En la última edición de Y ahora qué? se brindó una breve incursión en la mentalidad que se autopercibe aristocrática y la mentalidad desflecada que patentiza los movimientos en ascenso de la derecha global, esto es, del neoliberalismo radicalizado. Para disimular su verdadera naturaleza, los voceros del neoliberalismo radicalizado intentan parasitar malentendidos que fueron gravitantes desde su formulación.
En la última edición de Y ahora qué? el autor del presente artículo incursionó en una cita mínima, un intersticio menor entre la mentalidad con pretensiones aristocráticas descripta en su momento por Nietzsche, el filósofo casi siempre mal leído e interpretado, y la mentalidad desflecada de los movimientos en ascenso de la ultraderecha global, del neoliberalismo radicalizado.
Esa mentalidad autopercibida aristocrática, que proyecta su larga sombra hasta ser abordada por notables ensayistas contemporáneos como Giuliano da Émpoli, por ejemplo, habilita que sea también interpelada a fin de dilucidar una de las claves del poder que reclama para sí: la toma de distancia del resto, y su despliegue en alturas inaccesibles.
Pero Nietzsche fue un pensador propenso, dada la preferencia por escribir textos epigramáticos y fragmentarios, a la entrega de material con múltiples sentidos y a la altura de las expectativas de quienes tomaran contacto con él, dejando de lado prejuicios académicos. Y así como la adolescencia con problemas aún hoy encuentra más preguntas que respuestas en sus páginas, y jirones siempre saludables de romanticismo inveterado, si toma el camino hacia la derecha tropezará con peligrosas figuras que invitan a ser emuladas, como los millonarios tech, nobles, señores o guerreros despiadados, crueles en su afán de conquista y destrucción. Esos personajes desprecian a las instituciones y las normas comunes, a la cultura en general, la protección de los derechos humanos y el respeto por las minorías, y actúan según los dictámenes de una lógica primaria de poder. En definitiva, son los que dictan las leyes para que las cumplan los demás.
También animó Nietzsche una curiosa, cuando no patética, historia con su hermana Therese Ellisabeth Alexandra, quien se casara con un antisemita y nacionalista empernido y fundara una colonia en Paraguay: Nueva Germania. Aquel matrimonio disgustó al filósofo y provocó el distanciamiento de su hermana, quien tras seis años de probar suerte en Paraguay regresaría viuda, en 1889 –su marido se había suicidado con veneno un par de años después de fundar la colonia.
Entonces Therese Ellisabeth Alexandra encontró la oportunidad para nazificar la obra de su hermano Friedrich (que ya tenía la mente colapsada por el último estadio de la sífilis), mediante la participación en las ediciones sucesivas de sus libros y muy especialmente merced a la intervención de materiales póstumos que serían reunidos en La voluntad de poder. Pero la conversión fue siempre dificultosa porque abundaban textos previos donde Nietzsche se opuso al nacionalismo y a toda forma de idolatría del Estado, al que no llegó a pensar en términos de pedofilia, ciertamente, pero sí como “el nombre del más frío de todos los monstruos fríos”. Y no conforme con eso, también había sentenciado: “Fríamente miente; y esta mentira se le escapa de la boca: «Yo, el Estado, soy el pueblo».”
Es obvio que la Nación en armas que pretendieron los nazis no requería un Estado frío y monstruoso sino uno debidamente militarizado y veraz, como pregonaban sus publicistas, que lejos de suprimir la individualidad y la vida auténtica las enalteciera, siempre moral y protector. Pero Nietzsche creía que en su lugar funcionaba una estructura unificadora de los individuos fomentando obediencia, igualando hacia abajo, limitando la capacidad creadora de los seres excepcionales y exaltando un bien común que aplastaba la singularidad y promovía una moral de rebaño. Entonces no podía ser de otra manera: para la mentalidad aristocrática, al fin de cuentas el Estado ponía en juego su continuidad y debía ser eliminado, motivo por el cual las ideas del filósofo referidas al Estado y las autopercibidas aristocracias se conformaban, de cara al nazismo, como una doble y flagrante contradicción.
Actualmente, en el curso de la concentración económica aparece la tensión entre los Estados nacionales y las grandes corporaciones cuyos intereses son expresados por la ultraderecha global, que más allá de afinidades discursivas no es tributaria del paradigma nazifascista, cuestión en su momento debatida en la Argentina, sino del paradigma del neoliberalismo radicalizado. Y mientras estos intercambios de ideas tuvieron lugar, pese a la aplicación de un ajuste ortodoxo hasta la parodia, en el marco de las medidas adoptadas para “resolver los problemas de la macro” comenzó un ciclo de profunda recesión económica y endeudamiento desenfrenado, lo que implicó la severa caída en materia de ingresos y consumo, como lo prueban el cierre de pymes (víctimas de la recesión, la competencia desleal por la importación a mansalva, el alza de los costos y la carga impositiva) y la creciente pérdida de empleos.
Pero en manos de Milei y sus colaboradores íntimos el Estado nacional jamás implementará una medida antirrecesiva, y entonces acelera la aplicación de la motosierra, con entusiasmo manejada a nivel de la Administración Pública Nacional por Sturzenegger. Esto suma a la fuerte reducción del consumo, sobre todo si las autoridades cumplen con agregar, a los casi 60.000 puestos anulados desde el comienzo de la gestión libertaria (muchos de ellos por la discontinuidad de contratos de locación de obra), otra ronda de alrededor de 28.000 despidos adicionales, hasta que la planta quede en 250.000.
El tan publicitado “déficit cero” resulta de cierta contabilidad creativa, según entendidos en la materia, y también obedece a la virtual parálisis de la obra pública, o al retroceso (vía desfinanciamiento) del Estado en áreas que hacen a la calidad de vida actual y comprometen el futuro de la comunidad. Están en riesgo la salud pública y la educación en todos sus niveles, así como también diversos organismos descentralizados, donde además de recibir cada vez menos transferencias de fondos, deben asimilar los despidos de gran parte de sus empleados, la profundización del atraso salarial –como también es el caso de los jubilados– para quienes continúen en sus cargos. Y luego las presuntas transformaciones continuarán por el lado de las privatizaciones de empresas públicas, con toda seguridad monitoreadas por los acreedores de la Argentina, que siempre tendrán mucho que decir. Pero es sabido: se trata de una historia conocida, que reserva lo peor para el final.