Dos fotógrafos, un país, muchas historias

En la remota y enigmática Argentina, una mayoría de la sociedad civil quiere dejar sentado que tiene derecho a encariñarse con el ser humano. Ese deseo llevó al auge ineludible la cultura joven de los ’60. A continuación, dos fotógrafos ayudan a develar tanto enigma.

La caput mortum presidencial, conforme se manifestara el jueves 23 de enero de 2025 en Davos, a fuerza de mímesis, discriminación y racismo, da la pelea por conseguir un lugar expectante entre los hechos horribles del alma argentina.

En respuesta a semejante despropósito, la movilización del sábado 1 de febrero de una parte sustancial de la sociedad civil –en la que convivieron los que no lo votaron ni votarían jamás con segmentos importantes de quienes sí lo hicieron- lo mandó al diablo al señor Presidente.

Debe haber más de una razón e intuiciones por las que la convocatoria fue articulada alrededor del sentimiento -nada ingenuo- de que el amor es más fuerte. Impacienta arremolinar a dos fotógrafos de fama internacional bien ganada, con los avatares de los que fue la cultura joven de los ’60.

Identificar -de forma analítica efectiva- a cuáles de esas razones e intuiciones traer a colación y jerarquizarlas y a cuáles no, corre con el albur de quitarle sabor a lo que está en el aire. Valga, entonces, ir a escombrar los terrenos al que lleva el olfato impregnado de aroma entreverado de chasiretes con historia reciente.

Blow up

“Sergio Larraín camina por las callecitas de la Ile-Saint-Louis en París, saca algunas fotos al voleo, vuelve a su taller a revelar, algo le llama la atención en una de esas imágenes circunstanciales: al ampliarla descubre al fondo, en segundo plano, una pareja cogiendo contra una pared. Cae de visita su amigo Julio Cortázar, Larraín le cuenta lo sucedido, Cortázar vuelve a su casa y escribe Las babas del diablo. Michelangelo Antonioni lee el cuento y decide convertirlo en Blow-up. En la película, no es un acto sexual furtivo lo que pesca el fotógrafo, sino un crimen, y no es en las callecitas de París, sino en el corazón del Londres psicodélico. La película es un exitazo.”

Notable síntesis de Juan Forn para el obituario de Sergio Larraín, el fotógrafo chileno que falleció en la primera semana de febrero de 2012.

Larraín pertenecía a las huestes de la agencia Magnum, emprendimiento cooperativo de fotografías para los medios, montado por Henri Cartier-Bresson y Robert Capa. Los fotógrafos de la legendaria Magnum no dejaban sin instantánea a cualquiera de los grandes desaciertos de los seres humanos. Esas piezas fotográficas, compañeras de las mil palabras, casi siempre portaban credenciales para pasar a la historia como ilustración imprescindible para redondear el entendimiento de qué iba éste o aquel asunto.

Cuenta Forn: “Magnum había mandado al chileno a hacer un reportaje sobre la mafia siciliana. Larraín volvió con una foto de Giuseppe Russo, il capo di tutti capi, durmiendo la siesta al fresco, que apareció en todas las revistas del mundo. Como en todas sus fotos, uno sentía que estaba ahí, al lado del fotografiado, sintiéndole la respiración. Eso tuvieron siempre las fotos de Larraín”.

Oliviero

¿Y las del fotógrafo Thomas tomadas en las psicodélicas calles de Londres de los ’60, tal como fuera percibida por Michelangelo Antonioni? También. Confirman la identidad en el celuloide los acordes de las guitarras de Jeff Beck y Jimmy Page, que le ponen música de fondo al recorrido frenético por las callecitas medievales de la Londres pop.

Algún schoolar acicateado por esa foto alcahueta del parque londinense o parisino, unos de los tantos espacios verdes en los que la continuidad deviene inquietante, siniestra, se sugestiona si no habrá algo similar que encontrar en la de Benito Amilcare Andrea Mussolini colgado de los pies y muerto a golpes por partisanos furibundos.

Fedele Toscani hizo carrera en el Corriere della Sera. La instantánea que sacó del cadáver estropeado de Benito Mussolini en la Piazzale Loreto (Milán) en 1945 se hizo mundialmente célebre y lo hizo célebre como fotógrafo. En 1957 las vueltas de la vida quisieron que, a su hijo Oliviero de 14 años, la primera foto que le publicaran en la tapa del Corriere della Sera fuera la del entierro de Mussolini en su pueblo natal Predappio, situado en la región de la Emilia-Romaña. La instantánea se centró entre el rostro y el garbo compungido de la viuda Rachele.

El martes 14 de enero a la edad de 82 años dejó este mondo cane el fotógrafo italiano de la moda, Oliviero Toscani. Sus tácticas de choque y su larga y tumultuosa asociación con Benetton le dieron fama internacional. Se definía a sí mismo como un “terrorista de la publicidad”. Con 80 años cumplidos en 2022, en el discurso inaugural de la retrospectiva de su obra en el Palazzo Reale de Milán, enunció: “Tomo fotografías porque soy testigo de mi tiempo”. Toscani, en ese mismo discurso con total congruencia, consignó que “no existe la fotografía comercial, de moda, de diseño o de arquitectura”.

Cuando Fedele tomó esa foto del cadáver de Mussolini execrado, Oliviero tenía tres años. Como si los avatares de un oficio familiar hubieran servido para consolidar el más importante criterio político, que es el de mayor bien para el mayor número.

Éramos tan jóvenes

Las fotos de Larraín y Toscani configuran una muestra de lo mucho que cambió el mundo en los últimos 80 años. Sobre esa variación de la humanidad apunta el historiador Eric Hobsbawm: “Del mismo modo que nosotros damos por sentada la existencia del aire que respiramos y que hace posibles todas nuestras actividades, así el capitalismo dio por sentada la existencia del ambiente en el que actuaba, y que había heredado del pasado. Sólo descubrió lo esencial que era cuando el aire se enrareció. En otras palabras, el capitalismo había triunfado porque no era sólo capitalista.

La maximización y la acumulación de beneficios eran condiciones necesarias para el éxito, pero no suficientes. Fue la revolución cultural del último tercio del siglo lo que comenzó a erosionar el patrimonio histórico del capitalismo y a demostrar las dificultades de operar sin ese patrimonio. La ironía histórica del neoliberalismo que se puso de moda en los años setenta y ochenta, y que contempló con desprecio las ruinas de los regímenes comunistas, es que triunfó en el momento mismo en que dejó de ser tan plausible como había parecido antes. El mercado proclamó su victoria cuando ya no podía ocultar su desnudez y su insuficiencia”.

“La cultura juvenil se convirtió en la matriz de la revolución cultural en el sentido más amplio de una revolución. En el comportamiento y las costumbres, en el modo de disponer del ocio y en las artes comerciales, que pasaron a configurar cada vez más el ambiente que respiraban los hombres y mujeres urbanos. Dos de sus características son importantes: era populista e iconoclasta, sobre todo en el terreno del comportamiento individual, en el que todo el mundo tenía que «ir a lo suyo» con las menores injerencias posibles, aunque en la práctica la presión de los congéneres y la moda impusieran la misma uniformidad que antes, por lo menos dentro de los grupos de congéneres y de las subculturas”, consigna el historiador inglés para redondear la categoría.

Para Eric Hobsbawm, la revolución cultural de fines del siglo XX debe “entenderse como el triunfo del individuo sobre la sociedad o, mejor, como la ruptura de los hilos que hasta entonces habían imbricado a los individuos en el tejido social”, en tanto “el carácter iconoclasta de la nueva cultura juvenil aflora con la máxima claridad en los momentos en que se le dio plasmación intelectual, como en los carteles que se hicieron rápidamente famosos del mayo francés del 68: «Prohibido prohibir»(…) «Lo personal es político» se convirtió en una importante consigna del nuevo feminismo, que acaso fue el resultado más duradero de los años de radicalización. Significaba algo más que la afirmación de que el compromiso político obedecía a motivos y a satisfacciones personales, y que el criterio del éxito político era cómo afectaba a la gente”.

Remota y enigmática

En la remota y enigmática Argentina, una mayoría de la sociedad civil quiere dejar sentado que tiene derecho a encariñarse con el ser humano. Ese deseo llevó al auge ineludible la cultura joven de los ’60. No importa si la mayoría movilizada ignora o sabe lo mucho que las decisiones estéticas de esos dos fotógrafos -como apenas partículas del signo de los tiempos- ilustraron el camino en el que la desintegración cromática tiene como única salida que los colores sean unidos, porque esa es la ley primera.

Su mensaje también estaba ahí, para irle dejando en claro a este Benjamín Otálora, que quiere ser Lazarus Morell, que en esta época en que se entroniza la desgracia del odio, esas fotos ilustraron la necesidad de que los colores humanos permanezcan unidos, se integren. Es el mensaje que entrega -con sus limitaciones y contradicciones- la ya envejecida cultura joven, esa que ignora que existe Lazarus.

Al respecto y hablando del que desea ser Morell, resta saber si los años le conferirán “esa peculiar majestad que tienen los canallas encanecidos, los criminales venturosos e impunes”. Hasta el momento demostró que es uno de esos talentosos que cree que la historia empieza con él. Debe ser por eso que se desorienta feo cuando se hace presente la historia que nos trajo hasta acá.

Gracias y adiós Larraín y Oliviero. Sus memorables fotos retratan la humanidad de los seres humanos. Gracias muchachada y hasta la vuelta, por dejar en claro que el amor es más fuerte, más fuerte.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *