Discutamos en serio la crisis de representación

La incapacidad de las fuerzas opositoras para ofrecer resistencia radica, en parte, en la dificultad de encarnar proyectos que interpelen mayorías, en un contexto donde las coincidencias entre el discurso libertario y las demandas sociales han desplazado a las tradiciones políticas históricas, erosionando su lugar en el imaginario colectivo y en la dinámica del poder.

La reflexión sobre la validez conceptual de los partidos políticos como instrumentos de organización del poder electoral y de representación de las demandas sociales constituye un ejercicio ineludible en el contexto político argentino actual. 

Esta interrogación no pretende derivar en una respuesta unívoca, sino abrir un espectro de interpretaciones políticas e intelectuales que permitan comprender el rol de las formaciones partidarias en un escenario de profundas transformaciones sociales y políticas. 

La irrupción de Javier Milei en el escenario argentino, con su discurso disruptivo centrado en la “demolición del Estado” y la “aniquilación de la casta”, evidencia una resonancia significativa en amplios sectores de la sociedad. Esta adhesión, más allá de las intenciones ideológicas del propio Milei, revela una crisis de representación en las estructuras políticas tradicionales, particularmente en el peronismo, que no ha logrado articular una alternativa convincente frente a este fenómeno, seguramente transitorio, seguramente con final de repudio masivo, pero que en el presente es un dato, a la vez de cierta contundencia como de absoluta negatividad para la vida de los habitantes en cuanto a su calidad y organización social y económica.

En el caso del peronismo, esta crisis no puede disociarse de las falencias internas de sus conducciones, que han descuidado la modernización de sus prácticas partidarias y la democratización de sus liderazgos. Desde el fallecimiento de Néstor Kirchner en 2010, el movimiento peronista ha transitado un camino marcado por el culto a la personalidad y una adhesión acrítica a liderazgos centralizados, particularmente en torno a Cristina Fernández de Kirchner. Esta dinámica, lejos de fortalecer un proyecto nacional inclusivo, ha reducido el peronismo a un constructo electoral centrado en el conurbano bonaerense, un espacio masivo en términos cuantitativos, pero limitado en su capacidad para proyectar una visión integral de la Nación. 

Los gobernadores peronistas, por su parte, han optado por priorizar la gestión de sus territorios, desentendiéndose de un armado nacional coherente, lo que ha contribuido a un achicamiento del concepto de movimiento nacional y a la fragmentación de su proyección política. Un punto de inflexión en esta desvinculación del peronismo con su tradición nacional puede rastrearse en la reforma constitucional de 1994, impulsada en parte por el deseo reeleccionista de Carlos Menem. Esta reforma debilitó el equilibrio federal al transferir atribuciones clave, como el dominio de los recursos naturales, a las provincias, eliminar el Colegio Electoral, que garantizaba un mínimo de equidad federal en la representación electoral, y descentralizar la administración de programas de salud y educación, sujetándolos a las disparidades de las capacidades provinciales. Estas transformaciones erosionaron la concepción de un Estado nacional como articulador de un proyecto de desarrollo común, alejándose de los principios que habían guiado al peronismo en su etapa fundacional.

En contraste, la Constitución de 1949 emerge como un hito paradigmático del constitucionalismo social y nacional. Esta Carta Magna, sancionada en un contexto histórico de afirmación soberana, no solo incorporó los preceptos del constitucionalismo social, sino que modernizó las relaciones legales de producción, priorizando los derechos de los trabajadores, las mujeres, los menores y los ancianos, y dotando al Estado de instrumentos para garantizar su ejercicio efectivo. Lejos de ser una mera declaración de principios, la Constitución de 1949 estableció un marco normativo que tradujo la doctrina peronista en regulaciones jurídicas precisas, consolidando un proyecto nacional orientado a la justicia social, la soberanía económica y el desarrollo productivo. 

Hoy, la ausencia de un proyecto nacional en clave política y de poder constituye un desafío central para el peronismo. Desde el oficialismo libertario, la narrativa del “libre mercado” exacerbado carece de una visión integradora del país, mientras que en la oposición las demoras en comprender el momento histórico, y también las disputas individuales, obstaculizan la construcción de una mirada abarcadora. Un proyecto nacional no puede reducirse a una suma de discursos o campañas electorales; debe encarnar una idea de país que recupere el alma argentina, fortaleciendo su dimensión solidaria, federal y los intereses colectivos de sus habitantes.

Los datos reflejan las profundas asimetrías que atraviesan el país. Más del 50% del PBI nacional se concentra en la Provincia y la Ciudad de Buenos Aires, y con la incorporación de Córdoba y Santa Fe, se alcanza el 70%. En un marco ultraliberal, estas disparidades generan condiciones de vida marcadamente superiores en los distritos favorecidos, mientras que provincias como La Rioja (0,6% del PBI) o Catamarca (0,7%) enfrentan realidades de menor desarrollo. Desde una perspectiva nacional y popular, la justicia distributiva debe ser el eje de un Estado que arbitre equidades, no en pos de una igualdad absoluta, sino de una distribución justa de recursos que mitigue las desigualdades territoriales. La región pampeana, que concentra casi dos tercios de la población y más del 80% de las empresas industriales, genera una brecha significativa en los niveles de vida respecto de regiones menos favorecidas, como el Norte o la Patagonia. Esta concentración se refleja también en el ámbito educativo: el 61% de los graduados universitarios proviene de la región pampeana, frente al 16% de Cuyo y menos del 5% de la Patagonia. 

Las provincias del Norte, exhiben los menores PBI per cápita, enfrentan condiciones de pobreza estructural. Por ejemplo, el PBI per cápita de la Ciudad de Buenos Aires (U$S 80.000 ajustado por paridad de poder adquisitivo en 2022), nivel similar al de países europeos e incluso estados como Nueva York,  contrasta dramáticamente con los U$S 13.000 de provincias como Corrientes o Formosa, equiparables a los de países como Indonesia. Estas desigualdades no solo se manifiestan en términos económicos, sino también en la apropiación de bienes y servicios y en la falta de un criterio de gestión descentralizado que valide el principio federal. La idea de Nación, aunque hoy parezca debilitada, sigue siendo un insumo esencial para el peronismo. Recuperar un proyecto nacional implica articular una visión que trascienda las lógicas individuales y territoriales, promoviendo un desarrollo equitativo, soberano y solidario que restituya al Estado su rol como garante de la justicia social y el equilibrio federal.

La ausencia de un proyecto nacional que articule a los sectores mayoritarios de la sociedad argentina genera una fragilidad en las respuestas frente a propuestas de signo ideológico opuesto. En el contexto actual, Argentina experimenta una reconfiguración en clave reaccionaria, donde se consolida con relativa facilidad una propuesta marcadamente conservadora y ultraliberal para el modelo capitalista local. Este proceso implica un abandono progresivo de la preeminencia estatal en pos de un modelo productivo con distribución equitativa, inclinándose hacia esquemas de prioridad financiera y un retorno modernizado al modelo agro exportador..

Este enfoque prioriza el crecimiento del Producto Bruto Interno (PBI) sin atender a la mejora distributiva, centrándose en sectores como la energía, el petróleo, el gas, los hidrocarburos y la minería, predominantemente de carácter primario. Dichas actividades se ven respaldadas por marcos legales como el Régimen de Incentivo a las Grandes Inversiones (RIGI) y la atracción de capitales externos, no en forma de inversión directa —donde Argentina presenta uno de los niveles más bajos de la región— sino a través de flujos financieros especulativos, como el carry trade, que buscan ganancias rápidas mediante la combinación de pesos y dólares. Sin embargo, incluso esta estrategia ha perdido atractivo para la inversión extranjera.

Este esquema, sustentado por decretos, legislaciones y regulaciones, otorga seguridad jurídica a un sector del empresariado nacional orientado a actividades de servicios subordinadas a empresas extranjeras, configurando un modelo de dependencia económica. A su vez, se acompaña de intentos por disciplinar a la clase trabajadora, tanto en su dimensión individual como colectiva, a través de los sindicatos y las organizaciones federativas. La Confederación General del Trabajo (CGT) se convierte en un objetivo prioritario, mientras que la generación de altos niveles de desocupación refuerza la existencia de un ejército de reserva laboral que presiona a la baja los salarios.

En lo que respecta a la “casi extinta” burguesía nacional, reducida mayormente a actividades comerciales y profesionales, y ya no a una clase empresarial productiva, se observa un creciente desánimo ante la apertura irrestricta de importaciones y la dificultad de competir en un modelo de capitalismo que desatiende los principios del liberalismo clásico. A ello se suma el auge del capitalismo de plataformas, donde los algoritmos dirigen las dinámicas de oferta y demanda, consolidando el predominio de empresas como Amazon o Mercado Libre, que superan sus expectativas de crecimiento año tras año. 

Todo esto perpetúa la dependencia de actividades primarias (básicamente la agraria) y limita la generación de trabajo de calidad y en cantidad, lo que profundiza desigualdades distributivas.

Y es más, la prevalencia de las políticas públicas del mileismo, desde lo arcaico del ultra liberalismo hasta las supuestas modernidades aprendidas de la mediocridad intelectual de Murray Rothbard (ídolo de Milei) solo refuerzan un sistema económico que se centra en la financiarización de la economía nacional, abandonando todo intento de producción y desarrollo de sectores estratégicos. La utilización de la inversión como negocio para pocos en el uso combinado de tasas y moneda extranjera, encarece el crédito para Pymes, restringe el consumo y genera una artificial apreciación del peso que afecta la competitividad de las exportaciones y deteriora el déficit comercial.

En este contexto, la noción de nación se diluye. 

Desde la gestión del gobierno de Javier Milei, se promueve una concepción del Estado, reducida a un mero espacio de mercado, despojándolo de su rol como garante de la identidad, el territorio, la población y el bienestar colectivo, elementos esenciales para la idea de Nación, que con sus mas y sus menos existe desde 1853. 

Frente a esta reconfiguración conservadora con pretensiones revolucionarias, las respuestas políticas y sociales han sido insuficientes para revitalizar el ánimo colectivo y sostener un proyecto de país basado en la dignidad y el orgullo nacional. Y en vivir mejor.

Las principales tradiciones políticas, con el peronismo a la cabeza, no han logrado articular una respuesta efectiva ante esta debacle cultural que transforma la fisonomía del país y su identidad colectiva. De persistir esta dinámica, el ideario de resistencia enfrentará serios desafíos. Los cimientos del Estado nacional, con sus virtudes y limitaciones históricas, se erosionan, poniendo en riesgo la concepción de Nación como un proyecto colectivo. La restauración conservadora impulsada por el actual gobierno demanda una respuesta en su contra, que combine los valores tradicionales de la identidad nacional con las dinámicas del mundo digital. Es imperativo recuperar las banderas de la patria, articulando una gesta emergente que responda a los desafíos contemporáneos y reivindique el rol del Estado como pilar de la nacionalidad. Este esfuerzo requiere la participación de actores sociales, culturales y políticos, tanto tradicionales como emergentes, sin limitarse a lógicas etarias o partidistas convencionales. La apatía electoral, que moviliza a amplios sectores de la población, refleja una crisis en los valores tradicionales de la representación política. La noción de “multitud” ha trascendido su dimensión física para convertirse en un fenómeno perceptible únicamente a través de estadísticas: Hoy lo multitudinario, como lo esencial en el Principito, “es invisible a los ojos” ya que solo se percibe desde las frías estadísticas y datos que dan cuenta que el 50% de los ciudadanos argentinos está abandonando la idea de que su voto es útil, un indicador alarmante para las democracias representativas.

Esta desafección pone en entredicho las categorías de mayorías y minorías, evidenciando la emergencia de nuevos sujetos sociales en busca de su identidad política. A pesar de la disminución del trabajador asalariado formal, históricamente ligado al peronismo, este sector sigue siendo relevante y coexiste con nuevas demandas sociales. En consecuencia, se requiere un actor político capaz de articular reivindicaciones tradicionales y modernas, todas ellas orientadas a la mejora de la calidad de vida. Este desafío exige una renovación de las prácticas políticas para reconstruir un proyecto nacional inclusivo, capaz de enfrentar las dinámicas del capitalismo contemporáneo y de revitalizar la idea de Nación como un espacio de justicia, equidad y soberanía.


Osvaldo Mario Nemirovsci es exdiputado nacional por la provincia Provincia de Río Negro.

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