La Inteligencia Artificial es y será un tema recurrente que requiere su consideración desde múltiples puntos de vista, sobre todo por el impacto en quienes depositan en su desarrollo fundadas expectativas, aunque sean conscientes de las críticas y temores que inspira. El sector tecnológico en general, y la Inteligencia Artificial en particular, atraviesan instancias decisivas que habrán de gravitar en las condiciones de vida concretas de todos los países.
Es sabido que hay una tradición filosófica que arranca en la antigüedad clásica, en tiempos en que Aristóteles conjeturaba la posibilidad de sustituir a los esclavos y trabajadores con máquinas, pasa luego por quienes analizaron el despliegue del capitalismo y de la Revolución Industrial, ocasión en que las máquinas en vez de liberarlos convirtieron a los trabajadores en sus apéndices –cuando no en los excluidos del sistema–, y llega hasta la actualidad con la automatización y la robótica ligeramente desplazadas del centro del escenario por las tecnologías de la información. O sea que la idea de comunidades más amigables, basadas en aparatos productivos casi totalmente automatizados, constituye una utopía de larga data. Y es célebre una sentencia que apuntó Aristóteles en Política: “Si cada instrumento pudiera realizar su propio trabajo, obedeciendo o anticipándose a la voluntad de otros, como las estatuas de Dédalo, o los trípodes de Hefesto, que, dice el poeta, por su propio acuerdo entraron en la asamblea de los dioses… Si, de igual manera, el aparato tejiera y el plectro tocara la lira sin una mano que los guíe, los jefes de los obreros no querrían siervos, ni los amos esclavos.”
En la última edición de Y ahora qué? se difundieron dos artículos, uno de Ricardo Auer y otro de Jorge Zaccagnini, para comenzar a tratar el estado de la automatización y de la Inteligencia Artificial (IA) desde una perspectiva nacional. El tema es de una vastedad sin orillas y se refiere a cuestiones que hacen y estructuran la vida.
Desde el primer tercio del siglo XX y en lo que va del XXI las consecuencias no deseadas de la expansión de las fuerzas productivas, animada por una burguesía que no hace más que cumplir con su mandato histórico, exhibe riesgos que debieran ocupar un lugar privilegiado en la agenda política de los Estados nacionales. Heidegger escribió a mediados del siglo pasado: “Pienso en lo que se desarrolla hoy en día bajo el nombre de biofísica. En un tiempo previsible estaremos en condiciones de hacer al hombre, es decir, de construirlo en su esencia orgánica incluso, tal como se los necesita: hombres hábiles y hombres torpes, inteligentes y tontos. ¡Llegaremos a esto!” Para quien reprodujo la cita, José Pablo Feinmann, en línea con lo que planteó Marx en uno de los pasajes más sugerentes del Manifiesto, la burguesía ya no puede controlar a su criatura, a los prodigios que ha producido: “Las relaciones burguesas de producción y de cambio, las relaciones burguesas de propiedad, toda esta sociedad burguesa moderna que ha hecho surgir tan potentes medios de producción y de cambio se asemeja al mago que ya no es capaz de dominar las potencias infernales que ha desencadenado con sus conjuros.”
Es obvio que esta lúgubre visión –que Heidegger actualiza de alguna manera–, remite al pasado, al Frankenstein de Mary Shelley, novela gótica que presenta una criatura “humana” sobre la cual su inventor pierde el control. Y también remite al futuro –bastante más cercano a la actualidad–, cuando parece que la tecnología no sólo está viva sino que además posee a sus productores y usuarios, como quedó genialmente graficado en el fragmento “El aprendiz de hechicero” del film Fantasía de los Estudios Disney. En ese pasaje el ratón Mickey logra ponerse el bonete del Brujo, un despótico señor feudal que lo explota, para acceder entonces a la categoría de Mago, un burgués fundacional, y así realizar el milagro de que su escoba trabaje por él. Pero claro, la cuestión se complica porque la escoba es subversiva, proletariamente descontrolada, se reproduce por sí misma y el trabajo ordenado por Mickey –transportar dos baldes con agua– al ser ahora la obra de un ejército infinito de escobas animadas con su par de baldes llenos adquiere la dimensión de una catástrofe.
Tal vez la superproducción de artefactos tecnológicos al alcance de la mano ya sea un fenómeno sin retorno. Cualquiera que suba a un transporte público puede constatar que la mayoría de los viajeros, de los no-visibles y ninguneados de siempre, tiene la mirada fija en la pantalla del teléfono celular, y como los esclavos en la Noria recorre las “plataformas de expresividad” para disfrutar de cierta ilusión de centralidad. Y esto es así porque desde el poder, como bien observó el filósofo francés Éric Sadim, les cedieron una sensación de ser importantes, de haber sido tocados, al estilo del ratón Mickey, por la magia de la fantasía, y de nutrir su nuevo ser con los like, las compras por las plataformas, el envío de fotografías y la “publicación” de textos literarios y de opiniones varias. Pero un problema adicional radica en que se registraron circulando por las redes, paralela y crecientemente, expresiones desbordantes de rencor y de odio generadoras de “la crispación de las relaciones interpersonales”, y una nueva realidad comunicacional que daría cuenta de la irrupción de liderazgos como el de Milei.
La convergencia de las demandas sociales insatisfechas y la aparición de plataformas de interacción posibilitaron la irrupción de los Mileis en el planeta, según Sadim, y el futuro inmediato no es promisorio de mejorías al respecto, dada la prevalencia de la Inteligencia Artificial, y más aún por la expansión de la Inteligencia Artificial generativa, por la cual es posible crear una imagen partiendo de un prompt. Pero tanta información dudosa, cruzada con otras, desmentida y vuelta a desmentir, con usos indebidos durante las campañas políticas, por ejemplo, donde ya se registraron casos notables de deepfake debidas a estas herramientas, además de manifestar una tendencia en aumento produce también el aumento de la desconfianza de los individuos, y esto se va a intensificar por la falta de referentes comunes. Y el futuro no parecería muy alentador, salvo que se logre generar un nuevo sistema de creencias antagónico a la posverdad, una suerte de nueva fe compartida.
Numerosos críticos de la Inteligencia Artificial aseguran, parafraseando a Foucault, que es un dispositivo tecnológico que “enuncia verdades con tal fuerza de peritaje que nos interpela a obedecerlas”, y con frecuencia de manera casi imperceptible irradia potentes mandatos que sus destinatarios habrán de ejecutar, animando las acciones que correspondan. Pero la idea funciona con mayor intensidad en aquellos convencidos de que la Inteligencia Artificial es inteligente, y no una expresión que constituye un verdadero oxímoron, no un mecanismo apto para deshumanizar a quienes limita en términos de capacidad de juicio y de elección independientes, reduciendo la autonomía humana. Es un artificio maléfico que propone, dado que responde en última instancia a intereses privados, optimizar la organización de la sociedad, incluso promoviendo un “anti humanismo radical con el cual se quiere instalar una suerte de utilitarismo generalizado y de higienismo social”.
En la última edición de Y ahora qué? el consultor de riesgo político Ricardo Auer, además de presentar a los principales jugadores en lo que hace a la Inteligencia Artificial se refirió a tres aspectos de su desarrollo, los cuales involucran a los grandes apostadores (inmensas inversiones directas necesarias, su valor en las bolsas accionarias y la disputa sobre el mercado), a los aspectos de índole geopolítica, y a los problemas sociales que sus aplicaciones pueden provocar (v. https://yahoraque.com.ar/que-puede-pasar-con-la-ia-en-argentina/). También destacó que la carrera competitiva de la Inteligencia Artificial se libra entre los barones de la high tech (pocos, pero poderosos): Mark Zuckerberg, Jeff Bezos, Sam Altman, Elon Musk y Peter Thiel, quienes no solo actúan en busca de riqueza sino también de poder político, aunque muy mezclado con quimeras científicas.
Importa demorarse en Peter Thiel, el máximo gurú de Trump en materia tecnológica, debidamente multimillonario (2,1 mil millones de dólares), con sólida formación académica, supremacista, de ultraderecha, etcétera, y delicadeza analítica envidiable: “No somos una república –dijo en su momento–. No somos una república constitucional. En realidad, somos un Estado dominado por organismos tecnocráticos no electos.” Varias de sus empresas, como todas las del sector, también hace negocios con el sector público, y recientemente firmó un contrato con el Pentágono por 10.000 millones de dólares, recursos que aplicó parcialmente a la creación de otra empresa de análisis de datos e inteligencia corporativa utilizada por varias agencias gubernamentales. No obstante lo anterior, tampoco le molesta ser considerado un libertario conservador y un autoritario escéptico de la democracia, siempre dispuesto a ocupar un lugar de vanguardia en la batalla contra cualquier manifestación de cultura woke, y a promover la manera de impedir la llegada del Anticristo, abordada recientemente en un reservado seminario que organizó para pocos asistentes. Thiel toma el dilema teológico de los dos riesgos fundamentales: la llegada del Anticristo, que en la actualidad consistiría en el arribo de un gobierno totalitario mundial, y el Armagedón, o sea, la destrucción total del mundo –dialéctica en suspenso merced a “lo que demora” el fin de los tiempos, el katechon.
Ahora bien, lo que lentifica ese final, el katechon, ¿es en esencia una fuerza conservadora? Para Thiels puede no serlo, siempre y cuando se adopte una solución paradójica, el aceleracionismo tecnocapitalista, al cual habrá que conciliar con una interpretación reaccionaria del cristianismo. Pero no será una tarea fácil porque no se trata de una brecha meramente intelectual la que separa al tecnocapitalismo y el cristianismo reaccionario, y condiciona la resolución de una de las principales contradicciones del trumpismo: la alianza, por ahora precaria, entre los señores de la tecnología y los nacionalistas cristianos.
Gracias al maridaje de las finanzas y las grandes empresas tecnológicas, profetizar es una de las vocaciones de los titulares de enormes fortunas. Entonces ya devino un secreto a voces que Occidente se aproxima, como dijo Ray Kurzweil, al “momento de singularidad”, al instante mágico cuando la Inteligencia Artificial alcance el nivel de la inteligencia humana y la máquina sea más eficiente que el hombre en todas las disciplinas. Pero frente a las máquinas capaces “de pensar” existen quienes suponen la posibilidad de la realización de una utopía con máquinas que liberen a los humanos del trabajo y la obediencia, al tiempo que otros especulan un futuro distópico con máquinas que puedan reemplazar a los seres humanos, de paso ejerciendo su poder sobre ellos. La diferencia entre “liberar” y “reemplazar” en ese contexto es sutil, claro que sí. Pero a pesar de estos debates más o menos metafísicos, sin embargo, superviven las críticas como la de Naomi Klein, quien con la aspereza que la caracteriza analizó la asociación de los grandes conglomerados digitales con los gobiernos para dar impulso a la Inteligencia Artificial. Aunque dicha asociación fuera presentada como necesaria, argumentó Klein, para dar los primeros pasos de un futuro basado en dicho dispositivo tecnológico, lo cierto es que el futuro no se mantiene unido por los convenios entre los grandes conglomerados informáticos y los gobiernos sino por “decenas de millones de trabajadores anónimos escondidos en almacenes, centros de datos, fábricas de moderación de contenidos, talleres electrónicos, minas de litio, granjas industriales, plantas de procesamiento de carne y las cárceles, donde quedan sin protección contra la enfermedad y la hiperexplotación –es un futuro en el que cada uno de nuestros movimientos, nuestras palabras y nuestras relaciones pueden rastrearse y extraer datos”.
La cuestión no es simple, como se ve. El artículo de Auer denota dificultades serias de inversiones desmedidas con resultados poco satisfactorios, lo cual podría estar configurando una burbuja muy dañina. En otro orden, y a modo de conclusión, un experto destacadísimo de Silicon Valley, Jaron Lanier, ve en la Inteligencia Artificial un producto de la industria bastante avanzado, pero que debe enfrentar dificultades para controlar la efectividad de sus resultados. En efecto, según Lanier esto es así por las limitaciones del lenguaje, cuestión que la humanidad ha soportado “durante miles de años”. Y en este punto apela a un ejemplo conocido, el de la antigua historia del genio de la lámpara mágica que concedía los deseos de Aladino, el dueño, aunque muchas veces sus palabras podían malinterpretarse y los deseos se convertían en serios problemas. Y algo por el estilo sucede ahora, cuando “la Inteligencia Artificial se autogobierna, porque las palabras son más ambiguas que lo que creemos, y pueden generar confusión”. De ser así, como dice Lanier, lo humano continuaría subsistiendo, pero siempre sobrellevando el riesgo de un error fatal.