Gotas para Lady Macbeth

Sinopsis: Romina Carla y Natalia son dos amigas de la infancia que casi viven juntas. Natalia perdió su trabajo y su casa y se irá a vivir pronto llevando a su madre al amplio dúplex de Romina en Recoleta.

En la noche anterior, el taxista que la trajo a Natalia se apareció pidiendo albergue por esa noche. Las chicas se lo dieron, aunque, más bien, fue Romina, ya que ella es la dueña de casa. Gustavo, que así se llamaba el taxista, era, en realidad, médico y estaba tapado de trabajo. Natalia empezó a enamorarse de él, pero él, agotado, durmió con flores en el ombligo y además, ni siquiera se percató de los sentimientos de Nati. 

Al mediodía siguiente tuvo que salir corriendo a atender pacientes y las chicas se quedaron solas.

Ahora, las dos amigas, alejado ya el relámpago emocional que fue el médico taxista, debían llenar el vacío de la tarde. Bueno, en realidad, el vacío era cosa que la pobre Romina arrastraba desde entrada la vida adulta. Vacío de no tener vocación alguna ni algo que hacer. Había dejado dos carreras: arquitectura, que era la de su padre, del que heredaría un exitoso estudio de “desarrolladores de torres” con cueva financiera en una oficinita al fondo.  La otra carrera era la de diseño de indumentaria a la que abandonó cuando debió enfrentar una materia teórica con muchos libros, artículos y esas asignaturas intelectuales que la ansiedad de sus venas boicoteaba.

Para Natalia, el vacío no era tal. Al contrario. Ella debía emprender la mudanza al maravilloso dúplex de Romina con su mamá. Se instalarían juntas en el cuarto que hubo sido de los padres de Romina, en el que durmió Liliana, la difunta, la muy querida madre de Romi, separada del arquitecto empresario, ricachón, demoledor y “desarrollador”. 

Las dos almorzarían juntas. Romi propuso ir al restó de las empanadas, pero Nati, acostumbrada a no gastar y ahorrar, le sugirió que no, que ella hornearía las milanesas que guardaba en el freezer. Natalia cocinaba, le llenaba el freezer a la amiga, le calmaba las borracheras, le armaba los porritos y le suministraba las sabrosas gotitas de Clonazepám en la boca.

Así fue que Natalia agarró los comandos de la cocina, extrajo las milangas del freezer y envió a su amiga con precisas instrucciones a una verdulería barata de la calle French a comprar papas, tomates, frutas varias, zapallitos y cabutia. Natalia quería tener comida preparada para cuando volviera su amor pluriempleado. Sabía que iba a volver. Nati no podía vencer un vicio machiruliento de cocinarles a sus amores. En realidad, era algo que le pasaba con los hombres. Veía uno que más o menos le gustaba y, además de otras cosas, se imaginaba una comida para hacerle. Para Gustavo (y para otros anteriores también) le imaginaba unas milanesas a la napolitana con fritas; para su novio de la secundaria, hizo muchas hamburguesas con papas fritas y huevos fritos, para el pibe que repartía diarios frente a su casa imaginó tortillas de papas bien babé con cebollas; pero, bueno, ya hablaremos en otro episodio de los amores de Natalia. Volvamos ahora a la acción de este momento.

Romina fue a comprar a la verdulería barata de la calle French, y, claro, se encontró una cola. Una señora viejita con changuito; una flaca en calzas metida adentro de un celular, un cuarentón recién separado (se le notaba en la mirada), adelante de todos. Eran tres personas. No era para tanto. Romi se paró y para esperar también sacó el celu. Lo soportó un ratito. Se acordó de golpe de otra demolición que se había perdido de ir a ver. La de la esquina de Bulnes y Arenales. Había dejado, y queda hasta hoy, un hueco, un vacío divino que abarca la esquina y un poco más. Ahí había habido una fábrica y venta de sillones y mobiliario. Y arriba un edificio bajo hermoso, antiguo. Ella, distraída se había confundido la fecha del día de la implosión y no había ido. Se perdió el gran espectáculo. ¡Qué tonta! La frustración la puso de mal humor. La ansiedad empezó a subirle desde los pies. Sintió un temblor en las rodillas que siguió a la cintura y llegó hasta el corazón. Los latidos la golpeaban, retumbaban, no aguantó más esperar y se cruzó a la verdulería de enfrente. Sí, había una verdu enfrente, con precios comunes, precios de Recoleta y ningún cliente. De toda la lista sólo pudo comprar unos tomates rojos por fuera, y, por dentro… vaya a saber. La muy boluda no había llevado tarjeta y eso que ahora sí, las verdulerías te aceptan la tarjeta de crédito. 

Nati le puso mala cara cuando la recibió. Ella debería completar la compra, y sabemos lo molesto que es ir a comprar a deshora en el resto del día.

Almorzaron viendo un streaming de jingles, del cual Romi no entendía nada pero se reía igual. De golpe, en medio dela risa, Romina se acordó de que algo iba a hacer ese día.

–¡Nati, habíamos quedado en ir juntas a vender el reloj de pared!

–No, Romi. Ese reloj es una joya antigua. Me muero si dejo de verlo.

–Quiero comprar dólares.

–Basta, Romi, se los pedís a tu papá.

–Es que quiero yo hacer operaciones financieras. Quiero ser independiente como vos.

–Trabajá con tu papá. Él sabe. Ese reloj tiene la memoria, el afecto de tu mamá, que era una divina, Liliana, la sigo adorando. Todos los muebles de esta casa están desde que somos chicas.

–No entendés, Natalia. Vos no entendés nada. Vivís en tu mundo de zurdos románticos. Para ser buen financista hay que saber despegarse del pasado. Borrar los recuerdos que nos alteran. Secar las espesas lágrimas de la melancolía, olvidar lo que nos duele.- Romina se iba transformando, las mejillas sonrosando, las pupilas dilatando- Es preciso  desdeñar el arte, abominar de lo artesanal. Hasta, diría, rechazar los adornitos y las estatuitas, los daguerrotipos familiares, aborrecer las figuras religiosas. ¡Quisiera convocar a algún espíritu poderoso que me ayude, que aleje de mí los sentimientos melancólicos, que seque de mis ojos las lágrimas espesas de los duelos y las nostalgias, una fuerza que me despoje de todo arrepentimiento y culpa! ¡Que vengan a mí los espíritus del cambio y que entremos en una nueva era!…

Natalia se empezó a asustar. Ella conocía bien a su amiga y desde los quince que le conocía esas viarazas delirantes. Mientras Romina hablaba como una Eleonora Duce, como una María Rosa Gallo, qué digo, como una lady Macbeth neoliberal, fue a la heladera, agarró una lata de duraznos en almíbar y subió a la habitación. Romina Carla siguió declamando, invocando a fuerzas extrañas, a las fuerzas del cambio. No vio a su amiga volver. Tampoco la vio verter medio frasco de Clonazepám en gotas en el juguito de los duraznos.

–Te agrego dulce de leche, Romi.

–Sí, dale. Me entendés,-prosiguió con su prédica,- deseo liberarme del peso del pasado, deseo borrar la densidad que me rodea. Por eso quiero convertir mis bienes a dólar. Vender todo y transformarlo en papel verde. Ya vas a ver.

En pocos minutos quedó dormida. Nati la fue llevando escalón por escalón al dormitorio. Romina dormiría una larga  y profunda siesta. Esa noche, ¿volvería Gustavo? Por lo pronto, Nati tendría que empezar de a poco la mudanza con su mamá.

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