El prestigioso economista y académico Héctor Valle, fallecido en 2019, había publicado en los años cercanos a su muerte un extenso trabajo sobre la historia de la economía argentina, que abarca el período comprendido entre la batalla de Pavón, en 1861, hasta la Convertibilidad de Domingo Cavallo en los años ´90. Valle, durante su dilatada trayectoria al frente de la Fundación de Investigaciones para el Desarrollo (FIDE), fue un intelectual ineludible para quienes se plantearon enfrentar la ola con neoliberal que azotó a la Argentina, al punto de convertirse en uno de los economistas heterodoxos más respetados. ¿Y Ahora Qué? reproduce a continuación el capítulo de esa historia económica que se corresponde el período en que la Argentina, al momento en que Gran Bretaña se erigía como el único taller del mundo, consolida su inserción en la vieja división internacional del trabajo que la lleva a transformarse en una gran productora de materias primas y alimentos. El extenso trabajo de Héctor Valle que se publica en estas páginas adquiere una gran actualidad, ya que desnuda las falacias en las que incurre el presidente Milei en su afán de idealizar un pasado de la Argentina que en rigor no existió. Si bien el modelo agro-importador tuvo un período de prosperidad y crecimiento, la perpetuación de una inserción internacional que significara eludir el desafío de la industrialización nos condenaba a asfixiar nuestro proceso de desarrollo y progreso social inclusivo.
Posicionamiento de la Argentina en la era victoriana
“Hay un momento en la historia universal en que Gran Bretaña puede ser descripta como el único taller del mundo, su único importador y exportador masivo, su único transportista, su único poder imperialista, casi su único inversor extranjero; y por esa misma razón su única potencia naval y el único país con una política mundial propia. A la soledad de pionero, señor de cuanto deslindaba a falta de otros competidores, se debe gran parte de ese monopolio que terminó automáticamente cuando otros países se industrializaron, aunque la estructura de transacciones económicas mundiales que construyó Gran Bretaña y en términos británicos fue durante largo tiempo indispensable para el resto del globo. Sin embargo, para la mayoría del mundo la era de la industrialización “británica” fue simplemente una fase –la inicial o una de las primeras– de la historia contemporánea” (Eric. J. Hobsbawm, “Industria e imperio”, ed. Seix Barral, Barcelona 1977).
El marco externo tiene siempre una importancia decisiva para explicar las circunstancias que se verifican en la periferia del sistema mundial. Vale la pena detenerse en repasar algunos rasgos de la situación internacional que fueron decisivos para inducir los cambios ocurridos en la Argentina para convertirla en un gran productor de materias primas agropecuarias.
A mediados del siglo XIX, cuando cae el gobierno de Rosas y todavía faltaban dos décadas para que el liberalismo de Buenos Aires se tornara hegemónico, en el centro del sistema capitalista ya estaba virtualmente agotada la primera etapa de la Revolución Industrial, apoyada en las manufacturas textiles y la aparición de los ferrocarriles. Se trató de un proceso liderado por Gran Bretaña pero que también tuvo por escenario a las grandes naciones de Europa continental.
Con el desarrollo de nuevos productos, como los originados en la siderurgia y la química, el creciente perfeccionamiento del transporte ferroviario y la extensión de sus redes a nivel planetario, sumado a la difusión del telégrafo, se facilitó la consecuente ampliación de los mercados y la mayor facilidad para acceder a los mismos. Eran todas señales claras de que amanecía una nueva fase de expansión en el capitalismo que ya abarcaba a los países más importantes de Europa y progresaba en América del Norte. Paulatinamente, Inglaterra iba cediendo el liderazgo en aquellos años que luego se conocerían como la segunda etapa de la revolución industrial.
Cuando la Argentina entra en el juego, estableciendo relaciones estrechas con la Inglaterra de la época victoriana, si se analiza la composición de la riqueza británica puede advertirse que era cada vez más importante el aporte que a la misma hacían otros sectores, como la intermediación financiera, los fletes y las rentas originadas en las posesiones del exterior.
Inglaterra había logrado consolidar, como ninguna otra nación, tres importantes ventajas: su poderío naval, el mercado de capitales de Londres y, a partir de la adopción del patrón oro en 1818, la aceptación mundial de la libra esterlina como valor de reserva. Por el contrario, tanto sus manufacturas como su minería del carbón mostraban una decreciente competitividad.
Para imponer las exportaciones británicas de bienes y capitales, los sucesivos gobiernos británicos debían entonces, y sin ruborizarse, utilizar ciertos medios -ya sea apelando a la diplomacia, el poder financiero, la corrupción o la acción directa- que a la hora de asignar factores poco tenían que ver con la teoría de las ventajas relativas pregonada por David Ricardo.
Con la expansión del capitalismo, Europa, que por entonces era el centro del mundo, vivía una época de revoluciones burguesas, con gran inestabilidad y permanentes tensiones bélicas. Un rasgo distintivo de aquellos tiempos estaba dado, efectivamente, por el poder que habían alcanzado las burguesías nacionales y muchas veces en alianza con las monarquías post napoleónicas, con Gran Bretaña a la cabeza y enfrentadas a resabios feudales todavía con mucho poder, como eran los terratenientes y la Iglesia. Otro fenómeno contemporáneo fue la expansión imperialista, que se encontraba en pleno auge.
La hegemonía del capitalismo no siguió el curso transitado sin grandes costos. En la mayoría de los casos fue parida por la violencia, al tiempo que se asistió a una aguda pauperización de las clases desposeídas, circunstancia que tocó techo con las hambrunas de 1848. La miseria, por ser aún peor en las zonas rurales más atrasadas, estimuló la emigración de grandes masas de trabajadores hacia los nuevos espacios vacíos de América y Oceanía.
Correlativamente, abaratar los alimentos para bajar el costo de reproducción de la mano de obra europea -sumando así otro factor, los salarios reales decrecientes, que otorgara factibilidad a la segunda etapa de la revolución industrial-, se convirtió en una consigna a la cual rápidamente se adaptaron las normativas legales en Gran Bretaña (con la eliminación de las leyes de granos) y el resto de Europa. Ello facilitaba la importación de cereales y carnes, al tiempo que se fomentaba la inmigración de mano de obra, especialmente la de baja calificación y proveniente muchas veces de regiones donde todavía subsistían condiciones semi feudales de producción.
Se había generado la condición necesaria para que la Argentina ingresara al campo de juego. A su vez, las “condiciones suficientes” serían varias: apropiarse de las tierras fértiles gratuitamente o asignadas por el Estado a la décima parte de su valor; atraer mano de obra barata del exterior y construir la infraestructura necesaria, financiándola con inversiones directas o endeudamiento público, ambos de origen predominantemente británico.
Se trataba de conseguir algo más que abaratar la reproducción del trabajo en Europa. En la que Hosbsbawm denominó “La era del imperio, 1875-1914” (ed. Crítica, Buenos Aires, 1998), lapso que coincide casi exactamente con el período “idealizado” de la Argentina pastoril, no se trataba solamente de una cuestión de ganar mercados, abaratar los alimentos para bajar el costo del trabajo junto a resistir las presiones para reducir la jornada laboral y estimular la migración de la mano de obra excedente.
El equilibrio del sistema requería, además, postergar indefinidamente la tendencia al decrecimiento en la tasa de ganancia del capital, y ello imponía la necesidad, por lo tanto, de sostener el vigor de la especulación financiera desplazándose lucrativamente a nivel planetario. En esta última materia la City londinense también era imbatible.
Las grandes inversiones necesarias para aprovechar las ventajas naturales de los países productores de materias primas (especialmente ferrocarriles, puertos y obras públicas) poniendo en valor los recursos que se podían explotar en los territorios todavía vírgenes cumplían, por lo tanto, además dos funciones básicas: 1) permitir ampliar el mercado para las manufacturas británicas, particularmente las del hierro y el acero, así como las construcciones metálicas de todo tipo, y 2) garantizar un piso elevado para la tasa de ganancia de las corrientes financieras, evitando que éstas se desalentaran cuando precisa-mente se requerían grandes masas de capital para poder llevar a cabo todo el complejo productivo que por entones se estaba instalando.
Vale la pena hacer un breve paréntesis para advertir que la Argentina fue uno de los países pioneros en esta materia al garantizar una tasa del 7% al capital invertido en los ferrocarriles, más la onerosa concesión gratuita de miles de hectáreas al costado de los rieles, con lo cual se generó una masa -nunca calculada- de ganancia inmobiliaria. No sería la última vez en la historia de nuestro país en que sus gobernantes fueran “más papistas que el Papa” a la hora de establecer atractivos materiales, garantizar rentabilidades incomparables y otorgar seguros de cambio gratuitos a la inversión extranjera.
Interpretación teórica y expresiones culturales
Desde el punto de vista del centro del sistema, entonces, más allá de las turbulencias sociales, políticas y militares que agitaban la superficie, en el último cuarto del siglo XIX la consolidación del sistema imperial con eje en Gran Bretaña llegaba a su apogeo, alejando el horizonte de su inevitable declinación. Esta era la razón profunda que les permitía mirar con optimismo el futuro y alimentar la ya referida fe ciega en la idea del progreso infinito, fundado en el libre mercado y el patrón oro.
Esta idea del “progreso” resultó un mito que muchos han ejemplificado comparándolo con el destino del Titanic, una joya de la ingeniería naval británica, que supuestamente jamás podría hundirse pero que sin embargo cuando le llegó la noche de la tragedia terminó mostrando su fragilidad estructural y la inutilidad de sus previsiones de salvataje. ¿Acaso no fue algo parecido lo que ocurrió con el patrón oro cuando se pusieron a prueba sus famosas reglas de ajuste automático?
Desde el punto de vista teórico, mucho tiempo antes el sistema ya era severamente cuestionado. No cabe duda de que la anticipación teórica más lúcida de los grandes cambios por entonces en curso, sus contradicciones internas y la inevitabilidad de las crisis en el capitalismo, ya se podían encontrar desde tiempo atrás en el “Manifiesto del Partido Comunista” de Carlos Marx, aparecido en 1847 en Londres. En el “Manifiesto” Marx también subraya el papel revolucionario que, para esa etapa del desarrollo histórico, jugaba la burguesía europea (y que seguiría jugando en las décadas siguientes, hasta la primera guerra). Pero tampoco ignora la relevancia de los estados nacionales, ya fueran los antiguos, como en Inglaterra, Prusia o Francia, o los nuevos, tal el caso de la Italia del Rissorgimiento. El espíritu del siglo era liberal, pero también nacionalista en Europa, con ejemplos paradigmáticos en Cavour y Bismarck.
No podemos resistir la tentación de señalar que tampoco faltaron expresiones artísticas que ilustraron los rasgos de aquella época tan turbulenta como fascinante, donde paralelamente con las revoluciones y hambrunas que sacudían amplias regiones de Europa, las clases adineradas construían una cada vez más sofisticada cultura del ocio. Permítasenos ejemplificar con una obra lírica que juzgamos paradigmática de esos tiempos. En marzo de 1853 Verdi (que políticamente fue un venerado patriota republicano siempre jugado a favor de la unidad italiana), estrenó “La Traviata” en el Teatro La Fenice, de Venecia.
En esa obra, escenas como las del famoso “Brindis” del primer acto, sintetizan las pautas de un modo de vida compartido por nuevos ricos, nobles en decadencia, especuladores y prostitutas de lujo, viviendo una fiesta que parece sin fin. La dinámica de su música describe asimismo esa sensación de torbellino, donde todos son llevados casi a la rastra por la marea del progreso infinito -como girando en un vals cuyo ritmo es cada vez más rápido y que deja poco tiempo para reflexiones sobre el destino- y que no dejó de cobrarse sus víctimas.
La Pampa Húmeda y el mercado británico
Introducción de la modernidad: un largo ciclo expansivo
Uno de los panegiristas más ilustres del extenso ciclo que arrancó luego de la batalla de Caseros, Federico Pinedo, sugiere que para estudiarlo deben considerarse dos etapas, que incluyen: “La unificación nacional y los presidentes creadores”, en el período 1852–1882, seguido por la “Organización y el gran atractivo de enormes caudales de inmigración y capitales”, entre 1882 y 1912.” (Federico Pinedo, “En tiempos de la República”, ed. Mundo Forense, Buenos Aires, 1946).
Se trata de una periodización que peca de arbitraria, toda vez que ignora el hecho de que no surgió por generación espontánea, como si hubiera bastado, -apenas con remover el estorbo que significaba Rosas y dictado la Constitución de 1853, a partir del iluminado mensaje alberdiano, para provocar un cambio tan relevante en las condiciones sociales.
Lo cierto es que tal giro histórico dependió de una correlación de factores internos y externos cuya maduración no fue instantánea, ni automática, ni indolora.
Para la historia oficial, luego de Caseros, virtualmente sin solución de continuidad, se habría ingresado en un limbo mágico y carente de aristas, cuyos próceres (hoy en el bronce o dándole nombre a numerosas calles porteñas) arrancaron a esta nación del estado de barbarie y atraso propio del gobierno encabezado por el partido federal, para abrirla al mundo y conducirla exitosa-mente hasta ubicarla entre las ocho primeras economías del planeta. Con tal objetivo supuestamente habría bastado, además de los ideales superiores que inspiraban a nuestra dirigencia, con asumir la premisa básica de considerar al progreso como una tendencia irrevocable del mundo moderno, y alinearse con Gran Bretaña para lograr un asiento en ese tren del éxito que parecía tan infalible como imparable.
Desde ese punto de vista, aquéllos habrían sido años en que una generación esclarecida nos permitió superar el estancamiento y convertirnos en “el granero” del mundo, principal abastecedor de Inglaterra, nación que era asumida, a su vez, como “la fábrica” del mundo. La hegemonía británica constituyó el dato crucial para tornar factible lo ocurrido en el plano de la producción y el comercio, así como en la imposición de la ideología predominante.
La “versión Pinedo” se sumó a la correntada de lugares comunes que durante mucho tiempo fueron aceptados como verdad revelada. Han logrado instalar una notable resistencia a entender que los fenómenos ocurridos fueron más complejos y los cambios que se fueron sucediendo, tanto en la esfera productiva como en el terreno de las ideas, registran antecedentes cuya importancia no se puede ignorar. Por ejemplo, el Partido Unitario -vencedor en Caseros, derrotado en Cepeda y definitivamente triunfador en Pavón- no sólo hasta entonces había sido liderado por hombres de raíz federal, sino que siempre había abrazado las ideas de la fisiocracia.
Como es sabido, el eje estratégico de esa escuela económica pasaba por el fomento agrario. Nada más conveniente para un país como la Argentina, y más allá de las banderías políticas. Era lógico entonces que también las abrazara Rosas -un caudillo que, vale la pena recordarlo, en 1820 todavía formaba parte de la fuerza unitaria-, circunstancia que se denota en lo que fue su gestión como estanciero, atípica para esos tiempos.
En tanto las condiciones externas lo hicieran posible, toda la tierra pudiera ser apropiada, los inmigrantes proporcionaran la mano de obra y se contara con la tecnología de transporte que permitiera acceder a los mercados -los presidentes “fundadores” cumplieron el papel decisivo para viabilizar tales cambios y por eso se habla de su papel crucial en el “acondicionamiento”-, la germinación de la tendencia a la especialización en la producción primaria era casi inevitable. No puede entonces ignorarse que la génesis del cambio ya estaba latente aún antes de 1862, cuando el liberalismo derrotara definitivamente a Urquiza en la batalla de Pavón.
Ciertamente, desde el punto de vista macroeconómico los resultados que se obtuvieron fueron altamente positivos. Señalemos que, durante el primero de los períodos que considera Pinedo, el PIB evolucionó a una tasa promedio anual del 4,1%, pese a que atravesó una fase depresiva importante entre 1875 y 1878. Durante el segundo lapso la tasa promedio anual fue todavía mayor: el 6,2%; pero las fluctuaciones ocurridas fueron todavía más agudas, debido a las notables retracciones registradas no sólo durante la crisis de 1890/1891, sino también en 1900 y en 1902.
Por su parte, medidas entre puntas, las exportaciones argentinas en el primer período aumentaron el 628% y un 727% en el segundo. El crecimiento de la población fue del 300,1% -5.491.900 habitantes más- comparando 1912 con el primer censo nacional de población, llevado a cabo en 1869 durante la presidencia de Sarmiento.
Abordando los hechos con más profundidad que lo sintetizado en los indicadores globales, se advierte que aquella “edad dorada” estuvo lejos de la fábula idílica que construyó la historia convencional, a la cual Pinedo aportó lo suyo, tanto en términos de su interpretación histórica como en el terreno de los negocios.
Optar por un enfoque alternativo al pensamiento convencional obliga a eludir la tentación de idealizar el curso seguido por la Argentina de aquellos tiempos, ocultando bajo la alfombra no sólo ciertas graves turbulencias que registró el ciclo, sino también las muchas lacras de nuestra clase dirigente, la gravedad de la inequidad distributiva institucionalizada, la profundización en las dualidades entre la pampa húmeda y el resto del país y los agudos conflictos políticos y sociales que se sucedieron en aquellos tiempos.
Una primera conclusión a la que podemos llegar es que la nostalgia por ese paraíso perdido habría de convertirse luego en una de las mayores limitaciones a la hora de elegir alternativas en el ejercicio de políticas económicas progresivas que permitieran una virtuosa adaptación a los cambios en el contexto internacional, empezando por asumir que el pasado era irrepetible. Las clases dominantes no concebían otro futuro que el retorno al edén de la agricultura extensiva y la exportación frigorífica a Inglaterra, dando por descartado que, tarde o temprano, ello debía ocurrir. Y como la reencarnación del viejo esquema nunca ocurrió, sus dignatarios le echaron la culpa al intervencionismo estatal y la sustitución de importaciones.
Por ejemplo, en la inmediata primera post guerra, una entidad tan bien documentada acerca de los negocios en la Argentina como era Ernesto Tornquist & Cia. Ltd., aún pese a la evidencia de los grandes trastornos que convulsionaban al mundo luego de los inviables acuerdos de Versailles, sumado al auge del proteccionismo que ocurría a lo largo y ancho del mundo, y desdeñando olímpicamente el grado en que todo ello podía afectar a nuestra nación, afirmaba: “Si la importancia de un pueblo debe medirse por sus progresos, la República Argentina es uno de los pueblos de mayor poder económico. Su desarrollo en los últimos cincuenta años demuestra que su suelo, su raza, sus ideales. su organización social, política y económica, harán de ella, dentro de pocos años, una de las naciones poderosas de la tierra” (…) “todo hace presumir que dentro de cincuenta años contará con más de 40.000.000 de seres humanos de un tipo superior, como lo es hoy casi toda su población, de origen europeo, con la selección de la capacidad para el esfuerzo y con los ideales del más alto progreso y bienestar” (Carlos A Tornquist, “El Desarrollo Económico de la República Argentina en los últimos cincuenta años”, Buenos Aires, 1920).
Si bien nos ocuparemos de lo ocurrido durante la primera post guerra y hasta la crisis de 1930 en una próxima nota, no podemos dejar de sorprendernos ante tal autocomplaciente optimismo en la vuelta al status quo de los viejos tiempos, apenas concluido el conflicto bélico. Este se había convertido en un verdadero lugar común no sólo en los medios empresarios sino también en la intelectualidad de aquel entonces y en las principales fuerzas políticas. Coherentemente, llegado al poder, el yrigoyenismo -más allá de algunos frustrados intentos de facilitar el crédito de fomento rural y los avances logrados en la exploración y explotación petrolera-, en ningún momento se planteó el desafío de provocar cambios sustanciales en los paradigmas de especialización productiva que habían sido “exitosos” hasta 1913.
Para juzgar críticamente tanto la fuerza que había ganado el modelo de especialización argentino como su generalizado consenso en la clase dirigente de Buenos Aires, renuente a cualquier cambio de paradigmas y siempre esperanzada en que una buena cosecha permitiera el retorno de los buenos viejos tiempos sin obligar a sacrificio alguno, vale otra cita de Hegel: “La evolución no es pues un mero producirse, inocente y pacífico, sino un duro y enojoso trabajo contra sí mismo. Tampoco consiste en una mera evolución formal, sino en la realización de un fin con determinado contenido.” (Hegel, op.cit.).
Las limitaciones del milagro argentino
Apreciar detenidamente un paisaje, haciéndolo desde una posición en las alturas, es probablemente la forma más adecuada para rescatar los aspectos más relevantes del mismo y aún advertir detalles que escapan al viajero que circunstancialmente recorre de paso la región. Si ello ocurriera a quien, allá por 1910 –por ejemplo, desde la barquilla de un globo aerostático- echara un vistazo a las extensas planicies argentinas, probablemente se admiraría contemplando amplias praderas prolijamente parceladas y cultivadas con cereales, que se intercalaban con áreas de pastoreo al servicio de una ganadería de primera calidad. Cada tanto nuestro viajero sobrevolaría el casco de alguna estancia, con edificios principales dignos de castillos europeos.
Descubriría asimismo que el territorio estaba surcado por extensas redes ferroviarias, tendidas atravesando poblados como, por ejemplo, Tres Arroyos, Trenque Lauquen, Saladillo, Junín o 9 de Julio, con sus cascos urbanos diseñados en perfectas cuadrículas, ordenadas prolijamente en torno a la plaza principal y pegadas a la estación ferroviaria. Eran comunidades que se habían desarrollado velozmente en menos de cincuenta años, tras haber vegetado largo tiempo en las tierras de la frontera con los pueblos originarios, donde apenas sobrevivían con la permanente amenaza del malón. Como los rayos de una rueda, el ferrocarril confluía hacia las pujantes ciudades portuarias -Buenos Aires, Bahía Blanca, La Plata o Rosario eran las más conocidas- cuya dotación de servicios públicos y su oferta cultural poco debían envidiarles a las grandes urbes del viejo continente.
Pero, ya fuera porque nuestro viajero se alejara más allá de las fronteras naturales que contorneaban la zona más prospera, ingresando en las regiones del interior, o si decidiera estudiar mejor el caso, penetrando profundamente en el entramado social que sostenía tanta opulencia, advertiría cómo todo el paisaje iba perdiendo sus encantos superficiales. Más allá de la pampa húmeda languidecían las industrias, artesanías y cultivos del interior, siempre discriminados por las políticas cambiarias y arancelarias que privilegiaban a las manufacturas británicas. Y en la orgullosa capital junto al Río de la Plata convivían, pero en otros barrios -y desdeñados tanto por la altanera oligarquía gobernante como sus asociados británicos y quienes administraban tanta riqueza-, miles de proletarios que eran explotados en largas jornadas de trabajo y habitaban en sórdidos conventillos.
Si, aplicando igual criterio, se tratara de elegir un punto de referencia para estudiar, desde el escritorio, la abundante documentación disponible acerca de lo ocurrido en la Argentina con su incorporación a la economía mundial, lo ideal consiste en adoptar una perspectiva que analice los hechos desde el pico alcanzado en los años del centenario, cuando pocos imaginaban que ese verano fracasaría la cosecha, y estallarían las primeras huelgas de los trabajadores rurales.
Antes de seguir adelante vale la pena, precisamente, advertir que los límites del período bajo análisis no son tan precisos como juzga la historiografía convencional. Respecto a sus inicios, ya en los tiempos de la Confederación, en ciertos nichos de las actividades primarias se registraban -habida cuenta de los limitados medios a su alcance- avances notables, particularmente en el manejo de las unidades productivas. Ya se ha indicado que el rico estanciero Juan Manuel de Rosas sería un ejemplo paradigmático de los mismos. De igual modo, tal como señalamos, existían (y eran buenas sus perspectivas en rubros tales como los alcoholes, la minería o las confecciones de lana) importantes actividades en los enclaves provinciales. Éstos, sin embargo, no pudieron soportar la competencia de la producción británica privilegiada por el puerto de Buenos Aires.
En el otro extremo, una vez culminado este ciclo que venimos analizando, luego de la primera guerra y durante los años veinte -definidos por Alejandro Bunge como los “de la gran demora” en el desarrollo de la Argentina-, en un par de ocasiones las cosas parecieron querer volver a la “normalidad” de los viejos tiempos y eso resultó siempre un peligroso espejismo. Así fue en 1919/1921 y 1925/1928. Sin dudas, la aparición de estos “veranitos”, en que el oro que se originaba en las exportaciones agropecuarias y la inversión británica volvía a fluir a las arcas de nuestro país, tuvo una responsabilidad central en la referida demora.
Volvamos al período en cuestión. Es innegable que, para el Centenario, no solamente en la economía sino en materias tan importantes como la educación pública, el acceso de que gozaban las clases altas a manifestaciones superiores de la cultura europea y el fuerte grado de urbanización en ciudades como la Capital de la República superaban todas las previsiones, ratificando las grandes transformaciones provocadas por la penetración del desarrollo capitalista en el Río de la Plata.
Pero tampoco puede ocultarse que, transcurrido ya por entonces medio siglo desde que los unitarios accedieron al poder, existían algunos grandes lunares que el propio régimen había engendrado. Ellos estaban constituidos, primero, tanto por el grado en que la concentración del poder económico en manos de la clase terrateniente había agudizado las diferencias entre pobres y ricos como en la comparación de Buenos Aires y el resto de las provincias. Segundo, era virtualmente imposible, más allá de algunas excepciones, el acceso a la tierra por los colonos. Tercero, existía un expreso desdén por aprovechar los impulsos industrializantes que la producción primaria podía estimular y era impactante la propensión al gasto suntuario que mostraban los sectores de altos ingresos. El cuarto, pero no necesariamente el último, dato a subrayar era la esclerotización de una mediocre democracia representativa, personalista, sin compromisos ideológicos serios, acomodaticia, carente de escrúpulos y que excluía a los sectores populares.
“Los hombres de círculo restringido de la oligarquía o de su cohorte, no respetan principios, ni tienen remordimientos por sus tremendas prácticas electorales, ni por la no participación del inmigrante o de los obreros en el proceso democrático. (R.J.Cárcano, en «Carta a Juárez Celman)” (Mauricio Lebedinsky, “La década del ‘80”, ed. Siglo Veinte, Buenos Aires, 1967).
Como habría de repetirse en otras etapas de nuestra evolución histórica, el secreto de la veloz prosperidad lograda por el poder económico más concentrado en pocas manos y estrechamente vinculado a Gran Bretaña, la no menos plástica adecuación de la clase política a las conveniencias de cada hora (generalmente dando las volteretas que hicieran falta para garantizar esos fines) y la dinámica verificadas en la adopción de las pautas que, en una sociedad moderna, eran propias de los sectores pudientes fueron, todas, circunstancias que se tornaron viables debido a la consistencia que en ese preciso y único momento tenía el modelo argentino con las necesidades prevalecientes en un momento específico de la economía mundial.
Se trataba de un relacionamiento que habría sido impracticable mientras subsistieran las estructuras políticas prevalecientes en los viejos tiempos de Rosas y los caudillos federales. Pero lo decisivo es que también habría sido inviable hasta que se perfeccionara la tecnología del vapor en ferrocarriles y barcos o en materia frigorífica, se desenvolvieran los progresos más importantes en la industria metalúrgica y, fundamental, el mercado de capitales de Londres adquiriera las dimensiones que lo tornaron en trasnacional.
Resulta ocioso asignarle a uno de estos agentes del cambio el rol más importante. Lo cierto es que así evolucionó la correlación de factores, y ahí estuvieron los “hombres prácticos” criollos -circunstancialmente tornados en liberales porque tal apuesta ideológica era lo que mejor les servía en esa coyuntura específica-, dispuestos a remover todos los obstáculos a la penetración de la modernidad que los beneficiaba y a hacerlo en la mayoría de los muchos casos sin mayores escrúpulos.
Dada la magnitud del condicionante externo, cabe sospechar que la hegemonía liberal no era una condición ineludible para modernizar la cadena de producción primaria. Es más, apenas atravesando la frontera, podía accederse a los progresos industriales que había alcanzado el Paraguay, para lo cual sólo le bastó con cerrarse a la penetración de las manufacturas europeas. Sin embargo, siempre se ha considerado que fue necesario el triunfo unitario en Pavón y un ya mencionado largo período de acondicionamiento desenvuelto durante las presidencias de Mitre, Sarmiento y Avellaneda para enterrar al viejo esquema e ingresar en la economía mundial. Aún aquellos intelectuales de ideas más avanzadas habrían de aportar lo suyo a la idealización de esa época:
“Las presidencias de Mitre (1862/68), Sarmiento (1868/74) y Avellaneda (1874/80) representarían la transición entre un régimen casi feudal y otro agropecuario; en el litoral el caudillo es resabio anacrónico, en las provincias atrasadas persiste como normal. Más surgen industrias (sic), nacen nuevas formas de trabajo agrario, se intensifica el comercio y los partidos políticos sustituyen al caudillo con representantes de sus intereses y pensamientos.
“Caracterizan al período dos fenómenos: 1ro. la clase terrateniente se transforma de feudal en agropecuaria, iniciándose esa evolución en las provincias del litoral, cuya situación geográfica facilita la circulación de los productos en el mercado internacional; 2do. la inmigración incorpora al país una masa enorme de europeos que aumentan la producción nacional y cuyos hijos determinan el predominio definitivo de las razas blancas sobre la mestización colonial.
“El caudillo se convierte en estanciero; el gaucho en peón. Junto a ellos nace una nueva fuerza: el colono, menospreciado por aquéllos, sin advertir que sus hijos constituirían medio siglo más tarde la fuerza política más importante en las provincias en que se radica” (José Ingenieros, “Sociología argentina”, Buenos Aires, 1918).
La vieja sociedad argentina y el impacto del cambio económico
Mientras en el hemisferio norte del planeta se gestaba la segunda etapa de la revolución industrial e Inglaterra se convertía cada vez más en una economía de renta, en nuestro país apenas habían transcurrido unos meses de caído el rosismo. Lejos estaban las clases adineradas de la Argentina de llevar, por ejemplo, el tren de vida parisino que describe Verdi, o estar dispuestas a correr los mismos riesgos que se supone enfrentaban en Europa los capitalistas emprendedores. Y esas gentes no cambiarían demasiado en las dos décadas siguientes. Ellos eran: “Las familias decentes y pudientes de Buenos Aires, esa especie de nobleza bonaerense pasablemente beática, sana, iletrada, muda, orgullosa, aburrida, localista, honorable, rica y gorda…Una burguesía de estancieros y tenderos, hostil a la Universidad y al talento aventurero de los hombres nuevos pobres” (Lucio V López, “La Gran Aldea”, ed Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1967).
Más allá de la sangre derramada y las tierras apropiadas, la tarea de imponer la modernidad no fue un desafío sencillo, toda vez que existían valores antiguos fuertemente instalados y que no resultaría fácil remover; algo de eso mencionábamos al hablar de las viejas familias patricias. Una de sus manifestaciones era el notorio estancamiento en la producción agrícola. Durante la presidencia de Avellaneda, por caso, la capacidad exportadora real de nuestras pampas se limitaba al ganado lanar y la producción de tasajo. La Argentina era importadora neta de trigo.
La clase terrateniente por entonces tenía un generalizado desconocimiento de las formas productivas que estaban disponibles para corregir tal rémora, predominando los hábitos rutinarios en las propiedades rurales, los elevados costos de transporte, la falta de mano de obra capacitada y la inseguridad en la frontera geográfica con los pueblos originarios. A ello se sumaban las notorias insuficiencias en materia de transporte, almacenaje y comercialización.
El futuro no lucía demasiado alentador. El afamado naturalista Burmeister, cuando visitó el Río de la Plata en 1866, no se mostró demasiado optimista acerca de las potencialidades productivas de la región. En el mejor de los casos, admitía, las pampas podían seguir sirviendo como tierras de pastoreo, quizá permitir su labranza en algunos sitios pero jamás serían útiles para desarrollar cultivos extensivos. La historia demostró que el error de ese diagnóstico se debía a que menospreciaba la importancia de los cambios ocurridos en las condiciones de las tierras debido a las características del proceso reproductivo, tanto del ganado como de las tropillas cimarrones.
Recordemos que, hasta bien entrado el siglo XIX, los grandes rebaños se desplazaban permanentemente por aquellos enormes espacios vacíos y ese movimiento constante mejoró la calidad de los pastos y tornó en arables tierras que originariamente se juzgaba como estériles. A lo largo de los siglos transitando las pampas, el constante andar de esos animales compactó los suelos con su pisoteo, abonándolos con sus deyecciones y facilitando el drenaje de las lluvias gracias a las huellas que dejaban en las sendas que secularmente formaron en su diaria rutina hacia las aguadas. Por otra parte, la distinta modalidad alimentaria de los vacunos, al comer los pastos largos, facilitaba la alimentación de los lanares con los pastos cortos.
En los años de la colonia los vacunos virtualmente carecían de otro valor económico que no fuera el derivado de sus cueros, mientras que los ovinos por largo tiempo fueron considerados como inútiles, siendo frecuente la práctica de grandes matanzas apenas para aprovechar su lana. En los primeros tiempos de la República el principal progreso consistió en la domesticación de los rebaños salvajes. Pero a mediados del siglo ya llegaron los primeros toros Shorton y se inició el proceso de alambramiento para facilitar el manejo del ganado.
El auge del lanar habría de estimular el desplazamiento de los vacunos hacia las zonas de frontera -facilitado por los progresos que se iban logrando en la guerra a los indígenas- que permitió ampliar el espacio para las majadas más allá del río Salado. Ese constituyó un punto de arranque muy importante en el ciclo que estamos analizando. Más allá de las predicciones negativas de Burmeister, llevó su tiempo reconocer las potencialidades agrícolas de las pampas; durante muchos años sólo se aceptó a la agricultura como una actividad complementaria de la especialización ganadera.
“Aunque clima y suelo hubieran resultado apropiados en la experiencia o en la información accesible a los pioneros, la ganadería parecía demasiado lucrativa y demasiado fácil como para que los argentinos de los años setenta se mostraran atraídos por la agricultura. Esta actividad requería, al parecer, más esfuerzo, más paciencia, y sus logros eran desconocidos, aleatorios o demasiado modestos si se los medía con los resultados de los primeros colonos. No debe sorprender, entonces, el poco progreso que la rama muestra en la década. Por otra parte, ha de tenerse en cuenta que el consumo de granos era sólo importante en las regiones de ganado escaso; donde abundaba la carne, ésta era el alimento fundamental” (Vicente Vazquez-Presedo, “El Caso Argentino, Tomo I”, ed. EUDEBA, Buenos Aires, 1971).
No bastaba con eliminar al nomadismo del gauchaje y los malones. Concluida la “conquista del desierto”, las restricciones para el desarrollo integral de la agricultura, que se mantenían vigentes, recién habrían de ser supera-das gracias a dosis masivas de trabajo inmigrante, combinado con la inversión de capitales destinados a generar la infraestructura necesaria. Parte de estos últimos vinieron del exterior, pero el aporte principal lo hizo el Estado, muchas veces endeudándose en Gran Bretaña. Esa masa de recursos estaba dirigida a construir la infraestructura (principal-mente ferrocarriles y puertos) que las circunstancias imponían. Era el empujón que precisaba el capitalista emprende-dor, que generalmente era también el dueño de la tierra, en gran parte apropia-da gratuitamente o adquirida a precio vil.
Sin embargo, el cambio ya estaba fermentando y no solamente debido a la ejecución de los grandes proyectos ferroviarios que arrancaron en 1857 y en un par de décadas ya maduraban velozmente. Generalmente se admite que la epidemia de fiebre amarilla, en 1871, constituyó un momento “bisagra” en el mismo, toda vez que determinó una corriente de nueva urbanización y el desplazamiento de las clases altas hacia el norte de la ciudad, que así fue cambiando velozmente su vieja fisonomía colonial por una arquitectura de corte parisino.
Pocos años después, concluida la “conquista del desierto”, ya la pampa húmeda se había incorporado íntegramente al mercado mundial de bienes y dinero, asumiendo implícitamente como una virtud, a tales fines, mantener el vínculo dependiente de Gran Bretaña. Tal como lo imponían las pautas de esos tiempos, el progreso en el terreno económico transcurrió interactuándose con las modificaciones en las conductas de la muy conservadora clase dominante, que hasta poco antes parecía vacunada contra el cambio.
A partir de ese punto todo ocurrió más velozmente, en algunos casos con atolondramiento, de forma atropellada, diríamos. Los integrantes de las familias pudientes que describiera Lucio V. López, en poco tiempo modificaron sus pautas. Tanto viejos como nuevos ricos adoptaron no sólo los parámetros culturales, así como las modas y costumbres importadas de Europa. Ahora compraban y se encantaban con disfrutar de la corteza del modelo -óperas, valses, levitas bien cortadas, colonia inglesa y una dosis de spleen bien a la moda en los jóvenes- sin preguntarse por lo que ocurría en el núcleo duro del mismo.
Esa era, sin duda, la cara más visible de la oligarquía ganadera, motivo de tantas y tan justificadas críticas e ironías. Pero difícilmente una cadena de valor tan variada y compleja como la agropecuaria extensiva desarrollada en la pampa húmeda podría haber arrojado tantos réditos a sus propietarios, y por tantos años, si los miembros de esa clase social se hubieran limitado a gastar su dinero en periódicos viajes a Europa, llevando siempre una vaca en la bodega del paquebote que los trasladaba.
Esta sumatoria de factores permitió, entonces sí, iniciar la explotación del gran yacimiento de renta originada en la tenencia de las enormes parcelas de tierra virgen, que pasaron a ser explotadas de modo extensivo. Como siempre ocurre, la valorización de la tierra gracias a las inversiones de capital físico generó, a su vez, las condiciones para un enorme auge en las diversas formas especulativas.
“En 1875 se habían establecido las líneas principales de la participación británica en el desarrollo económico argentino. Las inversiones británicas estaban destinas a aumentar en quince veces antes de la primera guerra mundial y su carácter fue haciéndose cada vez más audaz y menos dependiente del Estado argentino; pero en 1875 ya estaban esbozados los principales campos de inversión y de empresas.”
(…) “En 1877, el editor de “Herapath‘s” atacó a los “bajistas” que habían estado desprestigiado a la Argentina en el Stock Exchange y acusó a The Times de empeñarse deliberadamente en hacer bajar las acciones y valores argentinos, a fin de que sus partidarios pudieran comprar con ventaja en Eldorado argentino” (H.S. Ferns, “Gran Bretaña y Argentina en el siglo XIX”, ed. Solar, 1992).
Ahora ya existía una nueva élite del poder -integrada por estancieros, grandes comerciantes, gerentes de bancos y ferrocarriles, sumados a la tropa de políticos arribistas, todos con una notable visión de futuro e insaciable codicia- que avanzaron y arriesgaron lo que fuera preciso para instalar las formas de producción y adoptar las innovaciones que les permitieran garantizar, por la vía de la mayor productividad factible, la rentabilidad a sus inversiones de riesgo en la esfera productiva y negociando permanentemente con el Estado en procura de que les garantizara la infra-estructura necesaria para tornar viable la reproducción del capital.
Tampoco desperdiciaron la oportunidad de fletar sus hijos a Europa y los Estados Unidos para perfeccionarse en la gestión de sus unidades productivas o sus firmas comerciales y financieras radicadas en las ciudades portuarias. Se consolidó así, a lo largo de varias décadas, una clase dirigente tan conservadora en lo político como innovadora en la producción de bienes y servicios, haciéndolo de la forma más acorde posible con las necesidades del mercado con el cual se había vinculado.
Procesos tales como las nuevas formas en el uso del suelo, la mejora en la calidad del ganado vía mestización y los sucesivos desplazamientos en las actividades rurales que predominaban en la pampa húmeda, siempre decididos según las conveniencias que dictaba el mercado de exportación y privilegiando en cada momento aquéllas que eran circunstancialmente más redituables, hablan por sí mismos; constituyen la evidencia más elocuente de la capacidad de adaptación a cada nueva señal del mercado que tuvieron las clases dominantes de la Argentina para hacer funcionar ese modelo.
Su objetivo básico fue siempre mantener inmutable en el tiempo un esquema de elevada concentración en la tenencia de la tierra y en la apropiación de su renta. Para ello, los que tuvieron éxito actuaron como capitalistas e innovadores, lejos de hacerlo como señores feudales. En igual sentido Influyeron en las decisiones cotidianas de política, privilegiando sus intereses, así como utilizaron a la banca estatal y orientaron las obras públicas para favorecer sus objetivos.
De no ser así, la duración del modelo argentino que consolidó la generación del ‘80 habría sido más corta y su fama menos influyente como ideal para el futuro argentino. Pero, a su vez, la forma de producción adoptada, cerrando las puertas del acceso a la tierra, estaba sembrando las semillas de tantas frustraciones posteriores para la economía nacional.
“Buenos Aires aparece como una ciudad inmensa que se ha lanzado a la lucha por la vida con pasmosa actividad. Si mira a sus espaldas, el puerto y las bahías; si avanza, los enormes almacenes cargando y descargando todas las clases de mercaderías que produce el mundo; los vehículos que no caben en las calles estrechas; y los carruajes de la calle de Florida; y las tiendas cuajadas de damas; y los espléndidos escaparates; y las mujeres, admirables del botín al sombrero; y los dependientes de comercio corriendo a su negocio; y todo eso confundido, a prisa, pasando como una fantasmagoría; -si el que por primera vez viene a Buenos Aires contempla el primer día todo eso, con el mareo que le impone la sensación de novedad que se apodera de su espíritu turbado, le hace exclamar: «¡qué comercio enorme, qué consumo colosal, qué producción abundante, qué riqueza, qué lujo, qué transacciones rápidas, qué vida fácil, qué hombres laboriosos, qué mujeres lindas, qué pueblo feliz!» Ojalá no se rompiese el prisma y la sensación de novedad persistiese, porque ello probaría que todo era verdad!” (Carlos D‘Amico, “Buenos Aires, sus hombres, su política, 1860-1890”; Ed. Americana, Buenos Aires, 1952).
La modernidad en una república oligárquica
Para los años del Centenario la Argentina se encontraba ya en el cenit de su incorporación a la división internacional del trabajo, y ello ocurrió a partir de cambios estructurales muy profundos verificados en las grandes planicies que componen la pampa húmeda. Aquél que había sido el espacio donde se desplazaban libremente el ganado cimarrón, el gaucho y las poblaciones aborígenes, se había convertido en ricos pastizales y campos íntegramente alambrados y prolijamente cultivados por trabajadores venidos de distintos rincones de Europa. Ello no supone ignorar que tampoco fueron pocos los viejos estancieros a los que ahogó la ola del progreso.
En ese proceso pueden reconocerse cuatro grandes etapas en el uso del factor abundante, la tierra: Hasta 1866, ya lo señalamos, había predominado el ganado cimarrón, cuyo invalorable aporte consistió en enriquecer la calidad de las tierras y sus pastizales naturales. Para 1875 el espacio más fértil ya era ocupado por la producción ovina, que había sido muy estimulada por la demanda del Brasil, originada en la Guerra con el Paraguay. A partir de 1880 se asiste a la primera gran oleada de la agricultura apoyada en la expansión en los cultivos de trigo, maíz y lino. Y para 1903, con la maduración plena de las inversiones frigoríficas, se inicia un nuevo ciclo de auge ganadero, pero ahora combinado con la agricultura, que virtualmente estaba concluido en 1913.
Por cierto, no fue sencillo convencer a la clase terrateniente argentina de que invirtiera en la modernización de sus unidades productivas, primero demostrándoles que constituía un buen negocio invertir tiempo y dinero en desarrollar una ganadería de calidad, capaz de ofrecer carnes de exportación y, luego, que la producción cerealera podía ser algo más que un mero complemento de la ganadería, convirtiéndose en un atractivo emprendimiento exportador.
Allá por 1910, el corazón de la zona triguera, por ejemplo, ya comprendía una gran franja de las pampas, desde el norte de Santa Fe hasta Bahía Blanca en el sur y penetrando profundamente en el sudeste de Córdoba, donde el cultivo de maíz resultó un gran éxito.
Tal macro espacio abarcaba 6.000.000 de hectáreas donde se cosechaban 4.000.000 de toneladas de trigo, la mitad de las cuales eran exportadas, lo que supuso en 1913, cuando el ciclo se interrumpe, en las vísperas de la primera guerra mundial europea, un aporte al balance de pagos por un valor estimado en 500 millones de dólares que significaba el 96% del total exportado por la Argentina.
Finalmente los “animals spirits” de los emprendedores criollos se habían impuesto. Hijos y nietos de las viejas “clases acomodadas” se convirtieron en la moderna oligarquía agropecuaria argentina. Y aquellas remotas tierras, que en los tiempos del Presidente Sarmiento eran ocupadas por ovinos y vacunos de baja calidad cuyo destino, es sabido, apenas era la producción de tasajo, estaban ahora apropiadas por la clase terrateniente, totalmente parcelada y laborada por colonos, arrendatarios, aparceros y peones golondrina mayoritariamente originarios de las zonas más pobres de Europa.
Por medio de tal combinación de factores se había convertido a la Argentina en uno de los principales productores mundiales de cereales, carne vacuna, ovinos y lana. Su orgullosa metrópoli, Buenos Aires, albergaba a 1.500.000 personas, cuando la población total del país apenas llegaba a los 8.000.000, de los cuales un tercio habían nacido en Europa.
Supuestamente la economía argentina habría puesto en valor su potencial de recursos conforme lo aconsejado por la escuela clásica, fundada en dos ejes principales: libre mercado y patrón oro. Según sus panegiristas, el éxito alcanzado por ese modelo fue tan absoluto como rutilante. Sin embargo, un análisis desapasionado de los hechos permite comprobar que, en la realidad de aquellos tiempos, los actos de política económica llevados a cabo estuvieron plagados de excepciones a tales reglas, y los frutos recogidos se debieron más al ejercicio permanente de transgresiones a las leyes del liberalismo que a la aséptica aplicación de los principios enunciados por Adam Smith.
La evidencia de tal conducta y sus ventajas resulta particularmente nítida abordando el caso de quienes resultaron “ganadores” con el modelo. Tanto los grandes terratenientes, como las empresas ferroviarias, la banca o los hombres que debían conducir el Estado, por señalar a los actores más importantes, siempre practicaron conductas dirigidas a maximizar sus beneficios o minimizar las pérdidas, según la fase del ciclo en que se encontraran, cualquiera fuera el carácter de los pasos que debía darse a tales fines prioritarios.
Pero ello no hace sino ratificar que el comportamiento de esa clase social fue siempre plenamente capitalista, debido a que así, precisamente, funciona el capitalismo en el mundo real, siempre guiado por la búsqueda de la mayor rentabilidad posible, forzando las instituciones todo lo que fuera preciso para ello, creando tantos espacios monopólicos como se pueda, utilizando el poder del Estado para privilegiar intereses de sectores o personas, apelando a la violencia para dilucidar cuestiones de intereses contradictorios entre grupos sociales o regiones, dando batallas cruciales en torno a materias tales como la paridad cambiaria, la conversión del peso o la asignación del crédito por la banca oficial (variables que supuestamente sólo podían ser tocadas por la mano del mercado), proveyendo de abogados y funcionarios al “régimen”. Estos son apenas algunos ejemplos, entre otros, de las “imperfecciones” propias del capitalismo real en estado puro.
Sus responsables locales fueron hombres que, antes o después, pasarían por la política y en casi la totalidad de los casos vivieron operando en mercados altamente imperfectos, tan imperfectos como los modos de la democracia que ejercían. Muy lejos entonces estaba la conducta de la gran burguesía argentina y sus asociados (o sus enemigos, según los casos) del exterior, respecto a los dictados de la escuela clásica de economía política. Esta quedaba así reducida a un elegante ropaje “de etiqueta”, que exclusivamente se vestía en las grandes ocasiones sociales o para los discursos más solemnes, ya fuera en las fiestas patrias y en oportunidad de ciertas inauguraciones.
Igual cuestionamiento les cabe a las descripciones que se hacen de aquellos años, pintándolos como una fase uniforme de orden, paz y progreso que nace con la curiosa derrota de Urquiza en la batalla de Pavón (de la cual se retiró cuando la iba ganando) y que duraría hasta los prolegómenos de la primera guerra mundial. Se trata de un conjunto de supuestos hábilmente instalados entre las creencias populares que, pese a no soportar el test de cotejarlo con la documentación disponible sobre la realidad de esa época, impermeable a los datos objetivos, habrían de convertirse las verdades indiscutibles de la “historia oficial”.
Veamos algunos de esos datos objetivos:
– En el análisis de la vida institucional generalizadamente se omite paladinamente consignar que, durante los sesenta años de progresos impactantes que, como vimos, destaca Pinedo, además de la ya referida guerra de la Triple Alianza -que no sólo fue un genocidio, sino que también arrasó con la independencia económica del Paraguay- ocurrieron cosas tales como las varias guerras civiles estimuladas por Mitre, o la grave sublevación de Carlos Tejedor en Buenos Aires, así como las revoluciones radicales de 1890 y 1903. No faltaron, entonces, muertes violentas ni conjuras, dobleces e incertidumbres por aquellos tiempos de “paz y progreso”.
– Mitre, ese personaje que merecería un capítulo aparte, fue derrotado en las dos asonadas militares que encabezó tanto en 1874 como en 1880. Con esta última, tras rendir el ejercito con que defendía Buenos Aires y entregar las armas, pareció por fin comprender que no valía la pena insistir con los intentos revolucionarios para volver al poder.
“Sus partidarios no lo quieren confesar; pero han perdido la fe que como guerrero le tenían, y no contando ya con la victoria, se han dejado ya de revoluciones; porque vale más, dicen, tolerar que los presidentes se sucedan en paz que tratar de impedírselo alzándose en armas que Mitre ha de rendir luego. Y éste, que lo ha sabido, de despecho ha renunciado también a aparecer de nuevo en la escena de guerrero.
«Y sin embargo, si la Argentina tuviera una guerra, haría bien en confiarle a Mitre el mando del ejército; pero con la condición indispensable de que se habría de ir lejos, muy lejos de sus soldados, a hacer versos el día temible del encuentro, porque es sabido que a Mitre no se le ocurre nada en el campo de batalla!” (Carlos D‘Amico; op.cit.)
– Otro tanto puede destacarse en el terreno de la economía. La clase dominante debió enfrentarse con una de las crisis más profundas de la Argentina, en 1890/1891 y no puede ignorarse la ocurrencia de varias fases recesivas de alto riesgo en 1866, 1875/1876 y 1902. Ninguna de ellas fue superada de forma inmediata, sino que inevitablemente siempre tuvieron su correlato de fuga de capitales, aguda desmonetización, reflujo inmigratorio y derrumbe productivo. Resolver los problemas, en todos los casos, habría sido imposible sin una intervención activa del Estado y tomando decisiones para recuperar el crecimiento que siempre tuvieron como uno de sus ingredientes la depreciación de la moneda nacional, forzando las normas todo lo que fuera necesario para lograrlo.
-Si consideramos los sucesos del plano político, finalmente, los acontecimientos no fueron menos turbulentos, ya que por aquellos años la inestabilidad y la violencia extrema, por décadas, también constituyeron un común denominador. El poder del “régimen” estaba fundado en el ejercicio de una mediocre democracia indirecta que dificultosamente atravesó distintos focos de resistencia en las provincias y apenas superó, con mucha fortuna, un par de nuevas intentonas revolucionarias ahora protagonizadas por el proscripto radicalismo. Todo esto dicho sin olvidar “la guerra al indio”, que constituiría un hito central en el éxito del liberalismo al tornar factible, de ese modo, la puesta en valor de amplias extensiones territoriales.
Como puede deducirse, una y otra vez, las similitudes con la realidad contemporánea aparecen en cada tópico del pasado que se analiza.
Razón dialéctica entre progreso y tradición
Aún corriendo el riesgo de simplificar demasiado el análisis tratándose de una cuestión tan compleja y con tantos ingredientes como fue el proceso seguido por la incorporación de la pampa húmeda argentina a la división internacional del trabajo, pensamos que, esencialmente, los hechos e ideas que venimos considerando hasta aquí pueden sintetizarse en la resolución de esa clásica antinomia entre lo que viene surgiendo y aquello que se va muriendo; el destino de esto último puede demorarse pero es ineludible.
Mas allá de toda la violencia que procesos de ese tipo suponen, la imposición del esquema agro exportador argentino funcionando en la órbita británica implicó el triunfo de la modernidad. Ello siempre requiere que determinada correlación social muera para que el ascenso de las nuevas fuerzas ocupe su lugar. Ahora bien, no existe un camino de mano única, ya que generalmente son varias las opciones disponibles para la forma que puede adoptar “lo nuevo”, y no siempre se imponen aquéllos que garantizan el futuro más beneficioso para el conjunto de la sociedad.
La oligarquía argentina, tal el caso, eligió una vía y ésta fue la que le permitió acceder a los mayores niveles de enriquecimiento relativamente con menores esfuerzos. Pero ello no supone que tal opción fuera la mejor desde el punto de vista del desarrollo nacional.
Sobran evidencias de que las clases dirigentes de la Argentina tenían disponibles otras alternativas para desarrollar el mismo objetivo modernizante de integración al mercado europeo. Las alternativas son conocidas, basta con repasar la historia de América del Norte. La viabilidad de políticas diferentes puede contrastarse subrayando las diferencias entre el curso seguido por el ciclo que se inició con el desplazamiento de los pueblos originarios y la colonización de las grandes zonas fértiles respectivamente en los casos de la Argentina y los Estados Unidos.
En ambos países, el progreso supuso imponer nuevas formas de asentamiento territorial que inevitablemente implican desplazar a los actores de la fase anterior. Veamos el caso argentino: primero se trataba de expulsar a los pueblos primitivos y el gauchaje semi nómade; ambos convivían, mal o bien, con las viejas estancias que abarcaban distancias de límites difusos explotando ganado cimarrón, criando mulas y domando caballos salvajes, esencialmente para proveer a los ejércitos.
“Había el mayordomo, el capataz, la peonada, más o menos sedentaria, y cuando llegaban las grandes faenas, las yerras, el gaucho errante se conchababa por unos cuantos días. Luego volvía a su vida de cuatrero, merodeaba, estando hoy con los cristianos mañana con los indios; y algunas provincias mandaban inmigraciones de trabajadores, periódicamente, que en el camino robaban cuanto podían. El patrón, hombre de influencia directa o refleja en el gobierno, conseguía siempre para sus mayordomos y capataces alguna representación oficial, ya en el campo, ya en las villas del partido a que pertenecen.
“De ahí un doble papel y una doble influencia; y como el paisano, el gaucho tenía que servir en las milicias y que surtir los contingentes para la guerra civil y para la defensa de la frontera, dejando mujer, o hembra, y prole abandonadas, aquéllos, los patrones o los mayordomos o capataces, eran para ellos como una providencia, de donde resultaba cierto vasallaje”. (Lucio V. Mansilla, “Rosas”, ed. Garaler, París, 1896; citado por Julio Irazusta en “Vida Polìtica de J. M. de Rosas”. ed Llopis, Bs.As., 1975).
A fines de la década de los ‘70 el ejército se ocupó de liquidar el problema indígena y extender la frontera agrícola. El gauchaje (aquellos corajudos “chinos” que tanto admiraba el general Roca) se inmoló combatiendo al indio, en las guerras entre caudillos o en los esteros paraguayos. Quienes sobrevivieron fueron confinados en los arrabales de esa nueva civilización o apenas constituían una minoría dentro de la mano de obra que se incorpora a la flamante función de producción rural.
El curso seguido por la incorporación de la pampa húmeda argentina a la modernidad se simboliza en la generalización de la agricultura extensiva y la ganadería de calidad, pero también en la paralela expansión del ferrocarril, la creación de facilidades portuarias y la instalación de frigoríficos, proyectos todos donde fue relevante la participación británica pero en los cuales también resultó decisivo el esfuerzo estatal. Este conjunto de grandes cambios en la producción, transporte y comercialización tuvo como telón de fondo al conflicto principal: aquél desatado en torno a la tenencia de la tierra. La fuente de rentas extraordinarias que la misma siempre implica, era optimizada entonces por la aplicación de los arrendamientos.
El progreso lo representaban entonces quienes estaban dispuestos no sólo a quedarse con las tierras, sino también producir, transportar y comercializar aquello que el mercado mundial demandaba. La lucha era muchas veces despiadada. Como es sabido, los triunfadores siempre son los exitosos -además, escriben la historia- y raras veces ganan los buenos.
Los nuevos empresarios terratenientes fueron exitosos cuando decidieron abandonar las prácticas del pasado, combinando producción ganadera con agricultura extensiva, estando permanentemente en tren de mejorar la calidad de sus vacunos para responder a las exigencias del frigorífico británico e incorporar las innovaciones tecnológicas en las labores agrícolas, tales como rotaciones en los cultivos y avances en la mecanización de siembras y cosechas.
No era una cuestión de satisfacer vocaciones innovadoras, sino de superar aquellas limitaciones que afectaban las ganancias del productor. Por ejemplo, ya a principios del siglo XX era imperioso reemplazar en las tareas de cosecha a la tracción animal por el empleo de maquinaria a vapor debido a que el orín de las yeguas desmejoraba la calidad del trigo recogido, circunstancia que inevitablemente se reflejaba en los precios que estaba dispuesto a pagar el mercado europeo por ese tipo de bienes.
Para hacer realidad estos propósitos de maximizar la renta que alentaban al modelo argentino, la figura del arrendamiento jugó un papel clave. El empleo de arrendatarios, aparceros y medieros aporta el tipo de factor trabajo que resultó más funcional a la maximización del lucro empresario. Precisamente, esta forma en que la tierra fértil fue puesta en valor se encuentra en las antípodas de lo ocurrido en América del Norte. Obviamente, en ambos casos también fueron distintos los roles del Estado y de los bancos
La sucesión de éxitos que acumuló la Argentina, ascendiendo velozmente entre los primeros países productores del mundo, se contrapone con los fracasos o la dura supervivencia de los gringos en las colonias agrícolas y hace eclosión con la lucha de los chacareros explotados, que alcanzan su punto culminante en el Grito de Alcorta en 1912, luego de fracasada la campaña 1910/1911. No casualmente, el punto límite en el grado de explotación de los trabajadores rurales coincidía con un punto de máxima alcanzado en la magnitud de riqueza apropiada por los terratenientes del litoral pampeano.
Esta es la forma que adoptó “lo nuevo» en la Argentina a fines del siglo XIX y que llegó a su mayor expresión en los años previos a la primera guerra mundial. Se trata de una historia diferente a la de los Estados Unidos una vez concluida su Guerra Civil. Esta fue una tragedia que ocurrió apenas unos años antes de otra no menor y a la que ya hicimos referencia por ser un dato clave: la guerra del Paraguay. Pero en ese punto, cuando los respectivos ejércitos encaran la conquista definitiva del desierto, los senderos se bifurcan.
En las extensas y vírgenes praderas del medio oeste americano, los ganaderos y sus vaqueros trashumantes -que pasaban su vida llevando grandes rodeos de vacunos cuernilargos hacia los mercados lejanos (principalmente Chicago), con un ojo puesto en las vacas y el otro vigilando la posible aparición de los indios en la cima del monte más cercano, representaban “lo viejo” (el viejo oeste de la violencia y la muerte). Su comportamiento se extendía hacia la negación de las nuevas formas civilizadas que cada vez se rigen menos por la ley del más fuerte. Por el contrario, los granjeros que llegaban en masa no portaban armas, sino instrumentos de labranza, querían asentarse en su parcela, construir hogares, iglesias y escuelas, practicar una moral austera.
Eran esos colonos sedentarios quienes representan lo “nuevo” en las praderas del medio oeste americano. Inevitablemente ambas fuerzas habrían de chocar por el uso de las tierras fértiles y las aguadas. El triunfo de los Farmers permitió la expansión y gran dinamismo de la burguesía americana y la derrota del viejo modelo, que ya había sufrido un golpe de gracia en la guerra de Secesión. Los triunfadores, vueltos sedentarios porque el Estado les había asegurado el acceso a la tierra, fueron decisivos para edificar las bases del mercado interno, como proveedores de alimentos baratos para el trabajador industrial de las grandes ciudades americanas. Se trataba de la condición esencial para consolidar el pujante poderío estadounidense, cada vez más competitivo con Gran Bretaña. Y la forma que adquirió la tenencia de la tierra -tan diferente al caso argentino-fue la pieza clave en ese proceso.
Otra vez las manifestaciones culturales vienen en nuestra ayuda para expresar mejor nuestra visión de los fenómenos sociales que estudiamos; en este caso apelamos a la ficción literaria. Haciendo una comparación tan provocadora como luminosa, José Pablo Feimann, ejemplificando con el destino de Shane, actuado por Alan Ladd en el famoso western “El desconocido”, todo un clásico en la materia, compara a los pistoleros del oeste americano con Santos Vega, por ser ambos eran emblemáticos de “lo viejo”. Vale la pena reproducir unas líneas de su texto:
“En 1885, Rafael Obligado canta la muerte del gaucho Santos Vega. Dice
“Santos Vega se va a hundir
en lo hondo de esos llanos
¡lo han vencido!
Llegó, hermanos,
el momento de morir”
«¿Qué similitudes y diferencias hay entre Shane y Santos Vega? Las mismas que hay entre el país que construyó la burguesía norteamericana y el que hizo la oligarquía porteña.
«Shane muere para posibilitar un país de colonos. De hombres que llegan, se asientan, crean hogares, familias, lazos de solidaridad y trabajo. Santos Vega muere a manos del Progreso de la ciudad portuaria. Los militares de Buenos Aires que liquidaron a los habitantes de la campaña no luchaban para abrirle el camino a los colonos. Mataron a los colonos. Nuestros colonos eran los gauchos. Y lo que requería Buenos Aires era un mercado interior en orden y en paz para entregárselo a Inglaterra (…)
«Las matanzas de los ejércitos norteamericanos se hicieron para abrirle paso a los colonos. Aquí las matanzas de los ejércitos porteños (la guerra de policía de Mitre después de Pavón o los genocidios de Rosas y Roca en el desierto) se hicieron para concentrar la tierra en manos de la oligarquía, de una oligarquía sin sentido de progresividad histórica. Sin el deseo de hacer un país sino de entregarlo, de disfrutarlo.” (José Pablo Feinman, “El cine por asalto”; ed. Planeta, Buenos Aires, 2006).
La demora industrial. Las tendencias proteccionistas
Tanto el modelo de desarrollo aplicado en la explotación de la tierra, como la expansión de las ciudades y los suburbios, tuvo una relación funcional directa con la extensión de las redes ferroviarias y tranviarias, ya que los productos del agro sólo estarían en condiciones de ponerse en valor cuando la distancia hasta los puertos de Buenos Aires, Rosario o Bahía Blanca pudiera ser traspuesta con facilidad. De igual modo, la nueva infraestructura de transporte facilitó la aparición de nuevas barriadas más allá de los grandes conglomerados urbanos.
Pero el ferrocarril no fue la única novedad; la generalización de la racionalidad capitalista en todas las formas de producción era su correlato inevitable. “Sobre el rostro cambiante de las pampas aparecían características nuevas: molinos de viento, alambradas de púas y caminos de tierra. Todo ello tornaba factible nuevas formas productivas donde la alfalfa crecía sobre el rastrojo de un trigal recientemente cortado y proporcionaba luego la pastura para un rodeo de ganado vacuno de calidad.”, (Scobie, op.cit).
El derrame de ese veloz proceso de generalización en las condiciones capitalistas condujo a un conjunto de notorias dualidades:
-Entre las zonas rurales con explotación mixta agropecuaria, vinculada a los mercados internacionales (un conjunto al cual se podrían sumar los barones del azúcar, los propietarios de las grandes estancias patagónicas y los productores vitivinícolas cuyanos) y el resto del territorio nacional, cuyas economías regionales se hundían;
-Entre la oligarquía agropecuaria más los grandes capitales financieros y comerciales radicados en Buenos Aires o en otras zonas portuarias del país y la clase trabajadora, integrada por peones y arrendatarios explotados en el campo, junto a los obreros, empleados y pequeños artesanos de las áreas urbanas;
-Entre el sector primario agroexportador, los consorcios de importación, junto al capital financiero externo y la incipiente industrialización, frustrada una y otra vez, apenas mejoraban las cuentas del balance de pagos.
Detengámonos en este último aspecto. A partir de los años ochenta, el tipo de especialización argentina en la producción extensiva de cereales y ganado lanar y vacuno, en sí mismo y por las características que tenía su cadena de valor, ya implicaba una gran demanda derivada de manufacturas que, por entonces, era abastecida casi de forma absoluta por Gran Bretaña.
En la consideración de la relevancia que adquiría el mercado interno tampoco puede ignorarse la importancia de las compras originadas en las empresas ferroviarias y tranviarias o la expansión de servicios como el tendido de redes eléctricas, el agua potable y las cloacas, cuya demanda crecía al ritmo en que las ciudades portuarias (en particular, Buenos Aires) se expandían.
Asimismo, la propia expansión de las metrópolis, en particular Buenos Aires, implicó la consolidación de un mercado interno con buen poder adquisitivo y elevado dinamismo. Ello tuvo un estímulo muy fuerte en las construcciones suntuarias que erigían las clases adineradas con su mudanza hacia los barios del norte. A partir de ese punto, los sectores pudientes siempre destinaron una parte considerable de su excedente a la erección de viviendas de lujo. Este sería un factor expansivo para la actividad de la construcción, tanto o más importante que las obras necesarias para el desarrollo de los puertos y la infraestructura de servicios públicos que la nueva economía requería.
Sin ignorar que buena parte de esas demandas directas e indirectas de manufacturas eran predominantemente satisfechas con importaciones, quedó un amplio margen para la instalación de algunas fábricas y talleres dedicados a satisfacer el mercado interno, generalmente procesando insumos importados. Los talleres de TAMET, propiedad de Ernesto Tornquist, asociado con capitales belgas y los, más famosos, de Vasena, fueron emblemáticos en ese sentido.
Pero se trata de un conjunto aislado de emprendimientos fabriles, sin articulación alguna, al cual se podrían sumar los ingenios azucareros en el nordeste, las caleras en Córdoba o la actividad bodeguera cuyana. Más allá de estos ejemplos, la industria argentina estaba virtualmente limitada a un conjunto reducido de productos vinculados a la cadena agropecuaria, como los alimentos (particularmente frigoríficos), el calzado e indumentaria, bienes todos que eran elaborados en sus formas manufactureras más sencillas y con las cuales la oferta británica no estaba interesada en competir.
A su turno el boom de la construcción privada alimentó a la especulación inmobiliaria, para llegar al paroxismo durante la presidencia de Juárez Celman, que culminaría en la gran crisis de 1890. Ni los gobiernos ni los particulares habían trepidado a la hora de endeudarse para financiar esa enorme masa de emprendimientos, algunos (o la mayoría) de ellos de incierta rentabilidad. No sólo los prestamistas británicos se frotaban las manos, otro tanto ocurría con los dueños de las fábricas de Manchester y las minas donde se extraía el carbón que utilizaban los ferrocarriles y los buques a vapor.
Mayoritariamente, los precios de esos bienes eran superiores en el caso de los de origen británico a los de la competencia europea y más aún comparando con los originados en los Estados Unidos. Sin embargo Inglaterra siempre imponía sus condiciones, logrando un trato preferencial por parte de la Argentina, un país donde, además, sus clases dominantes desechaban el fomento de la oferta interna.
El estímulo a la producción interna no constituía una cuestión de Estado ni mucho menos. Dada la vigencia de un esquema de patrón oro (aún con todas sus imperfecciones de aplicación) eran muy polémicos -sujetos de largos debates parlamentarios- asuntos tales como la magnitud y variaciones en la prima del oro, la esterilización o no del circulante cuando éste era excedentario y la vigencia de tarifas arancelarias y sus niveles, espacios donde habitualmente puede buscarse establecer una correlación de factores que se inclinen a favor de proteger el mercado interno o no. Los períodos de elevada y sostenida apreciación del peso papel, como ocurrió en los años previos a la crisis de 1890 o entre 1894 y 1899, discriminaban fuertemente contra la posibilidad del desarrollo industrial y alentaban el ingreso de capital especulativo.
Con un tipo de cambio real alto se tornan más gravosos los servicios de la deuda pública, pero aumenta el excedente del cual se apropia el sector exportador y se encarecen las importaciones, abriendo un espacio para sustituirlas con producción interna. Inversamente, en una situación donde el peso se encuentra apreciado, se abaratan las importaciones, la tentación por endeudarse en el exterior es mayor y -tesis sostenida más adelante por los legisladores socialistas de principios del siglo XX- se abarata el costo de la vida para los trabajadores.
En última instancia se trataba de la vieja cuestión -siempre vigente a lo largo de nuestra historia- en torno al manejo cambiario, arancelario y crediticio con el objeto de promover, o no, la producción interna y los sectores que se beneficiaban o perjudicaban en cada caso.
“A fines de 1875 se produce en el Parlamento argentino uno de los debates más enjundiosos relacionados con el problema de la industrialización del país. El Presidente Avellaneda remite al Congreso un proyecto de presupuesto para el año siguiente, donde aconseja un aumento general de los derechos aduaneros de importación, con el objeto de apuntalar las rentas nacionales, muy afectadas como consecuencia de la crisis. A ese criterio meramente financiero contraponen los paladines de la industrialización, encabezados por el anciano López y el joven Pellegrini, una enmienda de claros ribetes proteccionistas y de fomento basada en la introducción de derechos diferenciales.
“Pellegrini cita las palabras de un legislador inglés que defendía el intercambio porque así “Inglaterra sería la fábrica del mundo y la América, granja de Inglaterra”; su propio criterio proteccionista lo sintetiza aduciendo que todo país debe aspirar a desarrollar su industria nacional, “ella es la base de su riqueza, de su poder, de su prosperidad” (Adolfo Dorfman, “Historia de la Industria Argentina”, ed. Solar/Hachette, Buenos Aires, 1970).
Por lo tanto, la fuerza que adquirieron las tendencias proteccionistas se vio reforzada inicialmente por la crisis de 1873, que reactualizó las tensiones que ya habían aparecido con la anterior crisis de 1866; a ello se le sumó el efecto demostración ejercido por la reacción proteccionista europea, que se venía manifestando desde 1870 luego de veinte años de prosperidad. En nuestro país, los sectores afines a la producción interna tomaron prolija nota de estas novedades. Por cierto, otro tanto ocurrió a partir de la crisis de 1890 y ante las restricciones al abastecimiento externo originadas en la primera guerra mundial.
Los aislados impulsos industrializantes ocurridos en la Argentina de aquellos tiempos siempre fueron, por lo tanto, un “efecto rebote” de la restricción externa y generalmente eran asumidos como un fenómeno transitorio hasta que se volviera a la normalidad de contar con recursos en libras para volver a importar lo que coyunturalmente, mal o bien, se había producido internamente.
Decía Miguel Cané en 1876: “yo confieso que formo parte de la escuela que se llama en mi tierra proteccionista, de la que reconozco como jefe al honorable diputado López, porque es el primero que ha levantado su voz con fuerte entereza, contra las teorías económicas aceptadas solamente porque venían en los libros”.
Chiaramonte, por su parte, subraya “A López le pertenece lo que puede ser considerado como el manifiesto inicial del movimiento proteccionista. Se trata del discurso del 27 de junio de 1873 en la Cámara de Diputados, donde expone en forma extensa sus opiniones sobre librecambio y proteccionismo y exige el desarrollo industrial del país como medio para salir del estancamiento”. López, además, fue un precursor de la crítica a la forma que adoptaba la penetración del capital extranjero orientado al desarrollo de la red ferroviaria. “Un camino de fierro, Sr. Presidente, de los que nosotros favorecemos, representa un capital extranjero que tenemos que amortizar en un tiempo dado, llevando su valor a las plazas extranjeras y en beneficio del capitalista extranjero (…) De modo que puede decirse que en cada una de esas obras, cuya utilidad relativa no niego, arrendamos nuestro territorio y lo gravamos fuertemente con una verdadera hipoteca a favor de la riqueza extraña” (Honorable Cámara de Diputados, “Diario de sesiones”, 1873, pag. 261), (J. C. Chiaramonte, “Nacionalismo y Liberalismo Económicos en Argentina 1860-1880”, ed. Solar, Buenos Aires, 1982).
Del Valle, Alem, Pellegrini, Cané, Lucio V López (algunos de ellos por entonces ya eran miembros activos de la fracción reformista del alsinismo) mantenían -pese a variadas diferencias y antipatías personales, y algunas indefiniciones adoptadas por conveniencia-, ciertas coincidencias en puntos básicos que luego habrían de servir de base al Partido Autonomista Nacional (PAN) de 1878, que llevaría al poder al general Roca.
Estos matices son los que, a su vez, explican una de las razones de la ruptura de este último con quien fuera su delfín, Juárez Celman, un verdadero y ciego fanático de las privatizaciones, la apreciación del peso, el endeudamiento externo y el libre comercio. Años después, como parte del cruel ajuste que impondría Pellegrini intentando superar la crisis del ‘90, que dejó a la Argentina con nula capacidad de seguir importando, decidió implantar el proteccionismo, empujado por la necesidad de alentar todo aquello que se podía abastecer internamente para aliviar el saldo negativo en el balance de pagos.
Llevado por las circunstancias de la crisis, Pellegrini se encontraba ante la posibilidad de acelerar el desenvolvimiento industrial de la Argentina que ya se habían planteado allá por los años setenta, en la búsqueda de concretar un desarrollo capitalista independiente. Este constituía el núcleo de la propuesta industrialista del PAN a partir de alentar el proteccionismo y las reformas institucionales que el país precisaba. Aquel grupo de dirigentes estaba muy influido por su acceso a la ideología de las pujantes burguesías industriales de Europa y los Estados Unidos, intentando elaborar intelectualmente esas ideas para adaptarlas al proyecto de país deseado y el rol que, a futuro, le debía caber a la burguesía industrial argentina en el mismo.
Ello se tradujo en su programa, que, por sus enunciados, es propio de una burguesía industrial al estilo americano, por citar el ejemplo más afín. Pero ésta era una clase virtualmente inexistente en la Argentina de aquellos tiempos. Por otra parte, los intereses británicos, que además eran compartidos por los miembros más prominentes del PAN y por los ganaderos invernadores, implicaban una correlación de fuerzas demasiado poderosa como para que se consolidara el proyecto industrialista. Bastó con que volviera la prosperidad, en los últimos años de la década del ‘90, para que la incipiente industrialización no pudiera seguir expandiéndose.
Pero existieron algunas excepciones más importantes que las ya mencionadas en la caracterización general que hemos venido desarrollando. En la historia de la industrialización de la Argentina, considerar sus antecedentes en la evolución de la producción lanar es una necesidad insoslayable. El auge de la producción lanera transcurrió desde mediados del siglo XIX hasta fines del mismo, cuando ya predominaban los cereales y la carne. Las exportaciones de lana habían comenzado a crecer en la década del ’40, y para 1865 ya representaban el 46,2% del total exportado por la economía nacional, porcentaje que se mantendría con pocas variantes por unos diez años más.
Tanto el mestizaje como el mayor cuidado de las majadas y la creciente difusión del alambrado denotaban un compromiso cada vez más fuerte con el desarrollo de esta actividad, que fuera definida en su época como “la fiebre del ovino”, ya que para su desarrollo en la región bonaerense, por lo menos a una distancia razonable del mercado, no era decisiva la presencia de los ferrocarriles. Entre otras consecuencias, la expansión de la cría de ovejas desalojó cada vez con mayor rapidez a los vacunos hacia la periferia, para aprovechar las mejores tierras, cercanas al puerto. Este proceso luego habría de revertirse, no sólo por la expansión ferroviaria, sino también gracias al desarrollo de los frigoríficos, que facilitaron el corrimiento de los lanares hacia el oeste y el sur de la Argentina.
Como ejemplo práctico de las cuestiones referidas poco antes, luego de superada la crisis de 1866, la constante valorización del peso papel provocaba el disgusto de los ganaderos exportadores. De hecho, este fenómeno no le permitió a la Argentina aprovecharse plenamente del auge mundial en la demanda de lanas. Para los “Anales de la Sociedad Rural”, la apreciación de la moneda corriente arruinaba a la campaña, que precisamente constituía la fuente de la riqueza del país. Tal desvalorización del oro movilizó a los afectados, que reclamaron tanto el establecimiento de la convertibilidad a un tipo de cambio fijo que cortara el proceso de apreciación de la moneda interna (25 pesos papel por uno fuerte) como que la oficina de cambio emitiera más circulante.
Por supuesto, los importadores se opusieron y otro tanto ocurrió con el gobierno de Mitre, que debía pagar sus deudas en libras esterlinas, particular-mente las contraídas para la guerra al Paraguay y, coherentemente, abrazaba la política liberal que promulgaba la apreciación del peso. Por lo tanto, la aprobación parlamentaria de la ley que creó la Oficina de Conversión fue considerada por “La Nación” como una derrota de la Constitución y los principios liberales.
Pero ya entonces ganaba cuerpo la idea de industrializar la lana, estimulando el desarrollo de una fábrica de paños. El proyecto nació en el seno de la Sociedad Rural. Los jóvenes ideólogos de la industrialización, a partir de este caso testigo, sumaban opiniones a su favor:
“La libertad contribuye a crear un pueblo y hacerlo feliz, pero una libertad que me despoja de mis protectores naturales para entregarme a extraños no es sino una servidumbre degradante. ¿Sin agricultura, sin talleres, sin industrias, sin oro, sin fierro, sin carbón y sin plata, sin marina ni ejército propios, se puede creer seriamente que somos una nación verdaderamente independiente porque ganamos las batallas de Maypu y Chacabuco? (artículo de Emilio de Alvear, publicado en “La Revista de Buenos Aires”, en 1870).
La cuestión monetaria. Un largo camino
La adopción por la Argentina de un marco monetario que fuera acorde con las necesidades de su incorporación al mercado mundial requería, primero, eliminar la anarquía predominante en el plano interno y, segundo, paralelamente avanzar con presteza hacia un esquema de “patrón oro”. Con más precisión, durante largos períodos ha predominado el “tipo de cambio patrón oro”, donde el valor de la moneda local se fondea en un conjunto de signos que tienen respaldo áureo, como la libras o el dólar, más una cierta cantidad de ese metal en barras. La puesta en práctica de ese ordena-miento no fue un proceso sencillo ni falto de complicaciones, desvíos, avances y retrocesos. Veamos:
Hasta 1853 virtualmente cada provincia había ejercido su propia política dineraria. Así por ejemplo, en Tucumán se emitían reales respaldados por piezas de plata, mientras que en Salta, Córdoba y La Rioja circulaban diversas monedas de oro y plata con la particularidad de que su cotización no era la misma, ya que podía tomar distintos valores en cada provincia. Por su parte, en Buenos Aires existían y eran aceptadas distintas clases de monedas papel, convertibles o no, junto con la circulación de monedas extranjeras. Asimismo, la cotización de una misma moneda en los diversos mercados, muchas veces, difería de provincia en provincia
La Constitución de San Nicolás intentó corregir esta anarquía reservando para el Congreso Nacional la facultad de emitir moneda, fijar su valor y establecer la paridad con las divisas extranjeras. Pero tal decisión apenas avanzó poco más allá de lo declarativo, no pudiendo acabar con el desorden monetario de entonces ni con las diferencias en los valores de cambio.
Como mencionamos más arriba al analizar las transformaciones ocurridas en la esfera real, la recuperación de la economía que se verificó luego de la crisis de 1866, entre otras consecuencias, se tradujo en la apreciación del peso papel. A fines de ese año la cotización del peso fuerte (convertible en oro) en la Bolsa de Comercio de Buenos Aires era de solamente 22,90 pesos papel inconvertible. Se trataba de un fenómeno original, donde un papel moneda inconvertible y de curso forzoso gozaba de un premio sobre su valor de conversión de paridad con el peso convertible.
La solución adoptada por entones para evitar las consecuencias negativas que ejercía esa tendencia sobre la producción interna, fue crear la “Oficina de Cambio” del Banco de la Provincia (fundada el 3 de enero de 1867), antecesora de la que luego fuera la “Caja de Conversión”. Su ley de creación fijaba un tipo eventual de conversión de la moneda corriente, adoptándose la relación de 25 pesos de esa moneda por un peso fuerte en metálico. Vale decir que depreciaba artificialmente al peso inconvertible, decisión que generó una de las primeras entre las que más adelante serían habituales polémicas que enfrentaban a los circunstancialmente ganadores y perjudicados por el valor que adoptaba la moneda interna.
Entre los primeros, en esta ocasión, estaban los exportadores y entre los segundos se alineaba un conglomerado que integraban el Estado Nacional -que debía pagar los servicios de la deuda externa-, la actividad de importación y los consumidores, no sólo de bienes extranjeros, sino también de alimentos cuyos insumos el país exportaba. Y esto explica la recalcitrante oposición de los parlamentarios socialistas a la prima del oro y/o las consecuencias inflacionarias de la no esterilización de pesos excedentes.
También se preveía la constitución de un fondo de rescate que luego no se concretó. El objetivo de la Oficina era proporcionar papel moneda sin limitación alguna -al tipo legal ya mencionado de veinticinco por uno, lo cual implicaba una depreciación forzada del peso papel-, a quien entregara oro y devolver ese oro a quien se presentara con la correspondiente suma en billetes. El Banco Provincia quedaba facultado para emitir la cantidad de moneda corriente que fuera técnicamente juzgada como necesaria para la ejecución de esta ley.
La puesta en marcha de esta institución significaba implantar la conversión del billete que hasta entonces había sido inconvertible. En ese sentido, el valor de conversión adoptado no podía ser cualquiera, ya que a partir de este parámetro regía la conversión ilimitada, de hecho y de derecho, con la única limitación que establecía la cantidad de oro que estuviera disponible para hacerlo. Precisamente, ese régimen habría de durar poco más de nueve años, hasta que la crisis se manifestó en una violenta caída de las reservas.
El 16 de mayo de 1876, durante la presidencia de Avellaneda y en plena crisis, se autorizó la suspensión de la conversión de billetes por parte del Banco Provincia. El Banco Nacional -que había sido creado en noviembre de 1872 y también tenía la facultad de crear billetes convertibles- tuvo que solicitar un amparo similar, que le fue acordado en junio del referido año. En la misma disposición se estableció que la Nación se convertía en garante de la deuda tomada por el Gobierno con el Banco Nacional. Posteriormente, en octubre, se decidió una reducción en el capital del Banco Nacional, una parte del cual sería suscripta por el Gobierno mediante la emisión de títulos de la deuda pública.
Recordemos que este último banco no se trataba de una institución pública (como sí lo era el Banco Provincia), sino mixta. En el origen, su capital de 20 millones de pesos estaba integrado minoritariamente por el Gobierno nacional, que había suscripto 2 millones; los concesionarios cinco millones y el resto fue ofrecido a la suscripción pública. Tenía la facultad de emitir billetes convertibles hasta por el doble de su capital realizado y mantener reservas en un fondo metálico equivalente a la cuarta parte de los billetes en circulación. Mientras los billetes mantuviesen su calidad de convertibles, podían ser empleados en el pago de impuestos y derechos nacionales.
A fines de 1881, una vez más, la recuperación económica permitió reestablecer la paridad del papel moneda con el oro. Y nuevamente se asistió a una rápida valorización del peso, cuyas causas fueron las considerables importaciones de oro, originadas no sólo en la acumulación de saldos positivos en el balance comercial, sino que a ello se sumaron los empréstitos tomados por el Gobierno, más la afluencia de inversiones extranjeras, principalmente de origen británico. Por entonces el Banco Provincia llevó a cabo una notable recuperación en sus reservas gracias al ejercicio de periódicas compras de oro, mientras la oficina de cambio seguía cerrada. Esas adquisiciones las llevaba a cabo con el propósito de evitar una mayor apreciación en su billete inconvertible. Pero esta última era una tendencia tan fuerte (y muy estimulada por el ingreso de financiamiento externo) que, sin embargo, la política del banco no lograría evitar.
Por la “Ley de Monedas” dictada en 1881, se creaba una unidad monetaria nueva (el “peso nacional”), distinta del “peso fuerte” que hasta entonces había circulado en unión con el “peso moneda corriente” del Banco Provincia y los del Banco Nacional. Estas dos últimas unidades monetarias (fuerte y corriente) debían desaparecer y los bancos tuvieron que retirar los viejos billetes, reemplazándolos con los nuevos (nacionales). Esos flamantes billetes solamente podían ser convertibles en oro, negando el curso legal a los que no cumplían con tal requisito.
El objetivo principal que se perseguía con la Ley de 1881 era evitar el riesgo del bimonetarismo que implicaba admitir, al mismo tiempo, la circulación de billetes respaldados en plata. Completando el círculo, en julio del mismo año el Banco de la Provincia había declarado reabierta la conversión de sus billetes, reestableciendo su Oficina de Cambios que, como vimos, había interrumpido sus funciones en 1874.
En consecuencia, la Nación asumía plenamente su derecho soberano (dictado por la Constitución del ‘53) a ser la única que estaba en condiciones de autorizar la emisión de billetes convertibles, que se expresarán en una única y uniforme unidad. La conversión exclusivamente podía verificarse “a oro”, cuya manifestación en papel sería el único instrumento con capacidad ilimitada en la cancelación de obligaciones. Ya circulaban por entonces nuevas monedas de oro –los “argentinos”– y monedas de plata por un peso y sus divisionarias. Pero la población sólo tomaba a estas unidades en metálico como una novedad, prefiriendo al billete para sus pagos y negocios diarios.
Sin embargo, pese a la confianza popular de que gozaba, este edificio de la conversión se había levantado inflado por el excesivo y peligroso optimismo que predominaba en aquellos tiempos, fuente de grandes movidas especulativas. Ni la situación del balance comercial ni la magnitud de las reservas acumuladas (tampoco su composición, donde era muy elevada la volatilidad debido a la importancia que tenían las colocaciones de capital extranjero de tono especulativo), que constituían la base para atender la emisión de billetes, alcanzaban una magnitud y garantizaban la estabilidad suficiente para funda-mentar las reglas de la conversión. Vale la pena insistir, las correntadas de capital extranjero a corto plazo -entrando y saliendo- le agregaban volatilidad al sistema.
Así, en enero de 1885 nuevamente debieron dictarse los decretos autorizando otra vez la suspensión de la conversión por parte de los bancos oficiales, siendo ése un desenlace que ya se preveía desde setiembre del año anterior. Los bancos oficiales habían venido haciendo grandes esfuerzos por mantener el sistema, pero las corrientes adversas eran demasiado fuertes. Merece subrayarse que, como ocurriría muchas veces en el devenir de la historia monetaria en nuestro país, la banca privada no ejerció una actitud solidaria con la estatal; peor todavía, les hacía el juego a los especuladores.
Para su operatoria, la banca privada servía a la especulación proporcionándole los préstamos necesarios en pesos para demandar metálico a la banca pública. Vale decir que tomaban cambio sobre el exterior (en los hechos, se trataba de una fuga de capitales) comprándolo en los bancos oficiales hasta llegar al límite que esas entidades no podían trasponer sin poner en peligro sus existencias de metálico. Estos movimientos tenían lugar mientras, paralelamente, se verificaba una tendencia negativa en el balance comercial. En los años 1885/1886 los resultados en la cuenta de mercancías fueron adversos, debido a un fuerte deterioro en las exportaciones mientras el ritmo de importaciones permanecía constante. La brecha se cubría ex-portando deuda. La clase dominante parecía ignorar la tormenta que se formaba en el horizonte.
Todo ello no hizo sino agravar una situación monetaria en que la expansión del circulante ya avanzaba muy por encima de los parámetros del patrón oro, absolutamente dependiente respecto a los saldos del comercio exterior, ya que eran muy limitados los ingresos de inversiones externas. Por el contrario, las remesas de inmigrantes, el gasto de argentinos en el exterior, junto a los pagos de garantías ferroviarias y los servicios de la deuda externa pesaban cada vez más sobre el rojo del balance de pagos.
La suspensión de la conversión fue dictada entonces, nuevamente, en defensa de los grandes bancos Provincia y Nacional, que eran por aquella época, a la vez, los grandes órganos de emisión monetaria. Las alternativas habrían sido dictar una moratoria o declarar la falencia de los bancos oficiales. La autoridad monetaria consideró que ambas opciones habrían tenido peores consecuencias que lo ocurrido con la medida finalmente adoptada. Analizado en perspectiva, en efecto, se comprueba que tal decisión resultó la menos mala. La gran perturbación de 1891 -cuando, pese a todo, finalmente cayeron esos dos grandes bancos-, aún con su extrema gravedad fue menor al trastorno que habría causado igual derrumbe si se lo hubiera adelantado a 1885.
Más allá de estas consideraciones, lo cierto es que en 1891 las quiebras generalizadas indujeron una postración tal de la economía que recién sería definitivamente superada diez años después.
Los bancos y la crisis de 1890
Como ya consignamos, a mediados de los años ‘80 la recuperación de la economía se apoyó en la imposición de un tipo de cambio depreciado que permitió aprovechar mejor las favorables condiciones externas. Jugaba a su favor el hecho de que se había arraigado el uso del billete inconvertible en todo el país y la masa del pueblo no se preocupaba por una cuestión que parecía tan abstracta como era la conversión. Pero dictada la suspensión en 1885, sucedió lo que era de prever y había venido practicándose con intensidad: que la especulación financiera se apoderara inmediatamente de una parte sustancial del circulante para llevar a cabo su juego. Pese a ello, la depreciación de la moneda se mantuvo dentro de límites moderados.
Las perspectivas por entonces eran que se cumpliera la previsión de los decretos de suspensión de la conversión y que la misma pudiera reabrirse en no más de dos años. Sin embargo, este plazo fue prorrogado varias veces, hasta que se asumió la realidad de que no era factible retornar a ese régimen tan rápidamente. De hecho, debió esperarse hasta a 1899, en la segunda presidencia de Roca.
Por el contrario, poco después de suspendida la conversión se adoptó una decisión que luego habría de resultar un gran factor desestabilizador. El 3 de noviembre de 1887 el Congreso Nacional sancionó la Ley de Bancos Nacionales Garantidos, medida que parecía razonable tanto en lo formal como teóricamente dado que establecía resguardos, juzgados como suficientes, acerca del respaldo en oro de los billetes que se emitirían.
Con esta ley se quiso copiar el modelo de los Estados Unidos, apoyado en la descentralización de la Reserva Federal, descartando la sugerencia alternativa de optar por la emisión directa a cargo del Tesoro que, analizando en función de lo ocurrido posteriormente, se advierte que nunca podía haber sido tan ruinosa como resultó aquella Ley de bancos garantidos. Al poco tiempo de dictada la norma comenzaron las emisiones clandestinas, alentadas por el ejemplo de una institución nueva, como era el Banco Provincial de Entre Ríos. Y este proceso habría de generalizarse.
Lo cierto es que las provincias no tenían el oro para comprar los títulos nacionales con que garantizar la emisión que realizaban sus bancos. Pero la propia Ley les facilitaba las cosas. Para ello bastaba con lanzar un empréstito externo. Las primeras operaciones mostraron que esto parecía fácil, hasta que los prestamistas del exterior empezaron a desconfiar del sistema. Este proyecto terminó corriendo la misma suerte de otra iniciativa de la época, juzgada como brillante: la ley de la Provincia de Buenos Aires creando los centros agrícolas, normativa que terminó tan prostituida y desnaturalizada como la referida Ley de Bancos Garantidos, convirtiéndose esta última en una no-table fuente de descrédito y en una de las principales causas de la crisis de 1890.
El derrumbe del sistema de bancos garantidos potenció violentamente la inestabilidad monetaria de un país que ya estaba en plena crisis financiera y comercial. Las numerosas sociedades anónimas, cuyas acciones se habían venido inflando artificialmente con la especulación bursátil -que por entonces fuera tan vívidamente descripta por Julián Martel en su novela “La Bolsa”, de lectura imprescindible para empaparse de aquella realidad como sólo puede hacerlo la literatura-, entraron en un torbellino bajista.
Una, entre tantas consecuencias graves, fue la estampida de corridas desatada contra todos los bancos, de la cual no se salvaron las entidades oficiales. Estas fueron llevadas al borde de la quiebra, con pronóstico de hundimiento a corto plazo si el Gobierno nacional no hubiera ido en su apoyo. Por ejemplo, tanto el Banco de la Provincia como el Nacional, para atender sus compromisos inmediatos, llegaron a poner en circulación los billetes que tenían en su fondo de conversión, algo que estaba legalmente prohibido en sus leyes de creación.
Paralelamente, como es obvio, la cotización del oro no paraba de subir. En este escenario se produjo la suspensión de pagos de la casa Baring -tema del cual nos ocuparemos más adelante-, suceso que para la Argentina alcanzó las proporciones de un gran desastre nacional, debido a las graves complicaciones que introducía en su ya crítica situación económica.
Todo este proceso tiene luces y sombras, unas tan agudas como las otras. Con la suspensión de la conversión en 1885, el Gobierno estaba reconociendo que la necesidad primordial del país era contar con un circulante abundante y no se puede desconocer que el billete inconvertible proveyó eficazmente ese objetivo, cebando adicionalmente al fuerte crecimiento de esos años. Se convirtió en la herramienta principal de estímulo a la producción interna y el Banco Provincia fue la correa de transmisión de los recursos a las medianas y pequeñas empresas nacionales necesitadas de crédito. La contracara de tal aspecto virtuoso fue la ya descripta operatoria que practicaron los especuladores, que se apoderaron de este instrumento de crédito agudizando los males del desastre tremendo estallado en 1890.
Lo ocurrido con la recuperación posterior, que ya se insinuaba con la buena cosecha de 1892, pese a la virtual cesación de pagos argentina y la agobiante situación de miseria y desempleo en las masas laborales -que en 1894 sintetizara con todo su dramatismo Ernesto de la Cárcova en una de sus obras maestras, “Sin pan y sin trabajo” (pese a que se inspirara en la realidad de Italia en aquella época, país donde pintó ese cuadro), no hace sino demostrar que la crisis no era una consecuencia directa del billete inconvertible, en el cual confiaba plenamente el conjunto de la población, defraudada por los especuladores y la banca privada.
Muy por el contrario, la raíz del problema estaba en las propias características del modelo de acumulación y apropiación de la riqueza vigente (esa peligrosa combinación de producción agropecuaria extensiva, desdén por generar una base manufacturera interna y estímulos compulsivos, tanto al gasto suntuario como al veloz enriquecimiento especulativo), que además no admitía la existencia de instituciones oficiales que ejercieran la función de intervención y control sobre las variables monetarias y cambiarias, para evitar la formación de burbujas especulativas. Esto último, en particular la necesidad de una banca oficial, no era contemplado dentro del marco ideológico por entonces predominante.
“Las épocas de poderosa expansión por las que ha pasado el país, han tenido siempre por palanca poderosa esa abundancia de medio circulante, in-dispensable en un pueblo en que el sistema de crédito estaba todavía incipiente. Sin los grandes bancos del Estado, el progreso económico habría sido mucho más lento y esos bancos debían su eficacia a la moneda fiduciaria de que disponían que les permitía hacer el oficio de habilitadores de la producción. No se trata de hacer la apología del billete inconvertible, pero es necesario reconocer sus méritos en ciertas circunstancias económicas, y confesar que es un agente que puede tener un valor muy alto para impulsar el progreso y fomentar la riqueza de un país.” (Emilio Hansen, “La Moneda Argentina, estudio histórico”, Buenos Aires, 1916).
Los fracasos de la ortodoxia y el éxito de los hombres prácticos
En 1888 la firma Baring Brothers había pactado un nuevo préstamo con el Gobierno argentino. Para ello reiteró la práctica, hasta entonces exitosa y muy lucrativa, de emitir un empréstito de Obras Públicas por 25 millones de pesos, entregando a cambio, al Gobierno, oro por un valor equivalente a 21 millones. Pero esa vez no consiguió colocar los bonos respectivos en el mercado británico, donde ya reinaba la desconfianza no sólo respecto a la situación argentina, sino también motivada por otras experiencias contemporáneas -siempre fatales para los pequeños ahorristas que confiaban su dinero a gente como los Baring- en distintos y no menos ignotos países del planeta.
Vale decir que, quizá cebados por los jugosos negocios que desde muchas décadas atrás hacían en la Argentina, los famosos banqueros con sus clásicos sombreros de copa esta vez habían girado oro al Río de la Plata a cambio de papeles sin mayor valor real. Repentinamente, ante la gravedad de la crisis argentina, la probabilidad de recuperar ese dinero se esfumaba velozmente. El mal humor reinaba en la City londinense. La comisión Rotschild, encargada de gestionar el cobro, le hizo sentir al Gobierno argentino toda la presión que los británicos estaban en condiciones de ejercer en esos casos.
Uno de los alocados intentos, afortunadamente fallidos, que por entonces tenía en estudio Juárez Celman -famoso, entre otras cosas iguales o peores, por su ciega creencia en la receta liberal y en particular las privatizaciones-, era el de vender 24 mil leguas de tierras fiscales, pagaderas en oro. La idea consistía en, con esa base, reinstalar la conversión y así recuperar la confianza que a fines de 1889 se derrumbaba. Pero ello provocó una inmediata reacción del vicepresidente Pellegrini, por entonces en Paris: “Hemos sabido de proyectos de limitar la emisión de monedas y cédulas; muy bueno, aunque sufra un poco la especulación en tierras. La venta de veinticuatro mil leguas, en Europa, por el contrario, sería una calamidad que nos costaría lágrimas. Sería crear una Irlanda en medio de la República y sacrificar el provenir ante una pequeña dificultad del momento (sic). Haz todo lo que puedas en contra y harás un servicio al país. Le he escrito a Juárez y espero que no insista” (Carta a Rodolfo Lagos, transcripta por Agustín Rivero Astengo en “Juarez Celman”, Ed. Guillermo Kraft Ltda., Buenos Aires, 1944).
El 7 de agosto de 1890 asumió la presidencia el Ing. Carlos Pellegrini, llamado en el carácter de “piloto de tormentas”, reconocido de modo unánime como el único estadista en condiciones de superar el trance. Pero aceptó ese cargo previo acuerdo con los banqueros, caballeros de la City porteña que, en realidad, eran los grandes responsables de la catástrofe. Estos se comprometieron a realizar un aporte sustantivo (unos 16.000 millones de pesos) para atravesar la crítica situación y poder sentarse a negociar con los acreedores británicos en una butaca con el suficiente respaldo en monedas duras.
Ahora bien, pasada la embriaguez de los primeros días, la triste realidad de la crisis volvió al primer plano y el valor del oro siguió subiendo; el 6 de agosto su precio había sido de 317 pesos y para los primeros días de diciembre ya estaba en los 320 pesos y con firme tendencia alcista. Dado que el crédito era inexistente, se asistía al virtual remate de títulos que habían sido comprados en la fase de alza.
La consecuencia sería una nueva y más generalizada ola de quiebra de empresas y la liquidación de campos, todo con grandes pérdidas.
La tristeza invadió a la otrora opulenta y orgullosa Buenos Aires: desaparecen las filas de coches paseando por Palermo, teatros y restaurantes cierran sus puertas o permanecen vacíos; no hay más palacios en construcción y se derrumba el precio de las propiedades rurales, muchas de ellas compradas poco antes, en la mayoría de los casos por los nuevos ricos y sin mayor cálculo económico, pensadas apenas como reserva de valor para el dinero ganado en los negocios especulativos.
Paralelamente la inevitable baja de salarios fue acompañada no sólo de una abrupta interrupción en la inmigración de mano de obra, sino de la repatriación de inmigrantes. Vale decir que los principales fundamentos del modelo se derrumbaban. Sin embargo, como luego ocurriría en otras etapas del proceso histórico, el Gobierno insistía en la receta del ajuste para atender a la deuda.
Pellegrini permanecía inmutable, tan sereno como su Secretario de Hacienda, Fidel López, que “era una suerte de aristócrata a la inglesa -ese tipo de personajes que eran tan comunes en aquellos tiempos- pero sin ser inglés. Pellegrini pudo convencerlo de que ir a la moratoria no era algo digno de caballeros y que, peor aún, podía llevar a la intervención británica” (José María Rosa, “Historia Argentina”, ed Oriente, Buenos Aires, 1973).
Abocado a elaborar una propuesta sobre la deuda, el proyecto de Pellegrini se apoyaba en dos ideas centrales: 1) emitir un nuevo empréstito en oro para cubrir los servicios de la deuda y las garantías del 7% otorgadas a las inversiones ferroviarias, aún pendientes de pago; 2) imprimir papel moneda y, por intermedio de la banca, prestárselo al comercio para que retomara su giro.
No era únicamente cuestión de pagar la deuda emitiendo más deuda y apelar a la emisión sin contrapartida. De modo paralelo se decidió estimular el proteccionismo, no tanto -como ya vimos- con un fin industrializador interno sino como un arbitrio más para aliviar el balance de pagos. También para aliviar las cuentas fiscales se propone avanzar hacia el saneamiento del sector público y los bancos oficiales.
Con ese plan en su cartera, el Dr. Victorino de la Plaza gestionó en Londres un préstamo por el equivalente a veinte millones de libras, con el objeto de pagar los servicios de la deuda y girar los montos correspondientes a las garantías ferroviarias, pendientes desde hacía tres años. En la práctica, se trataba de hacer grandes enunciados mientras se pateaba hacia delante la gran bola del nuevo endeudamiento, y dejar la solución definitiva del problema para quienes vinieran atrás.
Pero la emisión de billetes inconvertibles, contra el refinanciamiento externo de la deuda, por una suma de 60 millones de pesos, pactada en Gran Bretaña por Pellegrini y su ministro Plaza, sólo sirvió para agudizar la recesión interna. Esa emisión, que según la ley debía destinarse a préstamos a particulares, fue apropiada casi totalmente por el Banco Nacional, que de inmediato utilizó 42.535.500 pesos en la compra de cambio para remitirlo a la Casa Baring a cuenta de los créditos de refinanciamiento recibidos en el contexto del referido “acuerdo Plaza” con los acreedores británicos. Pero ello resultó fatal, toda vez que se convirtió en una entrada y casi inmediata salida de las libras prestadas, que profundizó la iliquidez interna en el mercado interno. Las consecuencias fueron entonces letales, tanto para la economía interna como para la credibilidad de Pellegrini, Plaza & Co.
No fue la única operación ruinosa. El gobierno de la Provincia de Buenos Aires, para salvarse de la bancarrota, malbarató sus ferrocarriles, valuados en 60 millones, por apenas 40 millones y entregó las tierras del futuro Puerto Madero a doce pesos el metro, cuando valían no menos de cien.
Todo ello no impidió que, mientras la emisión de billetes provocó una suba del 291% en la cotización del oro -el valor comercial del billete cayó a 34,4 centavos oro-, su destino casi total a cubrir la deuda externa por medio del Banco Nacional acentuó aún más la iliquidez en el mercado interno.
En marzo de 1891, ante la masiva corrida contra los depósitos y la decisión gubernamental de no autorizar nuevas emisiones, ya no se pudo evitar más la quiebra de los bancos Nacional y de la Provincia de Buenos Aires. Se trataba del “descalabro final de la Ley de Bancos Nacionales Garantidos, implantada menos de cuatro años antes, con tan risueñas perspectivas y esperanzas” (Hansen,op.cit.).
Mirado en perspectiva, se advierte que habría sido más prudente volver a tenderle una mano a la banca estatal, especialmente al Banco de la Provincia, que era una vieja institución enteramente oficial, tradicional depositario de los ahorros de las clases modestas. Tal no era el caso, ya lo señalamos, del Banco Nacional, una institución de carácter mixto, cuyo origen era más reciente y cuyas acciones habían estado en el vórtice del torbellino especulativo que culminó en la crisis. Sin embargo, Pellegrini había declarado, con su solemnidad habitual, que no autorizaría nuevas emisiones de papel moneda inconvertible, cuando esta decisión -que se encontraba entre sus facultades- probablemente habría calmado la corrida.
Una de las tantas lecciones que se recoge de aquella gran crisis y del fracaso de Pellegrini en el manejo de la deuda -el “piloto de tormenta” terminó alejándose en derrota del Gobierno acompañado por la silbatina de aquéllos que otrora lo aclamaran a su paso por la calle Florida-, consiste en advertir los riesgos de aceptar a libro cerrado aquellas doctrinas, básicamente europeas, imperantes en la época y que desconfiaban de la banca estatal. Peor aún fue la actitud de descartar, siquiera examinar, cualquier alternativa.
En 1892, el nuevo Presidente, Luis Sáenz Peña, un opaco jurista inventado por Roca y que debió recoger el hierro candente de la deuda en sus manos, designó a Tomás de Anchorena como Ministro de Relaciones Exteriores (no hablaba otro idioma que no fuera el español) y a Juan J. Romero como Ministro de Hacienda (con poca o nula experiencia en negociaciones con los acreedores externos). Tenían una misión prioritaria, reabrir la negociación de la deuda, ya que el denominado “arreglo Plaza” de refinanciamiento concluía en 1894 y era imposible pagar en los términos convenidos.
Como vemos, se trataba de dos personajes cuyas características estaban en las antípodas de los gentiles caballeros que años atrás habían acompañado a Pellegrini. Ello se ratificaba en la nueva iniciativa levada a los acreedores y que se apoyaba en criterios de negociación muy distintos a los de sus predecesores.
Básicamente se trataba de lograr un mejor trato por parte de los acreedores y garantizar el mantenimiento de la soberanía política de la Nación. Los nuevos negociadores, a partir de ese marco conceptual, plantearon, con toda la crudeza necesaria, que o se aceptaba la nueva propuesta argentina o se establecía una moratoria unilateral. Como es obvio, ello provocó una gran molestia en Londres.
“El Gobierno británico, siempre dispuesto a intervenir en defensa de los acreedores, ofreció un nuevo empréstito, fundando su actitud en recordar las indemnizaciones pendientes por los bonos no entregados del Empréstito, cuyo monto llegaba a los ya señalados 25 millones. Pero chocó con el Dr. Anchorena, que no estaba dotado de los buenos modales que ostentaban otros hombres como Rufino de Elizalde. Este último, como el Dr. Quintana y otros amigos de la Corona británica, habían sido alejados del Gobierno argentino” (J.M.Rosa, op.cit.).
Una vez desplazado el Dr. Plaza de su cargo como agente financiero, se elevó a Rotschild la dura propuesta argentina virtualmente de “tómela o déjela”, sin opciones. En la misma se combinaban quitas con esperas. Concretamente, la Argentina se comprometía a entregar una suma fija de 1.500.000 libras anuales durante ocho años en concepto de cancelación de intereses; durante igual lapso quedarían suspendidas las amortizaciones de capital. Dado que no se incurría en la cesación total de pagos, no existía pretexto alguno para la intervención británica.
Cabe recordar que era una época en la que el Foreign Office tenía bastantes problemas en otros puntos del planeta donde ejercía su práctica colonial -caso del África, la India y el Medio Oriente-, como para cargar con uno más en el Río de la Plata. Y ello ayudó bastante a los negociadores argentinos.
Después de algunos forcejeos se suspendieron las amortizaciones hasta 1901, estableciéndose que se repartirían anualmente 1.564.000 libras entre los acreedores por dividendos (de los cuales 500 mil se girarían a las empresas ferroviarias), al tiempo que el interés por los mismos se bajaba del 6% y 8% a menos del 4%, eliminándose además las “comisiones” por todas estas operaciones. Un régimen similar se adoptaría con las deudas provinciales. Este acuerdo por fin se firmó en junio de ese año, haciéndolo bajo protesta tanto los tenedores de bonos como las empresas ferroviarias. El 3 de julio firmaron los documentos respectivos Rotschild y L. M. Domínguez, por la Argentina. Recordemos que, por esos años, otra vez el balance de pagos argentino sufría el impacto de las malas cosechas, por lo cual para los acreedores resultaba preferible recibir algo a cuenta y esperar que las condiciones pro-ductivas y comerciales mejoraran, tal como sucedió entre 1903 y 1910. Al año siguiente volvieron a empeorar las condiciones de la oferta agropecuaria pero la Argentina ya había atendido todos los compromisos financieros asumidos.
El costo de imponer la “solución Romero” no sería gratuito en términos de pérdida de la confianza y retiro de las inversiones británicas. Pero la Argentina, más allá de algunos tropiezos, ingresó en la fase larga de recuperación que virtualmente se mantuvo hasta las vísperas de la primera guerra mundial. En esa etapa del ciclo el mantenimiento de un valor depreciado para el peso, una vez más, tuvo importancia singular y, ausentes las inversiones de riesgo, se redujo la incertidumbre sobre el balance de pagos y el superávit comercial se convirtió en la fuente principal de ahorro externo.
Esta racha duraría, como señalamos, hasta la ocurrencia de malas cosechas en 1910/1911, adversidad que precedió a la retracción de las inversiones externas, pero ello se debió a la inminencia de un conflicto bélico mundial que las principales personalidades de la Argentina juzgaban como de corta duración. Por eso, cuando en 1914 la realidad obligó a cerrar otra vez la Caja de Conversión, todos pensaban que se trataba de una emergencia que duraría unos pocos meses.
Pero volvamos al vórtice de la crisis. En 1891 se había fundado el Banco de la Nación Argentina; esa entidad, como su predecesor el Banco de la Provincia de Buenos Aires, siempre constituyeron instituciones estatales. El Banco Nación no encontró, en aquellos tiempos de gran desconfianza, quien suscribiera sus acciones y, por lo tanto, su único capital inicial estaba constituido por la autorización para emitir otorgada por la ley que lo creaba, lo cual terminó siendo un hecho altamente positivo. Efectivamente, en pocos años su vigoroso crecimiento se convirtió en la desmentida más poderosa de los prejuicios ideológicos contra la banca estatal y la prueba de la enorme potencialidad que tiene la facultad de emitir dinero cuando ésta es empleada en provecho del crédito legítimo y practicando un cumplimiento estricto de las normas técnicas de supervisión.
El retorno de la prosperidad
Ya para 1899 existía la generalizada opinión de que la abundancia de la cosecha que se esperaba traería una nueva e importante valorización del peso, correlativa con un agudo descenso en el precio del oro. El ese sentido, ante la evidente necesidad de proteger a la moneda de las grandes fluctuaciones -y de las habituales tentaciones especulativas a favor o en contra de la misma, que tanto la habían afectado en el pasado-, se tomó la decisión de fijar un nuevo tipo de conversión para el billete declarando explícitamente que la República no reconocía la obligación de convertirlo en oro, a la par de su valor escrito. Pese a ello no faltaron voces críticas cuando el Parlamento discutió esta norma, que fuera definida como una “Ley de quita”, por la cual la Nación declaraba que el valor corriente del billete (otra vez a un tipo de cambio depreciado) debía ser igual al tipo de su conversión.
Ese año, recuperado el auge de la economía, se dictó la Ley de conversión. La misma fue pensada como un imperfecto instrumento de circunstancia, un “mal menor” que se adoptaba para evitar los efectos no deseados de la apreciación del peso. Por entonces la cotización del oro no dejaba de caer: después de haber llegado en 1894 a los 430 pesos ya se proyectaba en 200 para el verano 1899/1900.
En consecuencia, el oro había vuelto a ocupar el rol de una moneda internacional con la cual la Argentina realizaría sus transacciones con el resto del mundo, pero no en la moneda circulante para el uso interno. Aquella ley, con todas sus imperfecciones, sin embargo habría de convertirse en una norma que resultó decisiva para consolidar la expansión de la economía en el largo plazo -especialmente a partir de 1903, cuando fue despejado el riesgo de guerra con Chile y el balance de pagos se recuperó del impacto negativo que ejerció la crisis europea de 1900/1903- durante la década transcurrida desde entonces, apenas con el bache de 1910/1911 (que derivaría en la huelga agraria de 1912), hasta las vísperas de la “Gran Guerra”, como se la llamaba por entonces.
Volviendo al origen de estas notas, diremos que, a partir de la experiencia histórica, se comprueba que la prosperidad de la República Argentina en la época del Centenario, además de las ineludibles condiciones internacionales favorables, se potenció por el hecho de que las mismas pudieron ser mejor aprovechadas por las clases dominantes en grado decisivo gracias a la adopción del billete inconvertible, depreciado en términos reales.
Fue evidente que, sin ese instrumento, el crecimiento económico de nuestro país habría sido más errático y notablemente por debajo del potencial. En 1905 el Ministro de Hacienda, Dr. Terry, habría de advertir que la Ley de conversión de 1899, tan criticada cuando su aparición, habiendo superado largamente su período de experimentación, ya constituía una base sólida para el sistema monetario de la época.
“En realidad, desde 1894 hasta 1900 la tendencia decreciente en la prima del oro fue acompañada por volúmenes crecientes de exportación, mostrando que, en la práctica, la relación directa entre la prima del oro y el volumen de exportaciones, sugerida por la teoría neoclásica, no se daba en el caso argentino”.(…) “¿Cuál es la razón del éxito del sistema para preservar la estabilidad de la tasa de cambio hasta 1914, mientras que el sistema de 1884 fracasó dentro del primer año? En primer lugar, hasta la segunda mitad de 1913, y aún después, el sistema nunca se enfrentó con la dura prueba que significaba una aguda salida de oro en concepto de pago al extranjero. Además, debido al crecimiento en el valor de las exportaciones, la oligarquía terrateniente y los productores de exportaciones tenían interés en vigilar que el sistema funcionara. De hecho la “prosperidad” del sistema de la Caja coincidió con condiciones climáticas buenas hasta junio de 1913, a diferencia de las deficientes condiciones climáticas de 1884. Porque las entradas de divisas crecieron constantemente a medida que aumentaban los valores de exportación y la inversión extranjera, debiéndose recalcar también en esto la importancia de los mayores precios de las exportaciones que incrementaron el valor de la ascendente producción de bienes exportables, redujeron el valor “real” del servicio de la deuda externa por intereses fijos e hicieron que la Argentina fuera más atractiva a los inversores extranjeros. El crecimiento de la economía era tan rápido que cualquier disminución temporaria en el valor de las exportaciones debido a una mala cosecha, o una merma en los préstamos extranjeros, significaba apenas un “retraso” en el crecimiento del ingreso, consumo e importación, más bien que una disminución sostenida”.
(…)
“Son bien conocidas las dificultades que puede experimentar un país productor de bienes primarios cuya prosperidad depende ampliamente de las ventas de exportaciones para mantener la estabilidad del tipo de cambio. Estas dificultades se veían agravadas en el caso argentino debido a su posición deudora internacional”
(…)
“Vemos nuevamente cómo la Argentina ilustra bien la fragilidad de toda economía exportadora en que la cantidad de moneda está determinada por los movimientos internacionales del oro (balance externo), y en que los auges y las depresiones se originaban generalmente en las variaciones de la entrada de divisas, la que a su vez provocaba importaciones o exportaciones de oro (respectivamente). De esta manera los movimientos iniciales de ingresos se veían agravados por los cambios en la liquidez.” (A. G. Ford, “El Patrón oro: 1880–1914. Inglaterra y la Argentina”, Editorial del Instituto, Buenos Aires, 1966).
Relato de ganadores y perdedores. La importancia de los arrendamientos
“Las exigencias de campos alfalfa dos enfrenta a los estancieros bonaerenses con una gran dificultad, que consiste en elegir la manera de rotular los campos vírgenes y de efectuar la siembra, pues debido a la inveterada despreocupación por la agricultura, abundaban las estancias donde casi eran desconocidos los aperos de la chacra…..Y como era un problema que urgía solucionar, el estanciero que no quiere abandonar su tradicional hábito de vivir tranquilo, de llevar una vida de modorra, difícil de dejar, para no molestarse mayormente en adquirir implementos y efectuar la siembra por cuenta propia, resuelve el problema buscando algún gringo a quien da la tierra para que haga en ella su cosecha».
El método no es otro que el propuesto unos años atrás (1892, “Anales de la Sociedad Rural”) por un hacendado bonaerense, Benigno Del Carril: (…)
«La tierra se divide previamente en potreros alambrados de 1.600 a 2.000 hectáreas, sin alambrado intermedio. Estos lotes se arriendan a chacareros italianos con elementos y recursos propios a razón de $ 4 m/n la hectárea, por el término de tres años, con la obligación de dejar el terreno sembrado con alfalfa al finalizar el contrato. Sien-do de cuenta del establecimiento proporcionar la semilla de alfalfa. Con tan sencillo recurso, cuenta Del Carril que logró tener 1.700 has de alfalfa (equivalente a 1.000 leguas cuadradas), a un mínimo costo de diez pesos por cuadra.” (Horacio C. E. Giberti, “Historia Económica de la Ganadería Argentina”, Ed. Solar, Buenos Aires, 1981).
Con el fin de optimizar los circuitos productivos en el área rural, la práctica del arrendamiento -figura donde una familia, generalmente de inmigrantes, cultivaba el lote asignado rotando trigo con lino para, una vez cosechados, dejar el predio sembrado con alfalfa y luego trasladarse a otra parcela- constituyó para los terratenientes argentinos la forma ideal de incorporar al factor trabajo en sus unidades productivas, generalmente con una primera etapa como “mediero”. Estos últimos constituían el nivel inferior en la mano de obra rural, ya que se trataba de aparceros que recibían implementos y semillas de parte del dueño de la tierra entregando como pago la mitad de la cosecha. Si la fortuna les concedía durante varias campañas una combinación de buenas condiciones climáticas con la suerte de no ser castigados por las mangas de langostas, podían luego de algunos años ascender a la condición de arrendatarios.
Pero a partir de ese status, alcanzar la categoría de propietarios era una meta difícil de lograr. Peor aún, muchos de los que llegaron como colonos embarcados en algunas de las iniciativas gubernamentales adoptadas para localizar inmigrantes, como las desenvueltas preferentemente en las colonias de Santa Fe y Entre Ríos, al poco tiempo cayeron a la condición de arrendatarios o, desilusionados, emigraron a las zonas urbanas.
Adoptar esas formas laborales que suponían una inteligente rotación de cultivos más la incorporación de innovaciones tecnológicas que hicieron factible una substancial mejora en la calidad de la producción ganadera y diversificar la producción anual de los establecimientos y por ende bajar sus riesgos, le permitieron a la clase terrateniente postergar la aparición de los rendimientos decrecientes propios de una agricultura extensiva. Apoyándose en tal esquema los propietarios obtenían, cuando en las campañas se lograban buenas cose-chas, tasas de rentabilidad que, medidas en libras esterlinas, eran del 12% ó 15% anual. Inevitablemente ello empujó hacia una fuerte valorización de la tierra y a la especulación en torno a la misma.
En este modelo, como era obvio, no existía el espacio para que se desenvolviera una nueva clase de pequeños propietarios o agricultores independientes al estilo de lo ocurrido en los Estados Unidos. Vale decir que, tanto los arrendatarios como los aparceros, tenían absolutamente obturada la posibilidad de ascenso social, y ello remachó todavía más al formato de agricultura extensiva que habría de convertirse en una rémora para la industrialización y el equilibrio social.
La escasa acción de fomento dirigida a estimular la colonización era claramente insuficiente para contrarrestar las tendencias regresivas en la apropiación de las superficies más fértiles. El objetivo de las compañías de colonización consistía en vender sus subdivisiones al colono, mediante créditos pagaderos en efectivo. Pero el riesgo que asumía el novel colono era muy alto y el título de propiedad no le era entregado hasta que había liquidado todas sus deudas con la Compañía. Esta situación contrasta palmariamente con la suerte del otro gran operador en el mercado inmobiliario, que fueron los ferrocarriles, beneficiados con el otorgamiento gratuito e inmediato de tierras, unos 10 kilómetros (un par de leguas) a cada lado de los rieles, por parte de los gobiernos nacionales.
Muchos de quienes llegaron ilusiona-dos en acceder a la condición de propietarios de la tierra, ya a fines del siglo XIX en el mejor de los casos apenas se habían convertido en meros arrendatarios. Y esta tendencia resultaba exacerbada por el hecho de que los gobernantes fueran subalternos al modelo de explotación prevaleciente, así como que las tarifas ferroviarias tuvieran un carácter discriminatorio para los pequeños productores, favoreciendo a los intereses poderosos que dominaban el mercado. La incertidumbre sobre la disponibilidad de vagones y el precio que estaban dispuestos a pagar los monopolios de comercialización se convertía así en otra doble pinza que atrapaba al chacarero, sumándose a las incógnitas acerca del destino de sus cosechas en caso de ser exitosas, factor tanto o más angustiante por entonces que las sequías o las invasiones de langostas.
Pese a todo, seguían arribando inmigrantes, predominando los italianos del Piamonte y la Lombardía. Recién a partir del 1900 empezaron a llegar los originarios del sur. En todos los casos venían de regiones super pobladas donde eran casi nulas sus posibilidades, no ya de progreso sino apenas de tener el alimento asegurado. Habían cruzado el Atlántico con la esperanza de que, trabajando duro, lograrían juntar un pequeño capital y luego retornar a su tierra natal. Otros aspiraban a ser propietarios de un pedazo de tierra. Pero acá aparecía otra dificultad: el tipo de agricultura que conocían estos trabajadores rurales era la que se realizaba en sus países de origen labrando pequeñas parcelas de tierras, agotadas por haber sido aradas y cultivadas durante siglos y siempre siguiendo las mismas pautas ancestrales.
Adicionalmente al poder de los estancieros y sus socios extranjeros, lo que también contribuía al fracaso del inmigrante con aspiraciones de convertirse en colono eran las prácticas rurales inadecuadas que traían (algunas inmodificables desde los tiempos de los etruscos) y que no eran fáciles de reconvertir. Tanto el analfabetismo como el conservadurismo de sus limitadas ideas, sumado al hecho ya mencionado de que las condiciones ecológicas en las pampas también eran radicalmente diferentes a las del mediterráneo europeo, formaban una conjunción de factores adversos a una rápida adaptabilidad en la nueva mano de obra rural.
Los males de esa obtusa tradición se agravaban, adicionalmente, por el rechazo y la desconfianza respecto a la diversificación de cultivos. El chacarero, en lugar de protegerse diversificando y escalonando las actividades en las superficies que explotaba, distribuyendo el riesgo entre varios cultivos y combinándolos con ganadería, optaba por sembrar toda la superficie con un solo cultivo, dejando que la naturaleza decidiera su destino. El sistema de arrendamientos fortalecía esa tendencia.
“La agricultura -y parece mentira-, siendo el trabajo que más se ha hecho, es la actividad que peor se hace en este país. Mientras el ganadero marchaba, el chacarero marcó el paso” (Anales de la Sociedad Rural Argentina, 1905). Para Scrbie, “la agricultura había penetrado en la Argentina por la puerta trasera. Incluso cuando demostró su vitalidad económica, siguió siendo la servidora de los intereses pastoriles y terratenientes. Esta actividad se desarrolló sin grandes inversiones de capital. El ahorro interno de las clases terratenientes se invertía en la cría de vacunos y ovinos y en la especulación inmobiliaria. El capital extranjero se dirigía a los ferrocarriles, la industria y el comercio”. (James R. Scobie, “Revolución en las pampas. Historia social del trigo argentino”, Ed. Solar, Buenos Aires, 1968).
Ventajas naturales y explotación laboral
En las regiones del mundo que se especializaron en la producción de origen agropecuario distintos factores permitieron acentuar sus ventajas naturales. En el caso argentino, por ejemplo, grandes proporciones de tierras fueron cultivadas con una aplicación menor que en otros puntos del planeta tanto del factor trabajo como del capital empresario directamente aplicado a la producción. Ello fue beneficiado por la extraordinaria fertilidad del suelo -que muchas veces era virgen o apenas se trataba de las primeras labranzas-, la existencia de condiciones climáticas muy benignas y, en alto grado, por las formas predominantes en la contratación laboral.
Por cierto, la Argentina no contaba con las grandes masas campesinas que existían en regiones como el este europeo (por ejemplo, en la zona del Danubio), las planicies de Rusia o la India. Éstas eran por entonces sociedades semi feudales donde los trabajadores rurales eran virtuales “esclavos de la tierra” y cuya explotación casi gratuita permitía compensar los bajos rendimientos originados en el empleo de las técnicas atrasadas, apelando sistemáticamente a maximizar la aplicación de más mano de obra.
Los terratenientes argentinos (tal como lo ilustraban los “Anales de la Sociedad Rural”) mayoritariamente estaban muy al día acerca de las novedades que aparecían en materia de desarrollos tecnológicos y no desdeñaban encarar la inversión que las mismas implicaban si el cálculo económico así lo aconsejaba. Pero no cabe idealizar esa conducta toda vez que, antes de encarar inversiones de riesgo, el terrateniente computaba el hecho de contar con la decisiva ventaja que suponía disponer de amplias superficies de tierra fértil y, cosa más importante aún, chacareros inmigrantes o los restos del gauchaje que aceptaban un bajo nivel de vida, aislamiento, inestabilidad y pobreza, así como un Estado nacional y una mayoría de bancos que lejos se encontraba de estimular la tenencia de la tierra por los colonos.
El predominio del “puesto” ocupado por el arrendatario o aparcero, trabajando de sol a sol junto a los miembros de su unidad familiar en la parcela asignada por el terrateniente, le quitaba urgencia a la necesidad de incorporar el uso del costoso equipo que era empleado en gran escala en las prósperas explotaciones de los Estados Unidos o el Canadá. El destino principal del capital en la Argentina fue, entonces, principalmente la creación de infraestructura necesaria para realizar el valor generado por el factor trabajo. Sus fuentes principales fueron Gran Bretaña y, en mayor proporción, el Estado Nacional.
En todas las zonas productoras de materias primas del luego llamado “Tercer Mundo” la inversión ferroviaria británica (en algunos casos como parte de una política colonial explícita) era el complemento imprescindible para materializar las ventajas relativas que proporcionaban los recursos naturales y anclar la especialización internacional de esos países como proveedores del mercado europeo continental y de Inglaterra. Otro tanto ocurría con los ejecutores de las obras portuarias, las firmas comercializadoras de la producción y proveedoras de maquinaria rural o con los propietarios de los frigoríficos, hasta la aparición de los estadounidenses.