Prejuicios inconfesables sostienen las posturas ideológicas que no soportarían una revisión rigurosa tanto en su coherencia como en su valor para inspirar acciones de mejora social. Los prejuicios se esconden en una zona oscura, los principios soportan el debate y la revisión continua.
El compuesto dicloro difenil tricloroetano, conocido mundialmente como DDT, es un insecticida actualmente prohibido en la mayor parte del mundo por sus riesgos para la salud humana, animal y el medio ambiente en general.
Su uso a mediados del siglo XX fue amplísimo y se aplicó a mansalva en muchos países, especialmente para combatir el mosquito que trasmite la malaria. Fue fumigado, por ejemplo, desde aviones en dosis que se suponían presuntamente bajas e inocuas para las personas en el combate contra la mosca de los frutos en los Estados norteamericanos del Pacífico y aplicado masivamente en los países tropicales donde la malaria era endémica, como en Grecia e Italia en la Europa mediterránea, pero sobre todo en los países tropicales asiáticos, Pakistán, India, Indonesia y otros. En parte por su eficacia y sobre todo por su bajo costo de fabricación.
Su fama duró poco, pues en muy pocos años se registró una amplia casuística de dolencias cancerígenas debido a su uso indiscriminado que lo llevaron a su ostracismo y las prohibiciones no tardaron en aparecer. En los Estados Unidos ocurrió en 1972 pero en muchos otros países se lo siguió utilizando con graves consecuencias sanitarias.
El plausible debate científico sobre su inocuidad cuando es utilizado en forma correcta fue arrasado por la mala fama que adquirió en poco tiempo, apoyado por la dinámica de la industria farmacéutica y química que pronto encontró sustitutos a precios más rentables para esos conglomerados. El bien social se identificó así con el interés directo de los fabricantes.
Esa historia viene a cuento porque el auge y desaparición del DDT nos dejó un aserto popular, ahora bastante en desuso: se trasladó como ejemplo didáctico para el análisis del funcionamiento de la ideología sobre las poblaciones humanas.
La frase “penetra y mata como el DDT en las patas de las hormigas” hace referencia metafóricamente a que estos insectos llevan al hormiguero el veneno que luego liquidará a toda la colonia. Sus agentes no saben lo que hacen, pero son portadoras de la muerte en sus patas. Algo parecido ocurre con otros químicos estudiados en su interacción, por ejemplo, con las abejas.
Es lo que ocurre con ciertas ideas y prejuicios. Se instalan en lo profundo de la mente, más allá de la conciencia, y desde esa oscuridad envenenan el conocimiento y la posibilidad de objetivar los fenómenos observados para poder introducir mejoras reales.
El prejuicio, como su nombre lo dice, es algo anterior a la reflexión. Está instalado en un lugar generalmente inaccesible, (los neuro fisiólogos nos dirán, tal vez, donde) pero desde allí dicta conductas y sostiene convicciones que ayudan a vivir, evitando el desconcierto y confiriendo certezas que no por precarias son menos fuertes.
Por eso la ideología es tan tramposa: nos consuela y al mismo tiempo nos evita indagar la causa y realidad de las cosas, sobre todo de aquellas que nos angustian y desafían.
Pero como ocurre en el hormiguero con el DDT, cuando el prejuicio se enseñorea siembra la muerte del espíritu o, si se quiere, de la verdadera libertad, que es la disposición para ver las cosas como son y actuar del modo más racional posible.
En general nos resulta fácil ver ese sesgo o deformación en los demás. La paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio, dice el aserto popular. Y ello probablemente sea el resultado de que ese “motor” interno detecta rápidamente los antagonismos peligrosos para la continuidad de nuestra configuración interior.
Para gente no avisada de la generalidad de la cuestión la ideología suele ser la plaga que sobre todo afecta a los demás, esto es a quienes están confundidos y siguen ideas equivocadas sin saberlo o a sabiendas y por lo tanto de puro burros o malvados. Por caso, los comunistas, o los judíos, o los islamitas.
Hay una expresión en francés (bête noire) que identifica al carnero distinto y lo aísla de la majada, o sea algo muy “desagradable, que se evita a toda costa”, dice la Wiki.
Así funciona, no por elección racional, meditada y ponderada, sino por afinidades sensibles y, sobre todo, por miedo a lo diferente.
Y como consecuencia de eso, cuando se degrada, el debate político pasa a ser una balacera más que un intercambio. Es lo que viene pasando en todo el mundo por la insatisfacción creada por la falta de respuestas sólidas de parte de las instituciones con las que se organiza la vida social.
Las ciencias aplicadas a la comunicación han descubierto que el uso de tecnología puede ser muy eficaz en el reconocimiento y la instalación de prejuicios, pero sobre todo en imponer condiciones de confusión en las que el sesgo se impone sobre los elementos centrales de cada fenómeno en observación o debate. Es una forma de pudrición de la democracia, que requiere justamente un juego libre de expresiones autónomas y sucesivos acuerdos de mejora social.
Volviendo a las hormigas: el veneno de la ideología se ha instalado en el hormiguero y se ha sacrificado una condición básica para la convivencia: que cada cual piense y actúe de acuerdo a sus principios. Principios, no prejuicios. Estos suelen ser muy siniestros y oscuros, por eso no están a la vista. Los principios, en cambio, son criterios de conducta que reportan a una escala de valores que admite su exposición pública.
Por eso se ensucia el debate, para que no brillen los principios.
A veces, el agravio es tan grosero que paraliza al contendiente. O, en otros casos, el atacado se rebaja al nivel del atacante y la disputa se convierte en una pelea en el barro, todos manoseados, como diría Discépolo.
La tarea de desenmascarar al DDT actual, o sea el veneno que enferma a las sociedades, es compleja, porque no se trata de una degradación por desgaste sino de una manipulación con retaguardia teórica (aunque duela este uso del término) y el uso de tecnología eficaz para sus intervenciones sobre la conciencia colectiva.
No se trata sólo de un grupo de impresentables y marginales inescrupulosos, sino de equipos que saben cómo envilecerlo todo. No en vano Santiago Caputo, el mago del Kremlim, empezó trabajando con Durán Barba, quien aprovechaba las debilidades de los adversarios para plantear una propuesta política que hoy nos parece absolutamente naif, porque más bien se basaba en el cambio por el cambio mismo y en un énfasis en la gestión, lo cual apuntaba ya a aprovechar el deterioro de calidad de la actividad estatal, donde las corruptelas eran un condimento necesario.
El discípulo supera al maestro, camino al infierno. Pero lo que no sabemos es a donde lleva esta estrategia de emputecerlo todo.
En principio, hasta ahora no parece que haya una respuesta popular generalizada que reaccione exigiendo otra calidad a la política. Más bien lo que se constata es que estos operadores tienen éxito en la política de confusión y fragmentación social.
Pero, sobre todo, lo que no hay es una respuesta orgánica de los partidos y sectores que claramente están en la oposición. Y allí figuran los que, desde sus confortables poltronas, esperan el agotamiento de un elenco gobernante que sólo ha traído mayores penurias a la población. Y están también los que creen, por negación o por falta de autocrítica (o ambas cosas a la vez), que cierto tiempo pasado fue mejor. Puede que sí, que comparativamente fuese mejor, pero hay que razonar entonces sobre porqué se perdió el favor del electorado.
No todo se debe la insidia de los ingenieros del caos. Había una contradicción creciente entre los dichos y los hechos. Mientras el nivel de vida se deterioraba, caían el empleo y los salarios al tiempo que aumentaba la pobreza, se enfatizaba que estábamos en el mejor de los mundos. La experiencia popular desmentía esa pretendida verdad.
La famosa grieta funcionaba antes de Milei como un dispositivo altamente rentable para sus protagonistas principales. Mientras el chisporroteo daba cuenta de un aparente feroz enfrentamiento, las cosas seguían deteriorándose y cada uno conservaba sus puestos de poder. Las opciones electorales estaban cerradas y todo seguía alegremente su curso (hacia el abismo). La situación estaba estancada, aún con recambio de partidos en el poder.
Tan paralizada estaba que funcionó el esperpento. Cuanto más insultaba a la casta más crecía en la expectativa popular. No se puede echarle (toda) la culpa al pueblo por querer huir del cepo que nos condenaba al retroceso. Lo que había, y todavía hay que hacer es proponer una alternativa superadora.
Resultó que lo nuevo era viejísimo, sólo que venía envuelto en el papel rugoso de la iconoclasia y el desparpajo para decir que es gris una hoja verde (G. K. Chesterton, Eclesiastés, denunciando que eso es una blasfemia, la negación de la realidad).
Era el mismo ajuste conservador de siempre, monetarista de la boca para afuera y emisor impiadoso para sostener los enjuagues financieros, donde lo principal es el propósito envilecedor del salario y el empleo. Pero aplicado a un cuerpo social más débil, una economía frágil y ya muy achicada, una representación política que no miraba más que su ombligo, con las prudentes excepciones del caso que no logran torcer el rumbo general.
Y hete aquí que no se ha producido la revisión necesaria, que tiene que ir al hueso. Lo grotesco del elenco gobernante no exime al conjunto de la dirigencia de sus responsabilidades. Al contrario, las acrecienta. Por su inoperancia llegamos a este punto, y con el tiempo transcurrido desde fines del 2023 seguimos sin ver un camino de opciones constructivas.
Los tiempos electorales, en estos términos, son los menos propicios para una revisión profunda, porque todo lo que se hace y se dice es para conseguir votos, no importa cómo.
Por eso se despliega una gigantesca operación de anticipo triunfal para el gobierno en los próximos comicios. Tal vez logren su propósito, habida cuenta de la repetición obtusa por parte de quienes debieran ofrecer alternativas reales.
Esperemos que no y la conciencia se abra paso en la ciudadanía, aunque no podemos ignorar que la experiencia juega en contra, salvo en lugares puntuales con fluidez de comunicación con la comunidad, donde cada cual sabe quién es quién.