El paraíso exportador de los libertarios a base de litio, petróleo, soja y demás deudos, con esta distribución del ingreso contraria a los trabajadores es un enorme fiasco.
Argentina no es ni Australia, ni Canadá ni los Estados Unidos aunque paga salarios bajos.
Rehacer los ingresos hechos pelota de los trabajadores argentinos es un imperativo tanto ético como económico. Sin el concurso de lo segundo, honrar lo primero no sería posible. Es más, si como se dice en la calle –con toda sabiduría e interpretando el real funcionamiento de la economía haciendo frente a los puros mitos reaccionarios– si no hay plata en el bolsillo de la gente, la cosa no se mueve. Y a mediano y largo plazo esa recomposición al alza es el núcleo del crecimiento económico y la democracia.
En el sistema económico en que vivimos se produce en función de las ventas preestablecidas reales o esperadas. Todas las determinaciones vienen de la desembocadura del río. En lugar de ser un aumento en la producción el que hace posible el aumento del consumo, es un aumento previo en el consumo el que estimula la producción.
El paraíso exportador que promueven los libertarios a base de litio, petróleo, soja y demás deudos, con esta distribución del ingreso totalmente contraria a los trabajadores deviene en un enorme fiasco. Porque una economía nacional sólo puede materializar los ingresos externos recibiendo una cantidad equivalente de mercancías del exterior, ya sea destinada al consumo final (improductivo) o a la inversión (consumo productivo). Ambas formas implican la existencia previa de poder adquisitivo dentro del país receptor. Tras los shocks petroleros de 1973 y 1980 los ciudadanos, los países árabes y algunos otros, no se volvieron más ricos.
Con el tiempo, estos países no obtuvieron nada de las enormes pilas de dólares, sino acreditaciones perpetuas en los libros de los bancos y un montón de notas de crédito que se usaban y usan para comprar acciones y bonos en Wall Street. Cuando se invoca que eso sucede por falta de una estructura adecuada para procesar esos enormes fondos en función del desarrollo propio, no son más que palabras. Palabras para explicar la falta de mercado interno. Por lo tanto, la falta de ingresos internos suficientes. Por lo tanto, la falta de salarios suficientemente elevados.
En términos generales, por esa existencia previa del poder de compra suficiente, es que se explica que exactamente así fue cómo ocurrió el desarrollo extraordinario de los Estados Unidos entre los siglos XVIII y XIX. También –en una menor medida– el de Canadá. Y el de Australia. Este último país ha despertado la curiosidad de muchos economistas argentinos. Emprendieron estudios para preguntarse por qué la Argentina no es Australia, si en la estructura productiva somos similares. Los estudios son un entrevero que no llevan a ninguna respuesta. La hibridez neoclásica es un opio. Eso sí, ninguno registra que previamente Australia pagaba salarios mucho más altos que Argentina. El colmo del ridículo lo hizo el macrismo, que destinó hasta un sector de la burocracia del Estado para trazar la ruta que nos lleve a Australia, con el objetivo de consolidar los salarios argentinos a la baja. Tilinguerías.
En el siglo XVIII y hasta casi finales del siglo XIX, Norteamérica era una nación típicamente subdesarrollada. El trabajo allí era doblemente costoso. Primero, porque los salarios eran considerablemente más altos que en Inglaterra. Segundo, porque la calidad de la mano de obra era particularmente baja. Paradójicamente, sin embargo, no fue a pesar sino debido a los altos salarios y la baja calidad de trabajo que el país se desarrolló. No lo hizo a través de los términos de intercambio. Fue mediante la afluencia de hombres y capital y, sobre todo, de la americanización de este capital debido a la ampliación del mercado y finalmente a la canalización de estas inversiones en equipos que ahorraban mano de obra precisamente para amortiguar el efecto del alto costo y la baja calidad de la mano de obra disponible. Así se ponía en marcha la gran ola de mecanización y automatización en la que se basó el despegue estadounidense.
Los ideólogos del despegue
Esa práctica social fue recogida por el conocimiento sistematizado y lógicamente dispuesto. Es particularmente curioso observar cómo, tanto en la academia económica ortodoxa como en la heterodoxa, se pasa por alto el estudio de los debates teóricos estadounidenses del siglo XIX, a pesar de la importancia crítica de este período en la industrialización de la que hoy es la potencia dominante. Estos debates, centrados en aspectos clave como los salarios, dieron origen a lo que se conoce como la “Escuela Americana de Economía Política” o “Doctrina de los Salarios Altos”. Una línea de pensamiento que, aunque con raíces en Alexander Hamilton y reflejos en las ideas de Benjamin Franklin, fue fundamental en la conformación de sistemas económicos enfocados en mantener altos salarios.
Tan pronto como 1783, justo después de ayudar a negociar un tratado de paz con Gran Bretaña que puso fin a la Guerra de Independencia, Benjamin Franklin escribió un ensayo titulado “Reflexiones sobre el Aumento de los Salarios, que será ocasionado en Europa por la Revolución Americana”. Este texto no solo representaba un ataque deliberado y exhaustivo a las ideas de libre comercio de economistas vinculados a la Compañía Británica de las Indias Orientales. También reflejaba una profunda preocupación por establecer condiciones de empleo adecuadas en el recién independizado Estados Unidos.
Franklin sostenía que los salarios no deberían medirse únicamente en términos monetarios, sino por la cantidad de provisiones, ropa y otras mercancías que los trabajadores podían adquirir con su remuneración. En cuanto a la relación de éstos con el comercio y la productividad, señalaba que “[Algunos creen] que aumentar la tasa de salarios elevaría el precio de los productos de la tierra y especialmente de la industria, que se venden a naciones extranjeras, y así la exportación y las ganancias que surgen de ella se verían disminuidas. Pero este motivo es a la vez cruel e infundado. (…) Desear mantener baja la tasa de salarios, con el objetivo de favorecer la exportación de mercancías, es buscar hacer miserables a los ciudadanos de un estado, para que los extranjeros puedan comprar sus producciones a un precio más barato; es, a lo sumo, intentar enriquecer a unos pocos comerciantes empobreciendo al cuerpo de la nación”.
El inventor del pararrayos, que ilustra con su cara los billetes de 100 dólares (los que más circulan en el mundo según los entendidos en estos asuntos) avanzaba con una mirada estratégica y muy perspicaz y señalaba que “altos salarios atraen a los trabajadores más hábiles e industriosos. Así, el artículo se fabrica mejor; se vende mejor; y de esta manera, el empleador obtiene un mayor beneficio, que si disminuyera el pago de los trabajadores. Un buen trabajador estropea menos herramientas, desperdicia menos material y trabaja más rápido que uno de habilidad inferior; y de esta forma las ganancias del fabricante se incrementan aún más [sin mencionar que la] perfección de la maquinaria en todas las artes se debe, en gran medida, a los trabajadores”. Y remataba con que “la baja tasa de salarios no es la causa real de las ventajas del comercio entre una nación y otra; sino que es uno de los mayores males de las comunidades políticas”.
La preocupación por los salarios y el bienestar de los trabajadores continuó como parte de la tradición de pensamiento en el norte industrial contando con reputados personajes como Abraham Lincoln, siendo Henry Carey su principal asesor económico. Carey tenía en Peshine Smith un colaborador importante y Smith sin apartarse una ápice de la visión antecesora de Franklin explicaba –a mediados del Siglo XIX– que [El Sistema Americano de Economía Política se basa] “en la creencia de que, para abaratar el trabajo, el trabajador debe estar bien alimentado, bien vestido, bien alojado, bien instruido, no solo en los detalles de su oficio, sino en todo conocimiento general que de alguna manera pueda serle útil. Todo esto le cuesta dinero al empleador y le retribuye con intereses”.
Tan radicalmente distintas eran las discusiones en los Estados Unidos en el contexto de la lucha contra la esclavitud y el surgimiento del movimiento obrero en el siglo XIX que líderes laborales y reformistas sociales comenzaron a usar el término “esclavitud asalariada” (wage slavery) para describir la situación de los trabajadores que, a pesar de no estar físicamente encadenados, se encontraban en una posición de dependencia y vulnerabilidad económica extrema. Según esta visión, para hacer que el trabajo asalariado fuera compatible con la libertad, se argumentaba que debía ser una condición temporal en el camino hacia la independencia económica. Lincoln, y su criatura, el Partido Republicano (en aquel entonces representante del industrialismo, y en estos días y desde Trump volviendo a esa tradición), defendía firmemente la idea de que la posibilidad de ascenso social y económico era lo que hacía que el sistema de trabajo libre del Norte fuese superior al sistema esclavista del Sur.
Repercusión mundial
La difusión de estas concepciones superó ampliamente los límites geográficos de Estados Unidos, encontrando eco en diversas partes del mundo. La influencia en Japón llegó de la mano del ya citado Erasmus Peshine Smith. Fue el primer norteamericano en ser contratado por el gobierno del Mikado para asesorar en la Reforma Meiji. Cabe consignar que la peculiar estructura social y política japonesa no quiso avanzar hacia esas ideas igualitaristas, pero se tomaron en serio la mecanización. De resultas de este proceso, Japón hacia 1930 era una nación muy tecnificada y muy pobre, aunque sus trabajadores vieran elevado su nivel de vida en comparación de la mísera subsistencia agrícola de la que provenían. La restauración Meiji logró que en vez de exportar capital (al no tener oportunidades internas de inversión por falta de consumo) el sueño de un Japón imperial alentara a los otrora señores feudales a reinvertir en lo único que tenía sentido: tecnificación. Pearl Harbor, como los grandes acontecimientos de la historia no nació de un repollo, no fue un punto de partida, fue un punto de llegada.
En Argentina, la figura de Vicente Fidel López se erige como un destacado seguidor de esta escuela. A través de su influencia, estas teorías impactaron en figuras políticas notables como el presidente Carlos Pellegrini, del que fue Ministro de Hacienda. Posteriormente, y mediado por la influencia de Friedrich List, quien vivió en Estados Unidos durante siete años, estas ideas resonaron en Alejandro Bunge y otros economistas políticos tempranos de Argentina, quienes subrayaron la necesidad de industrializar el país.
Estos ejemplos ilustran claramente la influencia y el impacto global de la Escuela Americana, especialmente en lo que respecta a sus postulados sobre los salarios y el desarrollo económico. Cuando a fines del siglo XIX se dieron los grandes aumentos de salarios en lo que hoy son los llamados países desarrollados, esta doctrina antes de desaparecer del mapa fue una importante justificación para los que querían dar ese paso dentro de la democracia burguesa.
En 1884, el entonces Secretario de Trabajo de los Estados Unidos, Jacob Schoenhof, escribía que: “No es reduciendo los salarios que los Estados Unidos están logrando sus conquistas, sino por su superior organización, mayor eficiencia laboral como consecuencia del más alto nivel de vida que rige en el país (…) Los países con mano de obra cara están ganando en todas partes a los países con ‘mano de obra pauperizada’.” La universalización –entre los varones– del sufragio en los países que luego fueron desarrollados hizo el resto.
La reversa argentina
Si la llave del poder nacional está en el alto nivel de salarios, se entiende que los intelectuales orgánicos del mundo desarrollado hablen de otra cosa y esta doctrina esté en el más oscuro olvido. Las multinacionales norteamericanas al querer avanzar con los bajos salarios chinos no hicieron sino despertar al gigante dormido.
En la Argentina contemporánea, se observa una marcada escasez de defensores del aumento de salarios. Predomina la inconfesable visión de que los salarios son excesivamente altos. Guido Di Tella, al menos tenía la honestidad de predicar la necesidad de bajarlos con todas las letras. El resto se hacen los osos.
Aunque se evita a menudo una discusión directa sobre el salario en sí, aquellos que proponen deprimir el poder adquisitivo de los trabajadores suelen apelar a la necesidad de un tipo de cambio “competitivo” o “alto”. En realidad, esta postura encubre un argumento a favor de salarios bajos en términos de dólares. Quizás esta situación tenga mucho más que ver con el estado actual de cosas, que un loco suelto, esa broma pesada de la astucia de la Razón.
Sencillito y de alpargatas. Muy didáctico y fundamentado. Considero que la influencia de los altos salarios para el desarrollo, sobre todo industrial, debiera ser el ariete para penetrar las mentes de mucha dirigencia política y sobre todo empresarial, aún en el sector Pyme que insisten en las propuestas de bajos salarios. Los empresarios sobre todo, no perciben que con esa postura, están minando sus posibilidades de buenos resultados. Macri empresario sostuvo: Hay que bajar los costos, y los salarios son un costo.