjunto poblacional no es imposible en los términos actuales. Al contrario, todo indica que es factible sobre la base de favorecer la inversión productiva, empezando por las áreas que actúan como locomotoras del conjunto de la economía nacional al mismo tiempo que vamos resolviendo las cuestiones sociales más urgentes. 

La clave está en propiciar la participación en el esfuerzo de todos los habitantes, pues no hay en la sana doctrina ciudadanos de primera o de segunda, como pretende la cultura del descarte condenada por el Papa Francisco. Es decir, hay que desenmascarar la consigna divisionista que pretende preservar un presunto éxito sólo para los “argentinos de bien”.

Todos somos argentinos de bien con derecho a una vida mejor por haber nacido en esta tierra (o haberla elegida como un ámbito de trabajo) y asumir que nadie se salva solo, como popularizó la última versión filmada de la serie sobre El Eternauta. Que esa frase haya impactado como lo hizo dice mucho sobre las reservas morales que tenemos. Hay que ponerlas en acto.

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