Por qué cala el discurso perverso

Ante la avanzada de Milei y Musk, las condiciones para una verdadera victoria popular precisan de un avance en la cultura política que considere a todos los argentinos parte inseparable de una misma comunidad. La capacidad transformadora del programa de desarrollo depende en gran medida de su construcción en el marco de las luchas y demandas sociales más genuinas.

Seguimos estancados en el reagrupamiento del movimiento multisectorial y multipartidario que debe superar el actual cuadro de situación, entronizando discursos de odio mientras se opera el achicamiento de la estructura productiva argentina. Va de suyo que si el ajuste perpetuo reduce las opciones laborales la sociedad se perjudica y se fragmenta aún más.

En el precalentamiento de la dinámica preelectoral de medio tiempo (por la renovación parcial de los cuerpos legislativos) en que ya estamos inmersos actúan inercias institucionales que no ayudan a encontrar acuerdos básicos y que son absolutamente necesarios para superar el marasmo en curso. 

En primer lugar porque se trata de elecciones que se realizan por provincias, cada una de las cuales tiene su propio cuadro de relación de fuerzas y donde las ecuaciones y alianzas no siempre coinciden con las que necesita el esquema nacional para reforzar su escasa incidencia parlamentaria.  

Ya son varias las que desdoblan las elecciones locales de las nacionales para no verse arrastradas por el tsunami que expresa Javier Milei, producto a su vez del sordo maremoto que se gestó con anterioridad y volcó al electorado ciegamente en apoyo de una opción disruptiva

Entre esos distritos que establecen fechas distintas para la compulsa electoral está, nada menos, la Capital Federal: el santuario del PRO donde La Libertad Avanza quiere apurar a lo bestia el trasvasamiento de adhesiones dejando desnudo al dirigente de la FIFA y ex presidente, Mauricio Macri. 

La vieja consigna de matar al padre se observa de nuevo como una necesidad en la construcción del poder. El habitual jugador de bridge, por su parte, va a tratar de que no lo jubilen. Quizás presentándose como candidato a senador nacional que esta vez toca designar en el distrito capitalino.

En eso estamos mientras el campo restante -llamarlo oposición parece excesivo- se caracteriza por su dispersión y distracción de las prioridades de unidad que resultan indispensables para armar un frente que, más que reconstruir, plantee una alternativa que resulte realmente superadora. Y no de este momento, sino de los sucesivos fracasos que viene padeciendo el país. 

Así las cosas, conviene hacer un somero repaso de las condiciones que requeriría un cambio sustancial de rumbo.

La pertenencia comunitaria

Como bien se lo recordó a Donald Trump la obispa de la Iglesia Episcopal Mariann Edgar Budde en el sermón que brindó en la Catedral de Washington al día siguiente de la asunción del nuevo presidente norteamericano, se trata en primer término de reconocerse como parte de una sociedad, cuya unidad “fomenta la comunidad por encima de la diversidad y la división. Una unidad que sirva al bien común”.

Dicho sea de paso, a Donald Trump esta prédica (que no tiene desperdicio) le pareció “poco emocionante”, mientras su socio Elon Musk la criticó por “progresista”, muy en sintonía con los ataques que hace Milei a una curiosa izquierda que él identifica como todo aquello que no sigue sus delirios. 

En esa línea, el presidente intervino en la red social X (ex Twitter) supuestamente para defender al millonario australiano con el sugerente título de “NAZI LAS PELOTAS” por lo que había sido interpretado como un saludo con el brazo extendido, prometiendo a su vez “ir a buscarlos (a los zurdos hijos de puta) hasta el último rincón del planeta en defensa de la libertad”. Temible y grotesco al mismo tiempo. 

¿Por qué a este enfoque sectario que habla del progreso de todos pero establece enemigos irreconciliables todo el tiempo le molestan tanto las apelaciones al reconocimiento del prójimo como un hermano? Por algo inconfesable: su política concreta castiga a los débiles y fortalece a los poderosos. Es divisionista y estamental por definición. Toda apelación al reconocimiento del Otro le resulta, por lo tanto, repugnante. 

La cuestión es por qué un mensaje tan perverso cala en amplios sectores sociales. Y sin pretender agotar la respuesta a una cuestión tan compleja podemos empezar por reflexionar sobre las condiciones previas en que aparece ese discurso: una situación de fragmentación social negada de modo bastante sistemático por los diversos gobiernos, aun aquellos que pretendían aplicar políticas sociales solidarias. 

Salvo en el fútbol, y valdría la pena estudiar si ello no funciona como un placebo que ayuda a ocultar el problema, la unidad nacional no está visible en la mayoría de las conductas sociales y políticas.

Los estudios de opinión pública más serios muestran una gran dispersión y confusión respecto de lo que pasa, encontrando siempre culpables que simplifican la búsqueda con chivos expiatorios. 

De allí que la tarea de construcción comunitaria debe partir de este dato: no hay un público que anhela la verdad, sino un conjunto de “ideas”, en general incoherentes, que ocupan su lugar y nos impiden reconocernos como partes indispensables de un conjunto, hoy muy disperso y por lo tanto desorganizado. 

En esa línea, la exhortación papal de que “no sobra nadie” es bien constructiva, aunque se refiera primordialmente a los sectores más vulnerables. A este paso, vulnerables somos todos.

Si no sobra nadie, ¿cómo es que no estamos sumando, en lugar de sumergir a cada vez más gente en la miseria y la ignorancia?

Necesidad de un programa

La verdad es que para que un mensaje solidario se escuche tiene que existir cierta predisposición a recibirlo. La necesidad se hace evidente, pero hoy observamos que funcionan mejor los discursos agresivos que los amigables. Menudo problema. 

Es como si se hubiese destapado una olla a presión de la que afloran resentimientos y acciones vengativas que sorprenden por su impiedad: con los jubilados, con quienes necesitan cuidados para recuperar su salud, con quienes comen mal, con quienes directamente no comen. Ni hablar de aquellos que no están recibiendo los conocimientos necesarios para desempeñarse en la vida social. 

La marginalidad es algo que va más allá de los ingresos mínimos indispensables. Es una verdadera exclusión cultural que los perjudicados leen con toda claridad como “no pertenecés”. Es comprensible, entonces, que no tengan predisposiciones electorales estándar, sobre todo no existiendo el partido de los marginales, como los parias de la India. 

Por tanto, la mera enumeración de medidas económicas de signo contrario a las que se implementan hoy, por caso promover la producción y el empleo (asunto absolutamente central), puede no estar llegando como mensaje claro y convocante para los excluidos. 

Aumentar artificialmente el empleo público para ir resolviendo necesidades reales (aunque empiecen por los familiares y los vínculos políticos) es un disparate –no sólo teórico sino bien real– pero no es percibido así por quien accede a esa canonjía. Por eso funciona y es un clarísimo indicador de que lo inmediato y en beneficio personal reemplaza al esfuerzo común y se agrava en situaciones de crisis. 

En nuestro caso, la crisis lleva más de medio siglo, con algunas inflexiones y alivios temporales en los que tampoco se encararon acciones trascendentes destinadas a crear nuevas condiciones de convivencia, tanto materiales como espirituales.

De esto resulta que el programa para salir de una crisis tan larga como profunda, estructural (a pesar de la terminología de los organismos internacionales de crédito como el Banco Mundial o el FMI que reducen ‘estructural’ a reformas promercado), sea tan necesario como insuficiente para la movilización de las fuerzas que deben impulsar tan fenomenal transformación.

La tarea es doble. Por un lado, se requieren las mejores cabezas en la formulación de las medidas de gobierno eficaces que nos permitan superar la condición de país subdesarrollado, y por otro,  convocar la suma de voluntades indispensables para impulsar esos cambios trascendentales. Lo primero no reemplaza lo segundo y esta no es una conclusión abstracta, salida de la cabeza a puro vigor de pensamiento sino experiencia pura y dura.

Por eso la prioridad de la política, puesto que es el arte de articular las fuerzas en una dirección u otra. Va de suyo que para construir un cambio virtuoso y potente el desafío es mayor. Seguir “serruchando el aserrín” y hacer siempre lo mismo con ligeras o brutales variantes tiene el respaldo de lo inercial, donde existen innumerables intereses establecidos, constituidos a lo largo de un largo período de tiempo donde cada sector ha hecho lo que podía para autopreservarse. Seguir la rutina es lo más fácil y también suicida.

Hay un desafío complejo, y es que el programa de todos modos tiene que estar presente en la lucha política. En el pasado de las últimas décadas ha ocurrido lo contrario: Se escamotea el debate sobre la coherencia, rigor técnico y altura de las medidas que se proponen porque, justifican los marketineros/envilecedores de la política, “no interesan a nadie”, y se lo reemplaza por eslóganes y generalidades. 

Claro que interesa, es algo absolutamente vital, pero discutirlo en los términos en que pueda ser comprendido por los diversos sectores forma parte determinante de la decisión electoral, y es una exigente tarea de la política popular que jamás pueda ser reducida a consignas binarias que sólo favorecen a los privilegios establecidos. 

Digámoslo con todas las letras, incluso para discutirlo a fondo: Hay una identidad profunda que vincula todas las políticas económico-sociales que se han aplicado desde 1983 hasta la fecha. Con muchas diferencias instrumentales, en todos los casos primó el criterio fiscalista, ajustador y conceptualmente monetarista. Dicho con un ejemplo, hay más parentesco entre la Convertibilidad y el Plan Austral que entre estos planes y el programa nacional de desarrollo.

La “revolución productiva” del menemismo, una consigna genial y acertadísima para ese momento histórico, resultó un fiasco en el preciso instante en que, entonces y ahora, la política económica se piensa como algo ajeno al interés general, dominado por las variables técnicas que es preciso aplicar en cada momento, de acuerdo a las conveniencias del contexto. Reintentar una y otra vez esas presunciones es una forma segura de estancamiento sistemático y por lo tanto de mantenimiento de las condiciones que impiden la acumulación de capital en el propio seno de la estructura productiva nacional.

Para esas visiones globalistas (neoimperialistas les va mejor) la economía mundial es una sola, interferida por las decisiones nacionales que buscan capturar renta para mejorar las condiciones de vida de sus pueblos. A esa visión suscriben, de buena o mala fe, la inmensa mayoría de los economistas que no han hecho el esfuerzo de conectarse con las necesidades de las comunidades a las que pertenecen, aunque hayan estudiado en universidades públicas gratuitas.

La política programática

Esa desconexión entre los planes que tienen los grupos de interés y las necesidades populares no ocurre sólo en la Argentina, pero aquí se han aplicado de un modo constante a lo largo del tiempo. 

Y los resultados están a la vista, representados ante todo por el altísimo porcentaje de población afectada por la recurrencia, cuestión que es impúdicamente mencionada por los portavoces del “más de lo mismo”. Es un dato demasiado rotundo como para dejarlo pasar, pero también hay que ser muy caradura –o ignorante, tal vez ambas cosas– para invocarlo sin relacionarlo a las causas que lo han producido. Nadie parece privarse de patear esa pelota picando frente al arco, pero pocos notan que con ello hacen un ridículo que los invalida para ser tenidos en cuenta.

Cómo encarnar el programa en las luchas sociales y al mismo tiempo nutrirlo de esas experiencias que va realizando toda sociedad que aspira a convertirse en una comunidad organizada es un tremendo desafío que, por el momento, no vemos ni oímos en las formulaciones de las dirigencias sindicales ni en las de los empresarios –cuyo éxito depende del mercado interno en la mayoría de los casos– y tampoco en los reclamos de los diversos sectores medios que tienen legítimas demandas pendientes. 

Cuando un presidente dijo con brutal cinismo que “si yo hubiese dicho lo que iba a hacer no me hubieran votado” expresó la tara que unifica al conjunto de la dirigencia política de cualquier color político, con las debidas y minoritarias excepciones, de resignar en sus propuestas toda voluntad de cambio genuino y profundo. 

En consecuencia, que no haya debate programático, tan necesario como ausente, constituye una falencia que confronta al conjunto dirigencial y en particular al que se considera a sí mismo dentro del “campo popular” (denominación cada vez más insuficiente puesto que una gran proporción de argentinos, hartos de lo que están viviendo, terminan votando por sus verdugos).Resumimos para terminar: sin reconocernos todos los argentinos como parte de una misma comunidad y dejando de lado la construcción de una alternativa genuina para alumbrar un futuro que merezca vivirse, estaremos perpetuando las condiciones que nos mantienen en retroceso.

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