Coautora del libro “Prejuicio y política” junto con Lucía Wegelin, Micaela Cuesta explica una de sus tesis en la entrevista que sigue: “el deterioro en la legitimidad de la democracia se debe a su incapacidad para dar respuesta a problemas que no necesariamente produce la democracia -sino que impone el capital como relación social- pero ante los que no puede hacer lo suficiente para solucionarlos”. La relación entre el individualismo, que no se forma de la noche a la mañana, y la indiferencia.
En el libro Prejuicio y política (UNSAM Edita), las autoras Micaela Cuesta y Lucía Wegelin analizan cómo conceptos como la competitividad, la meritocracia de mercado y la justificación de las desigualdades se articulan en torno al “individualismo autoritario”. A partir de más de una década de investigación realizada en el Grupo de Estudios Críticos sobre Ideología y Democracia, primero, y en el Laboratorio de Estudios sobre Democracia y Autoritarismo (LEDA) de la UNSAM después, las autoras exploran el impacto de los prejuicios sociales en la convivencia democrática en Argentina. Con un enfoque que combina análisis cuantitativos y cualitativos, incluyendo grupos focales recientes, el estudio también revela cómo los procesos de plataformización y digitalización acelerada moldean nuestra sociedad actual. Y ahora qué? conversó con Micaela Cuesta para profundizar en estas reflexiones.
–En el libro “Prejuicio y política” proponen una anatomía de la crisis de la democracia. ¿Qué aspectos de esa crisis derivaron en el actual escenario político argentino, que acaba de cumplir un año con un gobierno de ultraderecha?
–Esta crisis de la democracia tiene varias temporalidades. Una de ellas nos inserta en un mundo global que evidencia una crisis del capitalismo cuyos efectos se dejan ver en las democracias hoy fragilizadas. La teoría marxista clásica pensó desde siempre la crisis del capitalismo en términos de las reconfiguraciones en las formas de la política o del gobierno a las que daba lugar. De manera que, para un marxista, esta lectura no es tan novedosa, aunque quedó relativamente olvidada en los análisis politológicos de los últimos veinte años. Después del 2008, se retoma el concepto de crisis sistémica del modo de acumulación para pensar las fallas de la democracia a nivel global, esto es, la imposibilidad de garantizar el cumplimiento de ciertos derechos para todas y todos. Esas fallas suelen ser imputadas a la democracia, olvidando que la democracia se inscribe en un sistema capitalista que produce, por defecto, desigualdad, asimetría de dinero y de poder, una lógica del endeudamiento que también nos lleva a un descreimiento en la legitimidad de las instituciones de la propia democracia.
–¿Qué dejó de ofrecer la democracia a la sociedad, como para generar este descrédito creciente en sus pilares básicos?
–El deterioro en la legitimidad de la democracia se debe a su incapacidad para dar respuesta a problemas que no necesariamente produce la democracia -sino que impone el capital como relación social- pero ante los que no puede hacer lo suficiente para solucionarlos.
–En su análisis, ustedes conjugan la crisis de legitimidad de la democracia con una idiosincrasia en formación, que denominan “individualismo autoritario”. ¿Qué rasgos tiene ese individualismo autoritario y en qué medida se vinculan estas dos cuestiones?
–Debemos pensar la temporalidad global vinculada tanto con estas crisis como con los cambios de paradigma, con continuidades y discontinuidades que exacerban ciertos rasgos del neoliberalismo y otros del liberalismo. Uno podría pensar que el individualismo no es neoliberal, es liberal. Pero estas reconfiguraciones del capitalismo que se inscriben en el neoliberalismo bajo una modalidad vernácula asumen ciertas declinaciones que introducen una novedad relativa.
–¿Qué novedad?
–Esas formas del neoliberalismo se implementan en nuestro país con la última dictadura, se agudizan en los ‘90, alcanzan su apogeo en el 2015 y llegan hasta la actualidad con el triunfo de Javier Milei. Hay contramarchas porque claramente las disputas de poder y las luchas simbólicas no son lineales, sino que tienen hilos conductores que son núcleos ideológicos. Este individualismo extremo desemboca en la indiferencia respecto del sufrimiento de los otros y en una sobreestimación de un yo que se pretende soberano. Ese individualismo, dueño de los propios deseos y decisiones, es afín a un concepto de libertad que solo ve en el otro un obstáculo para la realización de su deseo. Esto se teje a lo largo de muchas décadas y se expresa con mayor fuerza en situaciones de crisis, donde los individuos se repliegan sobre sí mismos. Cuando uno viene de años de prácticas marcadas por ideologías individualistas, lo esperable en momentos de crisis económicas, sociales, morales y de desorientación política, es que se apele a esas estructuras individualizantes y se reaccione defensiva y violentamente contra esos otros que aparecen como competidores o culpables de los malestares propios en el discurso público. Una de las lógicas es esta individualización exacerbada, que responde de maneras desolidarizadas en momentos de coyunturas críticas.
–Hay un rasgo idiosincrático que se anuda fuertemente con este individualismo: el emprendedor. ¿Qué observas de este posible vínculo?
–El emprendedurismo tampoco es un invento del neoliberalismo, aunque adquiere una centralidad que antes no tenía. Ese emprendedurismo o el cuentapropismo que en los ‘80 leímos como una respuesta precarizada a la crisis de la sociedad salarial, se convirtió en un ideal, en un deseo. El menemismo tuvo mucho de eso, pero fue durante el macrismo que se volvió política de Estado. Ese discurso público olvidó deliberadamente que el emprendedurismo no es solo una realización de la voluntad y el deseo de sí mismo que redunda en libertad y autonomía, sino también una moralización del éxito y del fracaso absolutamente individualizada. Se convierte en una norma moral de realización de sí, acompañada por la culpabilización de aquellos que fracasen sin preguntarse por las causas de ese fracaso e invisibilizando además las condiciones de la interdependencia con las instituciones que contribuyen o no a ese fracaso. Omitiendo, sobre todo, la dimensión de imposición de ese devenir emprendedor.
–En el libro hacen una distinción, que retomás en esta charla, entre el liberalismo y el neoliberalismo emprendedurista. En la etapa actual suman el concepto “economización de la subjetividad”. ¿Qué rasgos se destacan en esa evolución que llega a la economización de la subjetividad?
–Se pierde la tensión moderna entre la esfera de la economía y el resto de las esferas de la vida (estética, política, erótica, etc.). En esta pérdida de tensión la economización se impone como un valor único que rige y permea prácticas vitales, llevándonos a que nos pensemos a nosotros mismos y a las instituciones como capitales. Los individuos liberales no eran solo empresarios de sí. Eran padres, amigos, trabajadores, artistas, curas. Ocupaban distintas posiciones y se pensaban de modo distinto según esas posiciones inscriptas en esferas de valor heterogéneas y no siempre compatibles. Es como si el neoliberalismo y el emprendedurismo tendieran a asfixiar esa posibilidad dilemática al establecer un único valor, que es el de la economización como principio de toda práctica. Si cada uno es empresario de sí en todas las circunstancias de la vida, entonces se vuelve responsable de las inversiones, de los riesgos, de los costos y de las rentabilidades. Todo tiene que ser evaluado, medido y juzgado a partir de esa matriz. La amistad y el amor son capitales que pueden o no ser rentables, al tiempo que el capital y el riesgo son individualizados. Esto trae consecuencias tremendas en casi todos los aspectos de la vida social.
–¿Qué relación es posible establecer, si la hay, entre la economización de la vida y el autoritarismo social?
–El autoritarismo social está definido de una forma no convencional. En su versión convencional se trata de un pensamiento vinculado de manera rígida con el verticalismo, con la línea de autoridad. Eso en el neoliberalismo se desplaza. Nuestro esfuerzo apunta a pensar cómo sería un autoritarismo no convencional asociado al neoliberalismo. En ese esfuerzo identificamos la adhesión a ciertos valores neoliberales (riesgo, flexibilidad, resiliencia) que no necesariamente se asocian con la verticalidad. Por eso hoy asistimos a la deslegitimación de las instituciones en el peor sentido porque ya no son solo objeto de crítica sino de desconocimiento total. Hay una especie de falsa horizontalidad que es ideológicamente muy eficaz.
–¿Dónde observas esa eficacia?
–Lo que define ese autoritarismo es la relación irreflexiva con la norma social neoliberal. El autoritarismo asociado al neoliberalismo es la adhesión irreflexiva, no dilemática con esa norma. Lo que nos hace reflexionar es precisamente el dilema. Aquí hay un presupuesto de que el vínculo irreflexivo es violento, que no prima hoy un vínculo reflexivo, feliz y democrático. Al mismo tiempo el autoritarismo en el neoliberalismo se vincula con esa individualización de éxitos y fracasos. Cuando en la consideración del éxito o el fracaso no podemos incluir las dimensiones estructurales que condicionan esa acción, se cae en una injusticia que reproduce cierto grado de violencia. Cuando ese aspecto del fenómeno queda obturado los sujetos apuntan contra otros estigmatizados, que son definidos públicamente como culpables de los males que ellos padecen. Sobre esos otros descargan la violencia que experimentan subjetivamente, pero sobre la que no pueden reflexionar. Es una práctica que combina elementos ideológicos explícitos y mecanismos subjetivos inconscientes sobre los que aquí sería difícil profundizar pero que abordamos extensamente en el libro.
–¿Qué observaron en relación con las redes sociales, de los grupos focales que se formaron en estos años?
–En primer lugar, hay un reconocimiento de la violencia que es borrado inmediatamente por una naturalización de las reglas del mundo digital. Notamos una convicción de que si uno entra a ese sistema debe saber que allí se agrede. Si uno no quiere ser agredido, no debería participar. Ese es el razonamiento: una justificación que incluye el hecho de asumir que los violentados en las redes son las figuras públicas. Si son figuras públicas -se dice- está bien que se las agreda. A veces para no alimentar algún narcisismo se deja pasar el enunciado violento. Nuestra pregunta es por qué no hay una crítica de esa violencia, por qué se subestiman los alcances del daño que pueda provocar la violencia digital.
–¿Qué respuesta encontraron?
–Que eso aparecía ligado a una operación de memificación. Todo enunciado puede ser un meme, incluso los discursos de odio. Cuando todo es memificado, hay una subestimación y una desresponsabilización de lo que provoca el contenido violento. “Es un meme, quien lo vea no se va a ofender, se dará cuenta de que es un meme.”
–En esa percepción, ¿cómo se conjugan el temor a ser agredidos con este tipo de discursos y la máxima moral de la “libertad de expresión”, tal como es interpretada hoy?
–La libertad de expresión funciona como coartada para traficar discursos de odio. Esa coartada es la más inmediata y la más liberal también. Cuando bregamos por regular los contenidos violentos, nos vemos en la obligación de repensar la libertad de expresión bajo las coordenadas actuales porque los discursos de odio provocan el silenciamiento y la exclusión de la conversación pública, con lo que terminan limitando la libertad de expresión. Cuando hablamos de regular a las plataformas, que instalan las condiciones de la discusión pública en un mundo digital, tenemos que pensar que lo que se regula es la “libre” circulación de mensajes tal como es autorizada por ellos. Sabemos que los discursos de odio les resultan redituables en términos económicos porque generan mayores interacciones y posibilidades de monetizarlos. Pero también sabemos que producen silenciamiento y disminuyen las voces que podrían robustecer la democracia.
–También mencionan que, en el debate digital, se juega una ilusión de acceso irrestricto malogrado por una “burbuja epistémica”. ¿En qué medida se ve afectada la diversidad de perspectivas en esta dinámica?
–Aun cuando se sabe que las redes se rigen por una lógica algorítmica, sigue funcionando la ilusión de un acceso irrestricto. Lo que afecta esa diversidad de perspectivas puede ser la configuración de burbujas epistémicas, es decir la conformación de grupos o colectivos por afinidad ideológica, política y temática, lo que provoca que otras voces queden excluidas. Uno se va afirmando y confirmando en esa identidad, en sus sesgos y en sus prejuicios. En paralelo crecen las cámaras de eco que no solo producen este agrupamiento por afinidad, sino que activan mecanismos para desacreditar todas aquellas voces que pongan en juego o critiquen principios que definen a esa comunidad. Allí la exclusión de puntos de vista disidentes no solo se da de manera espontánea, sino que está reforzada por una exclusión activa y preventiva frente a la sensación de amenaza externa a una supuesta unidad, armonía y posesión de la verdad interna que es donde se sostienen sentimientos supremacistas.
