Diputados en el desierto

Vaciar la Argentina para venderla barata a algún tecnomillonario que quisiera usarla. No llegó a decirlo. Se contuvo. La intención se fue para atrás como un vómito que se retiene en una ceremonia. Este usaba traje, tenía ojos claros, cuerpo de caballo, caballo sentado. Hizo una perorata aburrida, para qué, si todos sabíamos a quién te entregaste, si todos sabíamos que ibas a votar en contra. Ahora te toca el pasillo ancho con la ofidia, la bovina y el bovino, vos caballito bobo, a vos, los periodistas no te acosan.

¿Cómo sería la vida cuando tenga que irme de acá, de esta cámara, de este hemiciclo, de acá, todos tan juntos, uno al lado del otro? ¿A dónde iré? ¿Al desierto?

La diputada se hacía esa pregunta luego de haber dado su voto negativo, tal como le habían pedido sus amos, y ahora debía despegarse de la butaca, desencajar la cadera que siempre se le quedaba incrustada por lo ancha que se había puesto. Debía también enfrentar al cúmulo de periodistas que se le abalanzaría después de la sesión. ¿A dónde se iría cuando terminara su carrera? Tenía que consultarlo con sus colegas. Ella con esa mirada torva, ese casquito rubio armadito, ese cuerpo rechoncho de tanto estar sentada y esa sonrisa ofidia. Le preguntaría a la otra, la de pelo marroncito, cara regordeta, más bovina que ofidia, siempre con su rictus de víctima, ella, pobrecita, nunca está ni acá ni allá, es mala con cara de buena, su abstención la hace emitir gruñidos, ese sonido que hacen los cerdos cuando tienen miedo o cuando se excitan.  A esta también la esperaban el pasillo y los feroces periodistas, pero se encontraría con la ofidia de casquito rubio y con operadores amigos.

¿Y este otro, medio desconocido que hablaba como un che Guevara? Hasta tenía un intento de barba desprolija, un look de buenote social para combinar con el discurso. Por solidaridad, por conciencia social, por sensibilidad hacia los pobres, votó en contra. Este también era bovino, se encontraría con su colega bovina abstencionista y con la ofidia en el ancho pasillo que no los llevaba a la calle.  A la calle, no. La fiesta en los alrededores de la plaza los podría humanizar, y ellos debían proteger sus convicciones, a ver si por mezclarse con esos cuerpos alocados, abrazados, pelos rulientos, pañuelos de colores, barbas, panzas y guardapolvos, se arrepentirían.

Vaciar la Argentina para venderla barata a algún tecnomillonario que quisiera usarla. No llegó a decirlo. Se contuvo. La intención se fue para atrás como un vómito que se retiene en una ceremonia. Este usaba traje, tenía ojos claros, cuerpo de caballo, caballo sentado. Hizo una perorata aburrida, para qué, si todos sabíamos a quién te entregaste, si todos sabíamos que ibas a votar en contra. Ahora te toca el pasillo ancho con la ofidia, la bovina y el bovino, vos caballito bobo, a vos, los periodistas no te acosan.

También el hipopótamo de voz grave, ese que tiraba ladrillos de merca al fuego; también la gata negra y la gata blanca, el bichito colorado que da lástima pisar. Todos en procesión por el gran pasillo que va a la puerta de atrás. Los setenta y tres bien protegidos. A la fiesta de la calle no irían, no, el pasillo ancho con operadores de micrófono los conduce a los autos negros y luego al desierto árido con que ellos sueñan convertir a la argentina.

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