Sinopsis: Romina Carla y Natalia, dos amigas de la infancia, habían hecho un viaje a España y ahora se encontraron a cenar empanadas en un restorancito de la calle Juncal y Larrea.
Natalia había perdido su trabajo de toda la vida. Romina Carla vivía en la abundancia y sufría unos extraños instintos.
La noche pintaba oscura en la ciudad de Buenos Aires y se les hizo la hora de volver. Debían caminar unas pocas cuadras desde el restorán a la casa de Romina.
Las chicas salieron del restó de empanadas hacia la casa de Romina con la panza en movimiento, las empanadas como adentro de un lavarropas lleno de cerveza y porrito en polvo. Pintó silencio a pesar del pastelito dulce, pintó silencio entre las dos. La calle parecía más oscura, más quieta. Había que mirar la vidriera para no tropezar, para no pisar algún cuerpo de los que duermen con frazadas con algún perro y con algún mobiliario de lo que hubo sido el interior de una casa. “Ay, qué visiones bajoneras”,- pensó Natalia. Es que todo estaba quieto. Lo único que se movía a toda velocidad era su pensamiento. El suyo solo. El de Romina le era ajeno. Totalmente ajeno. Aunque caminaran juntas, aunque las dos oyeran los mismos sonidos de la noche en Barrio Norte. El cerebro de Natalia iba a mil. Hacía días que no tenía que preparar ropa limpia y social para trabajar. Hacía días que no se iba a dormir con las imágenes de la pantalla con letritas, espacios, el cursor, la luz blanca, las teclas, teléfonos sonando. La desocupación se parece un poco a la libertad. Claro. Ahora dormía hasta la hora que quisiera, aunque se despertara varias veces de noche sin saber por qué. Quizá el leve insomnio fuera por el departamento que iba a tener que desmontar. Dejaría sus cosas dispersas en casas de amigas, lo más grueso y pesado en algún guardamuebles; su mamá con las artesanías en tejido, en casa de Romina. Ella, Nati, también sería depositada en casa de Romina, sin horarios, sin pantalla permanente, sin obligaciones, casi sin calendario, con la única tarea de sofrenar a su amiga en esa locura ansiosa por vender las pertenencias y convertirlas en moneda verde barata y fugaz, tan fugaz como la curda mezclada que llevaban las dos en la noche.
Y Romina Carla al lado caminando más rápido. Ella había perdido esa noción tan común entre los trabajadores, ella no conocía la frontera entre la obligación y el ocio, tampoco le interesaba, quizá algún recuerdo tuviera de su vida escolar. Romina no conocía la necesidad ni la lucha por la supervivencia. A veces la invadía un tedio insoportable y salía a comprar ropa, accesorios, cosas para regalar. A Natalia la llenaba de pulseras y aros que ella, a su vez, regalaba. Romina quería reciclarlo todo, destruir y convertir a dólar, como hacía su papá, que demolía para erigir torres; ella quería vender todos sus enseres y huir hacia una vida de turismo y alcohol permanentes.
Cada vez que pasaba por una casa antigua que le gustaba, inmediatamente la imaginaba hecha escombros. O cada vez que veía esos típicos petit hoteles de la Recoleta, se quedaba parada, los contemplaba como hechizada, y, al cabo de unos minutos, soñaba con la demolición. Con una destrucción que fuera una implosión rápida pero que permitiera ver las losas, los vitraux, los marcos caer, los vidrios añicarse, el hormigón entero hecho polvo en una caída que pudiera percibir. Su papá la llevó tres veces a ver una demolición y ella las recordaba bien porque en esas tres ocasiones, más que en otras que vio por su cuenta, experimentó algo así como un clímax. Las demoliciones duraban una semana y media, pero en ese lapso había un día que era el de la caída total.
Una vez, dos años atrás, invitó a Natalia a ver una demolición en Belgrano. Era una casa baja con dos balconcitos y una fachada art decó. Las puertas y las ventanas ya habían sido quitadas, aunque todavía conservaba el encanto de las casas antiguas. Ese era el día de la implosión, de la caída total. Romina se había vestido para la ocasión. Se había puesto un vestido negro y maquillado tipo Halloween aunque fuera un día de junio a media mañana. Al lado de ella estaba su padre, un arquitecto orgulloso y altanero como sus torres, y otros hombres y mujeres del rubro. Se pararon en la vereda de enfrente, uno al lado del otro para ver el espectáculo y, seguro, aplaudir después. Natalia era parte del público, pero, antes de que la maldita función empezara, salió corriendo y se refugió en un bar de la calle Echeverría.
Caballito, Belgrano y Palermo ya eran hechos consumados. Villa Urquiza también, ahí todavía había algún resto. Ahora le tocaba a la Recoleta, su barrio, en el que había vivido con su madre y en el que sobrevivían algunas construcciones de principio y mediados del siglo XX. Eso sería otra función gozosa. O una serie de funciones, como ver varios recitales de punk rock verdadero, sin ficción, sin máscara. Un desmoronamiento total y efímero. Como era su barrio, le daba un poco de culpa, pero a la vez, algo la extasiaba igual. El sólo pensarlo la extasiaba. Toda construcción antigua o histórica merecía ser demolida y ofrecida como gran espectáculo en el cerebro y corazón de Romina. Aunque ella no quisiera albergar esos sentimientos, aunque la culpa la persiguiera; igual, no podía evitarlo. Era una compulsión, una fuerza extraña, incontrolable.
Una vez Natalia y su mamá Stella la invitaron para ir juntas a una charla literaria en la casa de Victoria Ocampo que queda en la calle Rufino de Elizalde en el barrio Parque. Romina pretextó que la literatura la aburría, pero, en realidad, lo que le pasaba era otra cosa. La casa de Victoria Ocampo, devenida en centro cultural es un diseño del arquitecto Bustillo de los años treinta. El deseo horrible le iba a venir. Y algo peor. Frente a esa casa está la casa de Grand Bourg. Romina sabía lo que iba a sentir. Querer demoler la casa del padre de la patria la angustiaba más. Lo mismo le ocurría cuando pasaba por el Cabildo y por la Casa Rosada. Tenía que evitar esos paseos.
Las chicas cruzaron Juncal muy ensimismadas cada una. Nati la miró a Romi un momentito. La observó unos segundos mientras cruzaban. Sin pensarlo mucho, notó que para ella su amiga podía ser una fuente de alimento, un salvavidas. Algo de Romi la estimulaba. Demoler, edificar, vender sus cosas, comprar dólar barato. Bueno, basta de pensamientos densos. Sacó unos caramelos de miel de la cartera y las dos se metieron varios en la boca.
Al llegar a la puerta del edificio, en medio de la noche, había una interesante presencia sentada en las escalerillas de la puerta. ¿Quién sería?
Ya veremos.