Mediodía agitado

Romina y Natalia, episodio VII

El sol caía vertical y caliente en el balcón del maravilloso dúplex de Romina. Gustavo, el médico taxista o viceversa, dormía a pata ancha en la cama improvisada que le habían hecho sus anfitrionas. La persiana de madera antigua ofrecía buena oscuridad para dormir, y la calle no era ruidosa. Se oyeron los pasos sobre los escalones. Era Romina.

–¡Ay, no puede ser! ¡Me quedé dormida! ¡Qué boluda soy! Tenía la gran demolición de Cerviño y Bulnes hoy a las once. Hoy era la gran implosión y me la perdí. ¡Me quiero morir!

Romina se tiró al suelo, se puso a gemir, casi a llorar. Natalia bajó las escaleras dando pisadas más fuertes. Le llevaba las gotas matinales de Clonazepán a su amiga.

–Dale, Romina, no es nada. Abrí la boca. Ya vas a tener muchas y mejores demoliciones para ver. La barbarie está llegando acá a la Recoleta, tranquila. Vas a ver caer el petit hotel de Bustamante y French y toda esa esquina. Va a llegar hasta la media cuadra. Será una torre inmunda, como lo que hicieron en Agüero y Beruti y la de Araoz y Santa Fe. Va a ser tu gran espectáculo. Los de tu runfla demoledora se van a vestir especialmente para verlo caer.- le decía Natalia mientras le vertía las gotas en la boca a su amiga y anfitriona.     Recordemos que Romina, la alocada Romina, iba a albergar a Natalia y a la mamá, Stella en su amplio dúplex de Juncal y Larrea. Las gotas caían muy juntas, casi como un chorrito y tenían un saborcito exquisito a jarabe con licor de cerezas, excelente para beberlo en ayunas. Romina se tranquilizó y fue a la cocina a preparar café y mate. 

Gustavo se despertó:

–¿Dónde estoy? ¿Qué hora es? ¿Dónde estoy?

–Te encontramos en la planta baja anoche, ¿no te acordás? Yo soy Natalia, tu pasajera de ayer. Y ella es la dueña de casa, Romina. ¿No te acordás?- Nati lo miraba a los ojos, mientras subía despacio la persiana. ¿No te acordás de mí?- La luz iba entrando como una plateada faca afilada, demasiado clara, enceguecía.

–Estabas muy dormido. Te dormías parado en el ascensor. 

Romina le alcanzó un mate. Gustavo hizo mucho ruido con el sorbo.

–Ay, ya sé. Sí, qué buenas que son, chicas, sí. Es que me peleé con Mica, mi mujer y me fui. Y tengo una nena de cuatro años que es mi corazón. Ah, gracias por haberme invitado.

–Otro mate, le alcanzó Romina.

  Gustavo alzó la cabeza y vio un reloj de pared.

–¡Qué hermoso reloj! ¡Qué antigüedad! ¡Qué hermosa casa! ¿Qué hora es? ¡Me tengo que ir! Tenía una cirugía a las once.

–¿Pero si sos pediatra?-Nati quiso frenarlo, Gustavo se levantó de un envión, Nati quiso retenerlo, le dio un sorbo largo al mate, se lo pasó a Romina para que cebara más, se lo pasó a Gustavo.

–¡No! ¡Me tengo que ir! Sí, soy pediatra, pero iba a ayudar en una cirugía de tráumato. ¡Me van a matar! ¡Me demoré! ¡Me dormí! ¡Uy, es la una, tengo en una hora pacientes en el sanatorio Qupic, acá en Las Heras! ¿Esto es Juncal, No? Chicas, me tengo que ir.

–Vestite primero.-  recomendó Romina, más amable, aunque tenía la cabeza en otra cosa. Ese reloj era de mi bisabuela. Lo trajo de Galitzia, que era Polonia. Imaginate, lo trajo en barco. Después lo tuvimos nosotros, lo heredó mi mamá, que murió hace dos años. Amo ese reloj, pero hoy lo vendo en San Telmo. Quiero comprar dólares. Amo los dólares baratos.

–Disculpen, chicas, me tengo que ir. Tengo pacientes esperando.

–Quedate un poco con nosotras. Nati se acercó. Quería retenerlo. Quedate un cachito.

–Me tengo que ir. Tengo pacientes esperando.

Gustavo se empezó a calzar. Buscaba la ropa desesperado por el living. Nati lo observaba hechizada.  Se acordó de una película de los ochenta que ella vio de grande en reposición. Una película de Scorsese en la que un hombre joven de treinta y tantos, un trabajador, un procesador de textos,-era una peli del año ochenta y cinco, – pasaba de la medianoche, pasaba el umbral de su universo temporal y transitaba por una ciudad absurda, absurda, bohemia y medio vacía, iba de posta en posta por el lóbrego Soho  neoyorquino, por calles sórdidas queriendo seducir a una chica linda que se suicida. Después de extraños malentendidos es acusado de robo y es perseguido por unos vecinos chiflados. Era perseguido, en realidad, por la ridiculez, sí, por una ridiculez feroz, una banda de esperpentos enfurecidos porque sí, que iban esgrimiendo cuchillos de diferentes tamaños. Él, un hombre joven, tan normalito y bueno era acosado, por el deshecho humano que deja la neurosis urbana, y corría, corría hasta que, por fin, el amanecer lo libera y lo devuelve a su confortable rutina.

Algo así vio Natalia en Gustavo. Claro, vio a un hombre joven perseguido  por el pluriempleo, por una agenda superpoblada.

Las chicas le alcanzaron la ropa. Fue al baño.

–¡Date una ducha, si querés!-Recomendó Romina.

–¡No puedo, me tengo que ir!

Mientras Gus se cambiaba, Romina anunció:

–Esta tarde, ahora, comamos algo y vayamos a San Telmo. Vamos a lo de un señor que conozco, dale, acompañame, Nati, dale, y vendemos el reloj de mi bisabuela.

¿¡Tas loca!?

–¡Sí, dale, lo vendemos, quiero más dólares! ¡Le puedo sacar tres mil dólares!

–¡Ni loca, no te lo voy a permitir!

–Dale, no seas tonta.

–Ni empedo, nena. Además, tengo que ir a casa. Seguro que a mamá y a mí nos llegó hoy el telegrama de desalojo. Mañana nos venimos.

Ni bien Natalia anunció eso, Gustavo salió del baño.

–Chicas, disculpen que me vaya. ¿Me bajan a abrir?

–Sí, yo bajo. –Romina agitando las llaves.

–Comé algo. Te va a bajar la presión.- Nati quiso ser maternal.

–No te preocupes. ¡Ay, no me acuerdo dónde carajo estacioné el taxi!

–Dale que te acompaño abajo.

–Volvé esta noche. –Natalia no quiso ser tan obvia, no quiso que se le notara, pero, pobre, lo miró salir, lo observó rascarse el pelo morochito, -algunas canas le estaban asomando,- la ropa, arrugada, el apurón, verlo moverse la hacía olvidar lo feo, lo bajonero, lo triste; no podía sacarle los ojos y él, tan apurado, se palpó el bolsillo del saco a ver dónde estaban las llaves del auto, se rascó la sombra de barba de un día, dijo “uy, discúlpame, casi me voy sin saludarte”,  y le dio un beso rápido y brusco en la frente. Nati se quedó quieta, lo miró más hechizada; él caminó rapidito hasta la puerta, Romina lo esperaba con la llave de abajo; Natalia oyó la puerta del ascensor y el ensueño terminó. Pobre Nati. Ahora le restaba esperar a que volviera.

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