Jorge Mario Bergoglio
1936-2025
† in memoriam
La apropiación ilegítima del complejo término “libertad” obliga a ir en busca de su sentido profundo y verdadero. Una indagación sobre el concepto y su aparición, además de sus usos, en términos históricos ayuda a desmitificar su utilización bastarda.
La libertad es una aspiración suprema de los seres humanos, tanto en sus dimensiones materiales (disponibilidad de bienes y servicios para llevar una vida digna) como espirituales y sociales, necesarias para pensar, expresarse, moverse, elegir cómo y dónde vivir, entre otras cuestiones esenciales para ser persona y convivir con nuestros semejantes dentro de las limitaciones que siempre existen, que no son inmutables y pueden y deben mejorarse mediante acciones inteligentes guiadas por la solidaridad.
Como concepto político es eminentemente moderno, puesto que en la antigüedad ser libre significaba ante todo una situación que implicaba no estar sometido a un dueño o señor que ordenaba la organización del trabajo y otras tareas dentro de la estructura social. Pero esto cambió con el tránsito a la modernidad.
La libertad para disentir, sobre todo de los dogmas religiosos pero que más tarde pasó al plano político, fue el comienzo, después de la voluntad de desplazarse fuera del señorío, condición a su vez del comienzo del final en el resquebrajamiento del orden existente.
Estas aspiraciones, convertidas en necesidad y más tarde en derechos se corresponden con el agotamiento de las estructuras feudales, el fortalecimiento de las ciudades (burgos) y la mayor complejidad de funciones que en ellas se desenvuelven por sobre las que caracterizan al mundo rural, por definición más estático. La presunta armonía medieval, basada en una relación de fuerzas que establecía un orden social jerárquico y a la vez sagrado fue desapareciendo a medida que los siervos abandonaban sus tareas y emigraban, fuese hacia los centros urbanos o a la búsqueda de oportunidades mejores para sus vidas signadas por las privaciones, incluso el bandidaje.
Si bien esos procesos son históricamente larguísimos, con raíces en el siglo XIII o antes, atravesando el Renacimiento y la aparición de la Ilustración, alcanzan su cenit como aspiración colectiva expresada como consigna de validez universal durante la Revolución Francesa: libertad, igualdad, fraternidad. Metas de la humanidad todavía inconclusas, si bien se mira.
Las transformaciones fenomenales que se suceden tras esa eclosión abrieron el cauce para que el incipiente capitalismo mercantil se expandiera mediante la revolución industrial (técnica y conceptual) y diera lugar en relativamente poco tiempo a un mundo distinto, con creciente concentración de la riqueza social generada en las metrópolis y las colonias y con extraordinarios cambios en la calidad de vida y cultura, en particular para las clases acomodadas.
Se suele señalar que el capitalismo puro de libre competencia sólo existió en un instante del proceso histórico, precisamente en los comienzos de estos procesos que evocamos muy rápidamente. Y aquella fugaz anarquía en la producción y el intercambio fueron cediendo preeminencia casi inmediatamente a organizaciones más reguladas que trataban de atenuar y hasta corregir los ciclos de auge y depresión.
Paralelamente, el mundo no tenía mucho de libre competencia, dominado como estaba por las potencias coloniales y las compañías comerciales que controlaban la generación y distribución de los bienes, tanto primarios y extraídos de las zonas dominadas como de los propios espacios de producción donde la concentración de capital era mayor y la tecnología más compleja (también los bienes resultantes), es decir en el centro del sistema-mundo en gestación (Wallerstein). Siguiendo a este autor se describe cómo se establecieron también las periferias, proveedoras de los centros dominantes, y las semiperiferias, regiones y países donde la dominación no llegaba en forma directa pero igualmente se articulaban, aunque más débilmente, con el dispositivo global, como fue el caso de Rusia, incorporada después de que Polonia fuese asimilada como proveedora de granos.
La legislación inglesa prohibía la exportación de maquinaria, aún de sus partes, y dicha norma, aplicada con severidad, abarcaba hasta los planos de los ingeniosos aparatos que iban apareciendo al calor de esa transformación. Si alguien era sorprendido llevándose planos de máquinas de contrabando iba a prisión.
Como se advierte, de libertad de comercio, más allá de la prédica ideológica que abundaba por entonces había, como hoy, más cháchara y hasta jugosos tratados teóricos que realidades comprobables en las prácticas corrientes de empresarios y consumidores, intermediarios incluidos.
El capitalismo moderno se forjó en la dura lucha empresarial por la preeminencia de unos pocos sobre sus competidores, o sea por el monopolio y no por la multiplicidad complaciente de actores concurrentes en alegre emulación de unos y otros como dice el relato establecido. Y la regulación estatal, casi siempre tardía e insuficiente, iba detrás de los acontecimientos.
La fractura ideológica
Esta dicotomía entre los dichos y los hechos es congénita al proceso capitalista, una característica muy propia de un sistema que es creativo, versátil, audaz y conservador según convenga, e impulsor de notables cambios tecnológicos (no pocas veces dirigidos especialmente a la sustitución de mano de obra) y lo convierte en el más potente y transformador que haya existido, al punto de modificar la vida social de modo estructural. Eso no quiere decir que sea bueno y vaya repartiendo bonanzas angelicales, sino que se refiere a que su capacidad de arrastre del conjunto ha sido irresistible a escala mundial.
La crudeza y brutalidad con que el capitalismo globalizado se instaló en las regiones periféricas requirió también de un relato que sublimara sus lados oscuros. Recordemos que mientras en los países más avanzados de Europa se abolía hipócritamente la esclavitud por razones humanitarias al mismo tiempo a escala mundial volvía a florecer el infame comercio de seres humanos trasladados por la fuerza desde África a las zonas donde la mano de obra gratuita era una condición de rentabilidad y acumulación de riqueza, como en el sur estadounidense, Cuba o Brasil, entre otros.
El refinamiento de las cortes imperiales tenía por detrás una larga lista de agravios a la condición humana de los seres que estaban sometidos a su poder. La aparición de la conciencia republicana tiene mucho que ver con eso: terminar con los privilegios de los señoríos y establecer principios de igualdad que llevaron siglos en establecerse mediante luchas sociales muchas veces sangrientas.
No fue un proceso impoluto. En la medida en que la burguesía tomó para sí las riendas del poder se configuraron otras formas estatales. No pocos nobles eran ya empresarios cuando esto pasó y los más hábiles salvaron la facha de esta mutación que evitó que toda propiedad señorial fuese requisada y puesta en manos de audaces emprendedores (entrepreneurs) que veían allí su oportunidad de obtener ganancias en un escenario favorable y anteriormente vedado o muy dificultoso para ellos, sobre todo con la propiedad rural.
En Francia, epicentro de los ideales revolucionarios, ese proceso llevó a una concentración de la riqueza sin precedentes, y hasta perdieron sus derechos y propiedades las viudas nobles a quienes el Ancien Régime las autorizaban a administrar sus heredades.
Así fue pues, dicho a vuelo de pájaro, que una cosa fue el despliegue del capitalismo global y otra el relato con que se adornó su irrupción e imposición, generando a su paso las transformaciones más grandes que haya registrado la historia humana.
La idea, machacada al infinito por usinas de influencia mundial y repetida por creyentes interesados o ingenuos, de que el avance del capitalismo trae consigo la democracia y el bienestar de los pueblos, no sólo es falsa en sí misma sino que es impresentable porque no tiene explicación ni respaldo en los hechos que configuran la historia universal.
La ampliación de las expectativas que la abundancia de la producción fue creando abrió perspectivas de lucha social con posibilidades de éxito y así fue como las monarquías absolutas fueron cediendo su lugar a formas republicanas con más amplias representaciones de los diversos sectores sociales, tránsito que no fue un sendero de rosas, como se sabe.
Lo curioso es que todo esto se hizo en nombre de la libertad, entendida ella como a cada cual de los protagonistas le convenía. Una libertad que dejó atrás la igualdad y la fraternidad.
Libertad asimismo de las cadenas de la opresión colonial, en los países que lograron en el siglo XIX su independencia política, sin que ello cambiara sustancialmente el orden mundial pero estableciendo nuevas condiciones de intercambio comercial.
Libertad de los oprimidos al liberárselos de prestar servicios laborales a patrones que a poco andar entendieron que era mucho más práctico tratar uno por uno con los aspirantes a un trabajo remunerado que hacerlo sobre la base de la obligación y el consiguiente aparato de coacción que ello implicaba.
Las ideas socialistas en sus diversas formas, desde el anarquismo hasta la creación de partidos reformistas o revolucionarios fueron la contrapartida del proceso de concentración del poder en el que la expansión del sistema y su consolidación permitieron la hegemonía a los representantes de las clases dominantes.
Por eso el voto popular fue una consigna con un potencial transformador inmenso, puesto que se trataba de hacer participar a quienes eran la parte menos favorecida de la sociedad, por supuesto con diferencias importantes entre los países del centro y los de la periferia, cuya capacidad para establecer comunidades más equitativas era mucho menor dada su escasa recompensa en el comercio desigual, donde los proveedores de manufacturas llevaban la delantera sobre los oferentes de materias primas.
Pero las ideas también vuelan en el viento y no se atan a las tristes realidades de cada instancia y en cada país. No es que sean completamente ajenas a las realidades sociales, puesto que se forjan en el seno de su paso por las realidades concretas, pero se caracterizan, dada su formulación abstracta, por tener aspiraciones universales. Así se convierten en ideologías que justifican y validan diversos modos de organización.
La libertad como aspiración no ha sido resignada por ningún grupo social, ni los acomodados –que ven en ella una oportuna fundamentación para justificar su posición– ni los menos favorecidos, que aspiran a disfrutarla no sólo en la intimidad de la propia conciencia sino también en el orden social donde suelen llevar la carga más pesada del esfuerzo colectivo.
El liberalismo se fue forjando como ideología a medida en que se ampliaba y consolidaba un sistema jurídico donde los roles parecían nítidos: estaban por un lado quienes organizaban la producción y el Estado y quienes, por otro, aportaban su trabajo y, bajo la promesa del progreso individual, sostenían con su sudor al conjunto, cuya complejidad creciente hacía surgir nuevos roles y funciones, dando lugar a sociedades menos binarias.
En tanto explicación del mundo y consuelo de angustias incómodas, el liberalismo no es ya hace mucho tiempo una visión monolítica con coherencia interna. Han florecido bajo su invocación múltiples expresiones tanto políticas como culturales en el sentido más abstracto del término.
La llamada escuela austríaca, por ejemplo, es una curiosidad académica que no se aplica en ningún lugar del mundo, pero sí se utiliza, y mucho, para embaucar mentes dispuestas a creer en la no evidencia y el dogmatismo de cuatro presuntas verdades, todas ellas en contradicción con la libertad relativa que van logrando los diversos países en sus respectivos ordenamientos políticos y sociales.
En los discursos de los funcionarios de los organismos internacionales de crédito, plagados de eufemismos y referencias a aspectos secundarios o instrumentales de las cuestiones pendientes, es posible ver el trasfondo de apelación a formulaciones puramente ideológicas donde se pretende, con su accionar nada inocente, crear condiciones para armonizar las economías emergentes con la perpetuación de las hegemonías existentes.
En el plano local, con esta etapa de ajuste no sólo de recursos sino también de ideas, esto ya no se vuelve tan eufemístico. Aquí se utilizan las más descaradas expresiones e insultos para atacar al presunto enemigo, calificándolo con cualquier anacronía que suene denostadora en el mayor grado posible. Y la paradoja es que eso se hace en nombre de la libertad, cuando el primer aspecto de esta noble aspiración es el respeto a las ideas ajenas.
La libertad así manoseada no avanza hacia ningún lado positivo o solidario. Exacerba las tensiones sociales al punto de disociación del cuerpo social. Si es posible que ello ocurra no es sólo por la audacia y el oportunismo del grupo que llegó a controlar el Poder Ejecutivo obteniendo una mayoría electoral sino sobre todo por las condiciones de no va más que se vivía en el país hasta entonces.
No es por su mérito y mucho menos por la coherencia de su propuesta (cambiante y repetitiva de fórmulas mil veces fracasadas) sino por la carencia de opciones que ofrecía el modelo de la grieta anterior, donde dos facciones se decían de todo, pareciendo que se incendiaba el mundo, y en la realidad no pasaba nada sustancial, siempre en retroceso y con pobreza creciente (utilizada como reproche mutuo, jamás como objetivo prioritario de acción gubernamental).
Aquí podríamos detenernos en una curiosidad de la historia reciente. Cuando Macri asumió el gobierno pidió que se juzgara su gestión por su éxito en materia de reducción de la pobreza. No está en nuestra posibilidad saber si lo prometió por autoconfianza, creencia ingenua o simplemente esperanza en que nadie le pediría cuentas sobre eso pero no deja de ser, visto desde hoy, como un fenómeno curioso de ignorancia en cierta forma políticamente suicida. Sin embargo, sus adherentes no se le reclamaron, cuestión más inquietante todavía, y sus opositores descontaron siempre su fracaso, aunque acertara.
Un concepto no reductible
La libertad convertida en consigna política y envuelta en toda la podredumbre insolidaria que empapa el discurso de Milei se convierte en una esclava, un grotesco, una farsa. En el mejor de los casos, digamos con esfuerzo y tragando amargo, es una ilusión de todos aquellos que creen que basta con eliminar regulaciones para que el país prospere. Cuando en realidad, mirando la historia de la economía mundial, la prosperidad es siempre resultado del despliegue de las fuerzas productivas en el marco de las más sabias regulaciones.
El capitalismo contemporáneo, tal como se lo constata fácticamente en nuestro tiempo, funciona con muchísimas regulaciones que a su vez cuidan que no pierda eficiencia y dinamismo, y agreguemos: como gustan decir los repetidores de la monserga al uso actual, competitividad. Esta es casi siempre resultado a su vez de regulaciones sensatas y de un buen manejo de la política cambiaria antes que de una exposición impiadosa frente a las importaciones de productos extranjeros que cuentan, ellos sí, con formidables apoyos para su producción y exportación por parte de sus países de origen.
En esas condiciones, la tensión que su tendencia a la concentración y acumulación genera con el sistema democrático, por definición más igualitario, se vuelve fecunda en determinadas condiciones porque la potencia de la expansión productiva y tecnológica puede evitar volverse caníbal, es decir en contra de los intereses generales.
Obviamente ello no ocurre espontáneamente, pues requiere una gestión sensata a lo largo del tiempo y diferentes gobiernos que vaya construyendo una convivencia equitativa en un marco expansivo, que es justamente lo que está ausente en la situación argentina actual, guiada por el ajuste perpetuo, el creciente endeudamiento y la agudización de las condiciones sociales que padecen los sectores menos favorecidos.
A medida que aumenta la población con necesidades básicas insatisfechas se degrada la convivencia del conjunto. Ignorarlo, como hace la dirigencia en general, sólo agrava el problema.
La libertad no avanza en condiciones de ajuste perpetuo, se desnaturaliza cada vez que es invocada como justificación de un modelo que no tiene nada de nuevo en su concepción, pero que esta vez se aplica con una crueldad nunca vista, ni siquiera durante las dictaduras militares (que eran peores en materia de respeto a los derechos humanos básicos).
Además de lo señalado respecto de que no tiene nada que ver defender una libertad real con promover las divisiones sociales, señalemos que nunca se es libre sobre la base del desprecio y la aplicación de políticas que incrementan los padecimientos materiales de la población. El individualismo como teoría y práctica (todos contra todos) es una forma de disolución de los lazos que nos reúnen en una comunidad nacional.
Que una visión tan disgregadora se haya instalado por vía electoral obliga a revisar la situación anterior, sin duda causa para que una neta mayoría apoyara con su voto la instalación en el poder gubernamental de un grupo de aventureros audaces y agresivos pudiera acceder a los puestos de mando. Aquello que ocultaba la grieta estalló en las urnas.
Por eso resulta tan preocupante, pese a las crecientes voces que aparecen reclamando una reconstrucción de la unidad nacional, que la dirigencia anterior no haya revisado su conducta y, al contrario, la reivindique como un pasado al que hay que volver o tener como referencia en la construcción futura. Esto en cuanto al peronismo, pero se registra también como disgregación, pases y traiciones, en el seno de los partidos que formaron la coalición Juntos.
La verdadera libertad, aquella que nos permite la autonomía personal y la creación en común de condiciones de convivencia dignas para todos, no es ni puede ser resultado de cancelaciones y rechazos de amplias porciones de la población.
Entre los numerosos vicios que muestra el grupo gobernante está en primerísimo lugar la sustancia política que aplica, siendo su estilo agresivo e irrespetuoso la envoltura con que trata de validar el allanamiento de la economía y la sociedad argentina a las hegemonías mundiales que no se caracterizan por buscar la promoción humana ni del entorno ambiental en que se desenvuelve la vida de los pueblos.
Al mismo tiempo, sin una revisión profunda y autocrítica del pasado anterior, tampoco se abrirán fácilmente las compuertas de la sumatoria de voluntades constructivas que necesitamos. A Dios rogando y con el mazo dando.
