La relación entre el peronismo y el desarrollismo fue propia de “modelos” menos diferentes de lo que se ha difundido con frecuencia, como lo prueba un momento de la historia en torno de un tema clave para la transformación nacional.
Si es verdad que al volver la vista al pasado, como aseguró Hegel, lo primero visible son ruinas, no parece menos cierto que recomponerlas hasta que sean objeto de la teoría y cedan un sentido es difícil, y que es doblemente difícil cuando se pretende que sirvan para formular propuestas futuras. Un ejemplo: Perón desde fines de 1946 negociaba con la Standard Oil y proyectaba convertir a YPF en una empresa mixta con gerenciamiento de aquélla, pero presidida por un funcionario gubernamental con derecho a veto; simultáneamente Frondizi promovía en Diputados una investigación al respecto y el pedido de una reunión para tratar la nacionalización del petróleo, postura que también tenía partidarios en el oficialismo de entonces y produjo una crisis que forzó la postergación de las decisiones al respecto.
El acuerdo con la Standard se vio dificultado además por la inestabilidad política, acentuada y manifiesta luego por el Art. 40 de la Constitución de 1949: “Los minerales, las caídas de agua, los yacimientos de petróleo, de carbón y de gas, y las demás fuentes naturales de energía, con excepción de los vegetales, son propiedades imprescriptibles e inalienables de la Nación, con la correspondiente participación en su producto, que se convendrá con las provincias. Los servicios públicos pertenecen originariamente al Estado, y bajo ningún concepto podrán ser enajenados o concedidos para su explotación.” Por su parte Frondizi ese mismo año –a fines de agosto– presentaba un Proyecto de Ley que establecía que los hidrocarburos “son bienes patrimoniales e inalienables del dominio privado del Estado nacional”, y que su exploración, explotación, transporte, industrialización, almacenamiento y comercialización, en tanto servicios públicos “a cargo del Estado nacional”, deberían prestarse “directa y exclusivamente por intermedio de la dirección general de Yacimientos Petrolíferos Fiscales”.
La historia siguió su curso y cuatro años después, el 21 de agosto de 1953, se sancionó la Ley 14.222 (de radicación de capitales foráneos, reglamentada por el Decreto 19.111 del 14 de octubre) que en su primer artículo estableció que “los capitales procedentes del extranjero que se incorporen al país para invertirse en la industria y en la minería, instalando plantas nuevas o asociándose con las ya existentes, para su expansión y perfeccionamiento técnico, gozarán de los beneficios de la presente ley”, pero a condición de someterse a la legislación argentina, aceptar la equiparación de los capitales extranjeros a los nacionales, la forma de repatriar utilidades, los plazos y porcentajes, etc. Respecto de esta norma observó el cineasta y también senador nacional Fernando Solanas, Pino, en los fundamentos de su Proyecto de Ley sobre Inversiones Extranjeras (presentado mucho después, el 14 de septiembre de 2016), que “la precaria industrialización generada en la década del 30 tuvo un decisivo avance durante la presidencia de Perón, quien se propuso modernizar la economía a través de una serie de planes que profundizaran esa industrialización, dieran una participación sustancial al sector asalariado en la redistribución de la riqueza, estableciendo un nuevo modelo que vendría a cambiar la estructura económica del país”.
También advirtió Solanas que a mediados de la década del cincuenta “se tenía clara conciencia de que era importante contar con el aporte de capitales extranjeros, que contribuyeran a ser útiles para los planes que tenía proyectado poner en ejecución el gobierno, debido a que no había posibilidades de contar con financiación nacional de envergadura”; de ahí la importancia de la Ley 14.222 para mostrar “no solo la decisión del gobierno, sino el marco normativo que garantizara a los inversores la seguridad jurídica indispensable para radicar capitales”.
Así las cosas, con el Art. 40 de la Carta Magna pasible de interpretación en contrario y las disposiciones de la Ley 14.222, Perón continuó las negociaciones con la Standard Oil hasta 1954, instancia en que ya carecía de poder como para cerrar el acuerdo asediado por una ofensiva reaccionaria que apeló, entre otras atrocidades, a bombardear la Plaza de Mayo con un saldo superior a 350 muertos y un millar de heridos. Entonces Arturo Frondizi, en el marco de la denominada “iniciativa pacificadora” de Perón, pronunció por las radios oficiales un célebre discurso en el que dijo: “La Unión Cívica Radical exige el rechazo del proyectado convenio con una empresa petrolera foránea, porque ese convenio enajena una llave de nuestra política energética, acepta un régimen de bases estratégicas extrajeras, y cruza la parte sur del territorio patrio con una ancha franja colonial, cuya sola presencia –si el convenio se sancionara– sería como la marca física del vasallaje.”
En síntesis, el bombardeo del 16 de junio preludió el final del gobierno y puso en la superficie, además, la crisis del radicalismo y de las Fuerzas Armadas. El repliegue del Movimiento Nacional, aunque numerosos peronistas se armaran, asaltaran la Curia Metropolitana y algunas iglesias, o la CGT propusiera la creación de milicias obreras, además parecía unificar a la oposición en el seno del partido militar. Juan José Real, en Treinta años de historia argentina, se preguntó: “¿Por qué Perón no armó a los obreros, como se dice que lo exigió la CGT? ¿Por qué temió que los obreros armados fueran más allá de la defensa de su gobierno? No se sabe qué pensó Perón en aquel momento, ni interesa saberlo. En todo caso, los acontecimientos posteriores prueban que los trabajadores organizados no aspiraban a salirse de los marcos del régimen, que para ellos no se había agotado el contenido nacional del peronismo. Peor si es verdad, como se ha visto, que para entonces la clase obrera estaba aislada del conjunto de la Nación, ¿qué hubiera sucedido –hagamos un poco de ucronía– si se lanza a la lucha armada? Hubiera sido, no digo derrotada, sino aplastada físicamente […] En ese sentido, el juicio de la historia será favorable a Perón, que ahorró en aquel momento un baño de sangre a la clase obrera”.
La primera fase de la dictadura (autotitulada “Libertadora”) encumbró durante 51 días a quien fuera uno de los animadores del fragote desde su arranque, el general nacionalista y católico Eduardo Lonardi. Las operaciones cívico militares que perfeccionarían al golpe no economizaron pólvora y muertos, de manera que la peregrina sentencia de Lonardi (la urquicista “Ni vencedores ni vencidos”) sonó irrisoria, al igual que proponer el respeto de los “baluartes peronistas tales como la CGT” o evitar el cuestionamiento de las conquistas sociales logradas por “nuestros hermanos trabajadores”. De ahí que resultara natural que el 13 de noviembre de 1955 el general Pedro Eugenio Aramburu, con el apoyo del liberalismo en pleno, devolviera a Lonardi a su cómodo retiro y decidiera metamorfosear a la “Libertadora” hasta convertirla en la “Fusiladora” de civiles como los de José León Suárez o de altos oficiales como los del penal de Las Heras.
El Movimiento Nacional intentó resistir la embestida para desperonizar al país, y la dictadura llegó al extremo, con la sanción del tristemente célebre Decreto/Ley 4.161, de proscribir al peronismo, ilegalizar al partido y prohibir toda acción propagandística, incluyendo la difusión de sus símbolos y de los nombres e imágenes del General y de Eva Perón. Hasta por silbar la marchita en una calle solitaria podía cualquiera, con la salida del sol y regresando de la milonga, caer en cana. Y mientras se desplegaban políticas revanchistas y desbordantes de crueldad y resentimiento la dictadura derogó la Constitución del 49 (que contaba, entre otros, con el artículo 37, conocido como el Decálogo del Trabajador) al tiempo que intervenía los sindicatos y provocaba despidos en masa y la consecuente y estrepitosa caída del salario real. Fueron tiempos duros y tristes, violentos y de resistencia que, sin embargo, forzaron finalmente al llamado a elecciones generales para el 23 de febrero de 1958.
La Unión Cívica Radical, merced a su crisis interna, se presentó dividida: en la boleta de la Unión Cívica Radical del Pueblo encabezó la lista Ricardo Balbín; en la de la Unión Cívica Radical Intransigente, Arturo Frondizi. Pero había sucedido, además de la crisis en el seno de la UCR, el contacto de Frondizi desde 1956 con Rogelio Frigerio, un empresario que durante su juventud ocupara la secretaría general de “Insurrexit”, grupo revolucionario de jóvenes comunistas con relaciones ambiguas con el partido. El historiador Alain Rouquié en Radicales y desarrollistas ofrece una semblanza minuciosa de Frigerio, haciendo referencia a sus antecedentes en el mundo de los negocios y destacando su condición de gerente y co-propietario del semanario Qué, dirigido en su primera etapa por Baltasar Jaramillo, oportunamente prohibido por Perón aunque Frigerio preservara cierta amistad (se especulaba) con el General y posiblemente con su consejero económico Jorge Antonio, y vuelto a editar desde fines de 1955. También tenía Frigerio contactos con dirigentes de algunos sindicatos (C.G.T.), con patronales peronistas (Confederación General Económica, C.G.E.), y disponía de un equipo consolidado alrededor del semanario Qué, donde participaban Raúl Scalabrini Ortiz, Arturo Jauretche, Marcos Merchensky, Dardo Cúneo (quien luego, además de ocupar la Secretaría de Prensa, sería presidente de la Sociedad Argentina de Escritores), Isidro Odena, Ramón Prieto y Juan José Real, entre otros.
Como es sabido a comienzos de enero de 1958 Frigerio viajó a Caracas, invitado por Perón, y enseguida volvió a Buenos Aires para consultar a Frondizi y regresar el 18 de enero. Pero el golpe del 21 de enero que tumbó al dictador Pérez Jiménez forzó a Perón a refugiarse en Santo Domingo, y entonces Frigerio le entregó a Ramón Prieto, que oficiaría de intermediario, un documento con los acuerdos logrados. Eso fue el famoso “Pacto”, en función del cual los votos peronistas se orientarían a garantizar el triunfo electoral de Frondizi, y eso fue también el motivo de una serie de controversias –respecto de sus contenidos y alcances, y consecuentes respetos o incumplimientos– que hasta el día de hoy no fueron dilucidadas, y probablemente nunca lo sean.
Ahora bien, de toda la complejidad del periodo importa, sin que esto implique un juicio de valor ni discriminación caprichosa alguna, elegir un hilo de continuidad en el curso de la ruptura, esto es, la perspectiva histórica que ofrecen en común la experiencia del primer peronismo y la del desarrollismo en el poder, con el hiato de la restauración oligárquica en el medio, provocando y relativizando sus diferencias. No hay duda de que ambas fuerzas políticas advirtieron la insuficiencia del ahorro interno con destino a la exploración, producción de hidrocarburos y la elaboración de derivados, a fin de superar la presión de la importación de los mismos, que condicionaba toda la actividad productiva. A fines de julio de 1958 Frondizi anunció los lineamientos de su política petrolera, y abundó en precisiones: “Es el petróleo el que mueve nuestras locomotoras, tractores y camiones, nuestros buques, aviones y equipos militares. Alimenta a nuestras fábricas, da electricidad a nuestras ciudades y confort a nuestros hogares. Es la savia de la vida nacional, y nos llega casi totalmente desde el exterior.” Fue muy claro y detallista, pero importa destacar el “instrumento” elegido para dar la batalla, YPF, empresa que había sido perturbada en su eficiencia por “los poderosos intereses que han actuado permanentemente en contra de nuestras posibilidades de desarrollo”. Entonces Frondizi dijo que pensaba una YPF autónoma, sin “hipertrofias burocráticas”, que abarcara todo el ciclo (es decir, que fuera integrada) y que apelara, como evaluaba imprescindible, a la colaboración del capital privado. En ese discurso de presentación de la denominada “batalla del petróleo” Frondizi recordó que anteriormente había planteado que convocaría al capital privado sin recurrir a concesiones ni perdiendo el dominio estatal de la riqueza petrolífera. “Por lo tanto –agregó– esta cooperación de capital privado se realizará a través de YPF y mediante pagos exclusivamente en moneda nacional y en dinero extranjero. No se pagará en petróleo ni se perderá el dominio del país sobre las áreas que se explotan. Todo el petróleo que se produzca aumentará el volumen de transporte, industrialización y comercialización de YPF.” Nombró los contratos, acuerdos o cartas de intención ya firmados, y anunció que presentaría una ley (la Nº 14.773) de Nacionalización de los Yacimientos de Hidrocarburos Sólidos, Líquidos y Gaseosos, la cual sería publicada en el Boletín Oficial el 13 de noviembre de 1958.
Al evocar esas décadas de la política argentina se percibe que sus principales animadores del campo nacional y popular lucharon para engendrar sentidos, propuestas de formas superiores de convivencia social y mundos más bellos porque entendieron, parafraseando a Stendhal, que la belleza siempre es una promesa de felicidad. De ahí la constatación de que mucho tuvieron en común, y que vivieron la militancia como forma de trascender el individualismo y en tanto clave virtuosa de la esperanza. Y de ahí también que actualmente se constate una falta, mensurable por la degradación de la política, y una ausencia, la del Movimiento Nacional restaurado. Pero también sirve de consuelo que en esta materia la soledad no existe y todo puede ser motivo de reconstrucción si no se abandona el entusiasmo y la vehemencia de un Frigerio, por ejemplo, que según Rouquié en el libro ya citado aseguraba: “Objetivamente, cuando tal o cual grupo social tiene los mismos intereses que nosotros, debe, pues, estar con nosotros”.