Edificios

Amo los aromas de mi infancia, así como vosotros, que ahora me estáis leyendo. Amaba las casonas porteñas y sus patios con parral, los malvones, el olor a pasto recién cortado, la fragancia de las flores después de la lluvia. Amo el recuerdo del verde de los parques, de los árboles, los puestos de flores en las veredas, amo aquello de poder caminar, de deambular de día o de noche, respirar, amaba respirar sin oxigenador.

Con dos amigas decidimos volver un poco a aquellos placeres de la infancia y planeamos un viaje al sur. Somos amigas desde la escuela y vivimos siempre en esta ciudad de llanura, pero sabíamos que esas amadas sensaciones estarían allí, al pie de la cordillera, en una región de la Provincia de Santa Cruz, así que nos encaminamos a lo alto de algunos cerros. Vimos los paisajes más hermosos desde arriba. Pueblitos que se veían diminutos en algún valle, vimos campos de espinas, vimos arboledas que parecían mágicas, vimos otras montañas que parecían estar cerca, vimos lagos espejados. A mis dos amigas, Adelaida y Serafina, les encantaba pararse en aquellos altos miradores y recibir la brisa de nuestro sur. A mí me gustó al principio, pero luego de dos escalaciones, (¿así se le dice a las subidas de montaña?), sentía que esa brisa era un vientazo mortal, molesto, y que la altura me descompone, descoordina la frágil estructura, el delicado esqueleto espacial que sostiene mis pasos.

Pero nada es más placentero que respirar sin oxigenador, digo, respirar así, con la nariz expuesta, respirar el aire que corre, como en los tiempos de mi infancia, en los que salíamos a jugar, dormíamos y vivíamos con la nariz al aire, así con el aire libre entrando y saliendo de nuestros cuerpos.

El oxigenador es un imprescindible aparatejo fabricado en la China. Es una gran máscara y que se compra, se usa poco y se deshecha, como todos esos productos obligatoriamente importados de aquel imperio.

Pero qué le vamos a hacer. No se puede vivir sin ellos. Adelaida y Serafina tuvieron la precaución de comprar varios y guardarlos en la alacena. Yo integro ese gran grupo de la población que vive con un modelo viejo.

Muchas veces vemos gente durmiendo en la calle. En realidad,  son personas a las que no les alcanza para comprarse un oxigenador nuevo y van muriendo de a poco. Por suerte hay agrupaciones de vecinos solidarios que los ayudan con oxigenadores propios. Hacen compras comunitarias para los pobres. La ciudad ahora es así. El uso y el abuso del cemento nos privó del aire de nuestra infancia, pero el amor de los vecinos todo lo puede. No todo, pero bastante.

Adelaida vivía en un barrio alejado del mío y un día fuimos las tres a reunirnos para comentar nuestro próximo viaje. Pusimos la mesa en la terraza. Vimos algo incómodo. Muy incómodo.  Frente a la casa se erigía un horrible edificio torre, de esos que abundan. Era de noche, íbamos a cenar, pero había obreros modernos trabajando. Hacían un ruido infernal. Y llevaba cada uno un oxigenador que parecía intergaláctico. Vinieron otras amigas más al ágape pero casi no pudimos charlar porque nos distraíamos con el avance, la elevación de dicha torre. El ruido nos ensordecía y el polvo cubría nuestra comida.

-Ahora la vida es así,-observó Serafina,- vivimos encorvándonos debajo de nubes de polvillo de construcción y sometidos a unos ruidos de mierda todo el día. Y será así para siempre, porque a mucha gente le gusta.

No pudimos seguir hablando. Tuvimos que recoger la comida, tirarla, bajar y refugiarnos adentro de la casa. Nos hicimos arroz con huevo frito e ideamos un plan.

Seríamos agentes inmobiliarias. Como ahora hay mucha gente sin trabajo que se ocupa de eso, pensamos que nos sería fácil encontrar algún puesto, pero no, al ser tantas las construcciones, había muchas vacantes.

Muchas construcciones, muchos edificios, pocos clientes. Pocos que compraban mucho. Eran pocos los que tendríamos que ejecutar. El plan era sencillo. A cada uno de esos clientes gustosos de esa arquitectura, compradores para especular, para contaminar, los llevaríamos a las terrazas y con seductoras artimañas, les quitaríamos los oxigenadores último modelo y los arrojaríamos al vacío. Bueno, a la calle. ¿Llegarían vivos desde un piso veinte o treinta hasta la vereda privados del aparato? ¿Y qué pensarían los transeúntes al ver una lluvia de hombrecitos y mujeres cayendo sin los paragüitas del cuadro de Magritte?

Comenzamos nuestro plan desde el primer día. Serafina arrojó a cuatro señoras muy compuestas, y, sin ser vista por ninguna cámara, a la mañana siguiente, donó los cuatro oxigenadores al grupo de vecinos solidarios.

Yo hice lo mismo con unos compradores. Eran cinco. Eran idénticos y estaban en cinco edificios distintos. Eran pelados y parecían bobalicones. Más bien, diría que hablaban mucho, y que parecían bovinos con millones de dólares. Repito, eran tan parecidos, que, seguramente, serían el mismo individuo bajo efecto de clonación. No sé, Les robé el oxigenador y los empujé. Nunca sabré si murieron en el aire o por el golpe. No sé. No quiero saberlo. Los cinco estaban entusiasmadísimos con esos departamentos sobre pisos tan altos. Pero no pudieron.

Rescatamos a cinco personas pobres que agonizaban en el parque Las Heras.

Y Adelaida, la más conversadora, pudo arrojar a siete en un solo día y así rescatar a más.

Pero, por supuesto, tuvimos que huir. Tomamos unos trenes que tardaron seis días en llegar a nuestra querida provincia. Yo me había llevado, lo confieso, unos oxigenadores que tuve que robarle a una compradora. Sólo para un tramo del viaje. No me acuerdo en qué provincia lo tiré. En Chubut, quizá.

Ahora estamos prófugas y felices con el aire a nuestra disposición. Pero vamos a volver. A volver para liberar la ciudad.

Y plantar más de un parral.

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