Bolsonaro y sus socios en el complot, condenados por organizar un golpe y tramar el asesinato de Lula. Un ejemplo de democracia y una nueva jurisprudencia internacional.
La condena a Jair Bolsonaro acaba de hacer historia. Historia institucional, historia política. Brasil nos mostró cómo se defiende esa planta frágil que es la democracia de los demagogos autoritarios, los que terminamos votando por extravío o desesperación. Bolsonaro, como Donald Trump en 2020, hizo de todo para seguir siendo presidente, hablando de fraude, rosqueando con gobernadores y senadores afines, y nada funcionó. La diferencia es que esto es Latinoamérica y Bolsonaro también llamó a los militares. Sólo la Armada le hizo caso, y no alcanzaba. El plan B era matar a Lula da Silva, el ganador, y a su vice, declarar el estado de sitio y arrestar a la oposición. Los espías estaban de acuerdo, el riñón político también, pero no alcanzaba. Y luego vino el motín en Brasilia el 8 de enero de 2023, una semana después de la asunción de Lula: los fanáticos saqueando los palacios de los tres poderes, despachos de jueces supremos, rompiendo cosas valiosas.
Fue de temer, ver la ola derechista en nuestro socio indispensable. Si pasaba en Estados Unidos, si pasaba acá nomás en Brasil, qué nos esperaba a los demás… Javier Milei, por lo pronto, debería leerse las centenas de páginas del voto del supremo Alexandre de Moraes, que organizó el caso y lo resumió en su acusación y en su condena. Todo lo que se le pueda ocurrir a un autoritario llegado al poder por el voto, desde decir que hubo fraude a organizar un golpe militar, de declarar el estado de sitio a arrestar a cucas y negros roñosos, fue declarado ilegalísimo aquí al lado. Ya es jurisprudencia internacional.
Las instituciones brasileñas, el Estado mismo, obedecieron las órdenes del Presidente Bolsonaro durante su mandato porque eran legales: era el presidente elegido legítimamente. Cuando quiso quebrar ese mandato y seguir sin la fuente indispensable del voto, cuando quiso ser dictador, algunos funcionarios clave dijeron que no. El resto lo hizo una justicia que a uno, por acá, le da envidia.
El otro elemento indispensable para este logro fue el repudio, gradual pero al fin total, del establishment brasileño hacia Bolsonaro. El vocero de este establishment es el diario O Estado de Sao Paulo, que normalmente opina que la fuente de todos los males es la misma existencia de un señor llamado Lula. Pero en un largo y muy fuerte editorial titulado “Bolsonaro no vale una misa” pavimenta al ex presidente bajo la más negra capa de asfalto. El título viene de aquella frase del rey de Navarra, protestante él, al que le ofrecieron el trono de Francia si se convertía al catolicismo, aunque fuera en los gestos. Para el diario, Bolsonaro no vale una misa, ni siquiera una oración. Fue “un payaso incapaz”, que hizo “un gobierno desastroso e irresponsable” que “no cumplió ninguna de sus promesas”, “generó una crisis institucional tras otra” y “encima resucitó a Lula”.
El palo no es una muestra de arrepentimiento por haber apoyado a cualquiera que sea anti Lula. Es también una advertencia a los que buscan una amnistía para los ocho condenados. Brasil tiene una fragmentación partidaria enorme, un número absurdo de partidos y un sistema deliberadamente ambigüo a la hora de repartir el poder. Ya es rutina desde hace más de un siglo que el voto se concentre en frentes entre un partido más grande y los partiditos oportunistas de estados del interior, que negocian fuerte su participación. Alguien gana las presidenciales, pero nunca, jamás, tiene mayoría propia en ninguna cámara. Por eso los presidentes brasileños viven negociando con expresiones políticas minúsculas.
Muchos de estos partiditos comerciales lucraron, y bien, con Bolsonaro, que fue un éxito electoral y un bendecidor de candidaturas. Por el interior brasileño, bastaba el apoyo presidencial para ganar, algo que nuestro Milei acaba de mostrar que no puede hacer ni remotamente. Estos mismos partidos ahora buscan juntar votos para amnistiar a su gran elector y sus socios golpistas, y ésa es la misa que no vale la pena hacer. De paso, los jueces reiteraron que el crimen de intentona golpista no se puede amnistiar, “porque el Estado democrático es la piedra inamovible e innegociable de todo orden constitucional y legal”.
Es muy calculado esto, ya que un Bolsonaro amnistiado tampoco se podría presentar a elecciones: fue suspendido hasta 2030 en otra causa por la Justicia Electoral. Pero un Bolsonaro libre, perdonado, sería la víctima de la persecución progre, el cruzado de la fe, el gran movilizador del voto para la derecha. Una derecha que perdió toda vergüenza de proclamarse así, de mostrarse reaccionaria, racista y cipaya, y que ahora usa la bandera norteamericana como divisa, en agradecimiento a las sanciones que Trump le impuso a su propio país. Con Bolsonaro preso, van a tener que buscarle otro galán a su telenovela.
Mientras tanto, en Washington, el Presidente Naranja avisó que puede usar la fuerza militar “en defensa de la libertad de expresión”.