Desde 1994, el Congo está en una guerra olvidada que pica y se calma, ya causó millones de muertos y está empezando de nuevo.
Es la guerra más larga de las tantas que hemos visto en estas movidas décadas. Es una guerra mundial, con vecinos y potencias lejanas mandando tropas, dinero, armas. Es la guerra que creó la frase “diamantes de sangre” y ahora se financia vendiendo coltán y otros minerales raros para celulares y laptops. Y es la guerra que más indiferencia parece despertar, un ruido de fondo de los que parecen confirmar eso de que Africa no tiene remedio.
Lo que hoy llamamos la República Democrática del Congo se formó, en el sentido del mapa, de una manera única. Hacia fines del siglo 19, las potencias europeas se acordaron del continente y empezaron a ocuparlo. Ya tenían colonias, o protectorados, en el norte de Africa, ya estaban los portugueses desde hacía siglos, ya existía la Sudáfrica inglesa y las repúblicas boer, ya existía esa otra rareza llamada Liberia, y el imperio de Etiopía era más o menos visto como el único estado “nativo” de verdad.
Pero la mayoría del continente era inexplorado y cada uno se sirvió su porción, ingleses y franceses a la cabeza. Alemania tomó sus pedacitos, Italia se quedó con una de las Somalías y con Libia, hasta España mojó con una pequeña colonia. La novedad fue Bélgica, que tenía un rey harto de ser pobre y de estar a la cabeza de un paisito que nadie se tomaba en serio. Leopoldo II tuvo una idea nueva, apropiarse de un buen pedazo de Africa pero no como colonia sino como propiedad privada: el Congo era de él, no del país.
Fue un terror que inspiró El corazón de las tinieblas y el primer escándalo internacional de derechos humanos, de la pluma del irlandés Roger Casement. A nadie le importaba construir una colonia, sólo recaudar oro, minerales, marfil, látex, cualquier cosa que hiciera plata para su majestad. El inmenso e insalubre territorio fue dividido en encomiendas que hicieron quedar como santos a nuestros conquistadores. Allá, si no cumplías la cuota, te cortaban el brazo izquierdo. El símbolo del colonialismo belga era el látigo de cuero de hipopótamo, que es letal. Leopoldo, y los belgas, se hicieron ricos.
El país que surgió de este desastre fue otro desastre, un paquete de lenguas y etnias apiladas sin ton ni son. El Congo es un ejemplo extremo del principal problema identitario de los africanos, la dificultad de ascender del localismo a la nacionalidad, de la tribu a la ciudadanía. La historia independiente congoleña es una serie de peleas interétnicas azuzadas por la guerra fría, los intereses corporativos y la larga mano de los belgas. Es que el Congo es muy, pero muy rico en minerales.
En 1994 la cosa trascendió las rivalidades internas. Ese fue el año del genocidio en Ruanda, cuando la minoría hutu, privilegiada en todo por los franceses, empezó a matar a mano a la mayoría tutsi. Pero resulta que la frontera entre Ruanda y el Congo era otro de los dibujos coloniales y había muchos tutsi armados del otro lado. Las milicias invadieron Ruanda y tomaron el poder. Un millón de hutu escaparon a territorio congolés. Tienen un sobrenombre terrible: les dicen genocidaires.
En 1996, Ruanda, bajo firme gobierno tutsi, invadió el Congo y ayudó a sus muchos rebeldes a sacarse de encima a ese feroz cleptócrata llamado Mobutu Sese Seko. El nuevo presidente fue un rebelde no menos feroz, Laurent-Désiré Kabila, que en 1998 se le dio vuelta a sus aliados ruandeses y ugandeses, y armó a las guerrillas hutu. Ahí comienza lo que siguen llamando la Primera Guerra Mundial Africana, porque Uganda y Ruanda invadieron con todo lo que tenían, mientras Angola, Namibia y Zimbabue mandaban tropas en apoyo de Kabila.
Fueron cinco años de guerra entre los seis países, siempre en tierra congoleña, que dejaron tres millones de muertos como mínimo. Hubo tratados de paz, negociaciones, embargos y un fuerte cansancio de los aliados, con lo que técnicamente se acabó la guerra internacional. En realidad, todo siguió a menor escala en el este congoleño, con feroces combates y ruandeses cruzando la frontera cuando les convenía.
El 23 de marzo de 2009 el gobierno de Kinshasa firmó un tratado de paz con el mayor grupo rebelde, el Congreso Nacional para la Defensa del Pueblo, básicamente una guerrilla tutsi. Una de las condiciones de paz era que los militantes fueran absorbidos en el ejército nacional. Duró tres años, con un motín que terminó formando el Movimiento M23, o Marzo 23 por la fecha del tratado de paz que, dicen los rebeldes, el gobierno no cumplió.
Desde entonces, el M23 combate en el Congo. En 2012, con apoyo ruandés, tomaron la ahora famosa ciudad de Goma, que está justo en la frontera entre los dos países. En ese entonces, la presión internacional y las sanciones fueron fuertes, y el grupo se retiró. En 2013, después de perder varias batallas, parecía que el grupo ya no existía.
En realidad, dormía, esperando que Ruanda diera la orden de reactivarse. El presidente ruandés, Paul Kagame, es un hombre astuto que se dedicó a construir un complejo armado de alianzas económicas. La Unión Europea tiene jugosos convenios mineros, Estados Unidos cuenta siempre con Ruanda cuando se trata de islamistas, los cascos azules ruandeses son los segundos en número en los operativos de la ONU. EE.UU. le manda 188 millones de dólares por año en ayuda humanitaria, Europa le manda refugiados indeseables a tanto por cabeza. Kagame vendió la idea del desarrollo y el uso responsable de la ayuda económica para crear “el Singapur de Africa”.
Con lo que nadie protestó demasiado cuando el M23 resucitó como Lázaro en 2021 y empezó a expandir el territorio que controlaba en la provincia de Kivu Norte, justo en la frontera ruandesa. Esta semana, cuando los rebeldes tomaron de nuevo Goma, hubo protestas verbales de las potencias, pero nada de sanciones.
La situación en la ciudad tomada es terrible, porque a la tenue infraestructura que ya tenía la cansaron centenares de miles de refugiados que huían de los combates. Se peleó feo en Goma, que no tiene agua, se olvidó la electricidad y está incomunicada. Los rebeldes limpian nidos de resistencia y aterran a los civiles con una de sus armas más tradicionales, la violación de cuanta mujer se les cruce. Están bien armados con lanza granadas chinos, AK47 y ametralladoras calibre 30 chinas y rusas, y hasta blindados livianos, todo pagado con el contrabando de coltán, que mandan a Ruanda y Kagame exporta mezclado con el suyo para evitar sanciones. Es tan alevoso, que el Congo le está haciendo juicio a Apple en Francia y Bélgica por usar el mineral contrabandeado. Se calcula que por Ruanda pasan 150 toneladas por año de “coltán de sangre”.
Entre la miseria normal del Congo y la guerra, hay 21 millones de personas en situación de hambre o peor. Ya queda en claro que Ruanda quiere crear un mini estado tutsi controlado por el M23 y gobernado por Kagame, algo más que rentable. La desesperación es tal, que esta semana miles de manifestantes atacaron las embajadas de Francia y Estados Unidos, furiosos porque las potencias no hacen nada para defenderlos…