Milei no sería el troglodita primario que casi siempre parece ser, con toques ridículos claramente disruptivos en asuntos no esenciales, sino un vocero orgánico de una nueva etapa de la concentración económica a escala mundial. Su “economicismo” estaría así funcionando como un cobertor de mecanismos de hegemonía que se expresan más allá de los negocios en los entramados de la política mundial.
La simplificación del debate no siempre va a lo esencial. Es una forma de eludir la complejidad de lo real que, lejos de ser una evasión inocente, se utiliza para manipular las fuerzas en juego. Descubrir dónde está el eje de las principales cuestiones que se plantean en la vida política es una condición esencial para ir a su encuentro y proponer soluciones que mejoren las concretas condiciones de vida y cultura de una sociedad nacional. La distracción es un arma que se utiliza para instalar la confusión y la respuesta que corresponde es sacar a la luz sus mecanismos exponiendo en primer plano las cuestiones principales de cuya resolución depende consolidar un camino de expansión y creciente equidad.
El mercado, su idealización como el elemento organizador de la sociedad, es para Javier Milei el núcleo de su propuesta política y por lo tanto el eje de su construcción publicitaria. Lo define como “El un mecanismo de cooperación social donde se intercambian voluntariamente” (se entiende que bienes y servicios, no explicitados). Definición que deja de lado las relaciones sociales vitales y primarias para presuponer que existen agentes “libres” en condiciones de pactar acuerdos mutuamente beneficiosos. Es decir, se parte de abstracciones: individuos que actúan en interacción según su interés propio y en pleno ejercicio de su independencia y voluntad. Llamar a eso “mecanismo de cooperación” parece excesivo.
La investigación histórica y paleontológica ha mostrado la importancia de los sistemas simbólicos y de creencias que establecían notables diferencias entre los primeros grupos humanos cuyos restos se han ido estudiando con todo rigor a medida que van apareciendo los restos de las primeras comunidades de homínidos. Esta verificación establece, desde el origen mismo de la sociedad, que la supervivencia material –comida y defensa- está íntimamente vinculada a factores culturales y políticos y en modo alguno pueden ser reducidos a los intercambios entre clanes diferentes y entre los propios miembros de un grupo constituido. Con el avance cultural, social y tecnólogico ocurrido desde entonces esos subsistemas, lejos de perder importancia, se han sofisticado de modo exponencial.
Interpretación lineal
Pese a la reiteración de Milei respecto de que sus ideas se apoyan en “la evidencia empírica” esta condición no se verifica en la práctica y sus interpretaciones históricas son elementales y muy rústicas, trazando directrices genéricas que no explican los datos que invoca, por ejemplo, el crecimiento relativo del producto desde la antigüedad al siglo XIX para señalar su aceleración a partir de la revolución industrial, tomando apenas dos variables: el producto y el crecimiento de la población, y su conexión: el PBI per cápita, francamente insuficiente como indicador. No obstante esa invocación universal, que se supone concierne al conjunto del género humano, Milei denuncia las amenazas que se ciernen sobre Occidente, una omisión curiosa de dos tercios de la comunidad humana.
A grandes trazos se refiere a la expansión que trajo la mundialización del sistema capitalista al cual define como la instalación de la libertad, luego cercenada –nos dice- por regulaciones establecidas por los intereses corporativos y la voracidad estatal. Ignora olímpicamente que ese proceso se registró en el marco de la dominación colonial donde la presencia estatal fue determinante, sin perjuicio de que existieran compañías privadas protegidas que ejecutaran las acciones extractivas mediante trabajo esclavo y semiesclavo. Nada de intercambios voluntarios como factor predominante de la evolución económica y social. No es una omisión menor sino una interpretación deliberadamente falsa de los fenómenos que se invocan.
Un trasfondo político
Un relato que impresiona por su incoherencia y fragilidad, pero que se expresa con una suerte de vehemencia dogmática que suena cuasi religiosa (ver nota de Jorge Landaburu en esta misma edición). Se trata de afirmaciones rústicas sostenidas por denostación de adversarios a quienes se les carga la responsabilidad del atraso y la miseria.
Así, la historia económica mostraría una suerte de ley de “rendimientos crecientes” conforme se afianza la competencia y se amplía la producción. Una confrontación abierta y meramente enunciativa con la ley de los rendimientos decrecientes del capital, largamente estudiada y descripta por la ciencia económica.
Se invoca una disminución de la pobreza que no resiste un debate serio cuando se analizan los casos reales, país por país, y se omite explicitar el criterio ideológico de base y a Friedrich Hayek como su autor primigenio, para quien la desigualdad era una condición necesaria para la acumulación de capital, lo cual debía promoverse por todos los medios posibles (Camino de servidumbre, Rouledge Press, Chicago, EEUU, 1944) eliminando regulaciones de todo tipo.
Entre los culpables del retroceso que según Milei significa la instalación del estado de bienestar en la segunda posguerra, enumera a la variantes colectivistas: “comunistas, o socialistas, socialdemócratas, demócratas cristianos, neokeynesianos, progresistas, populistas, nacionalistas o globalistas” pero centra su ataque en la que considera hoy su principal enemigo: la economía neoclásica, quizás porque es lo que más se le parece. No hay en ello una casualidad ni un capricho, puesto que los “principios” neoclásicos son invocados hoy con harta frecuencia en la determinación ideológica de las corrientes dominantes de los negocios a escala mundial y las acciones de los organismos multilaterales que intentan establecer las “buenas prácticas” de las que dependerían los avances sociales y económicos concretos.
Como de lo que se trata de “ordenar” es competencia monopólica en términos reales, los “neo” clásicos se ocupan de regulaciones del comercio que favorezcan la consolidación y expansión de ese circuito fuertemente establecido a escala mundial con la creciente y sólida competencia que le plantea la expansión china, también monopólica y fuertemente apoyada por políticas estatales dictadas por el Partido Comunista. Como los neoclásicos invocan al mercado frente a esa competencia, de manera genérica y un tanto laxa, Milei los corre por el lado libertario: dado que para él los monopolios no existen (una operación de prestidigitación que recuerda a Álvaro Alsogaray) toda regulación del comercio atenta contra la libertad, la prosperidad, la equidad y la justicia. De allí que los neoclásicos sean su blanco obligado y prioritario, contra lo que podría pensarse en un plano axiológico donde los antagonismos se centrarían ante otras vertientes doctrinarias.
Dedica a esa polémica buena parte del discurso de Davos, con eje en que los llamados “fallos del mercado” a los que considera intervenciones distorsionadoras de los estados estableciendo legislaciones y los intereses de quienes, amparados por regulaciones que los favorecen, condicionan la “libre” competencia. Cabe plantear entonces la hipótesis de si ese ataque a las “regulaciones”, la mayor parte de ellas pactadas en organismos multilaterales como la OMC y otras en acuerdos comerciales entre países u organismos, no son en realidad sino obstáculos a la libre circulación de capitales, por encima de las transacciones de bienes que sólo les sirven de base material. Una aplicación actual de viejos enunciados que nunca tuvieron existencia real.
De este modo, Milei no sería el troglodita primario que casi siempre parece ser, con toques ridículos claramente disruptivos en asuntos no esenciales, sino un vocero orgánico de una nueva etapa de la concentración económica a escala mundial. Su “economicismo” estaría así funcionando como un cobertor de mecanismos de hegemonía que se expresan más allá de los negocios en los entramados de la política mundial.
Su embestida contra China como país “comunista” claramente implica un alineamiento con la hegemonía “occidental” que establece las finanzas estadounidenses y sus aliados como eje de preeminencia a escala global. El carácter arcaico de su reivindicación del mercado expresaría, así, menos que una visión nostálgica en clave utópica una muy concreta palanca disciplinaria de lo que puede pensarse hoy y que no. Sin debate, porque denostar al contrario en las ideas no tiene nada que ver con la confrontación y el intercambio inteligente sobre datos y hechos que en definitiva configuran “lo real” fuera de las intenciones de los contendientes. Una ética del debate honesto presupone una verdad externa a las intenciones y preferencias de los polemistas que hace interesante la confrontación y el diálogo sincero.
El “economicismo” de Milei no es siquiera un enfoque económico, que por definición es también social. Es una abstracción ideológica, un relato que como tal encubre y justifica realidades de poder existentes y en lucha. En esa condición manipuladora el concepto de “verdad” (con las sucesivas aproximaciones que requiere cuando se trata de fenómenos complejos) se relativiza mucho, por no decir que se desvanece.
Los núcleos de creencia
Veamos ahora otros enunciados, empezando por “la libertad económica, el gobierno limitado y el respeto irrestricto de la propiedad privada son elementos esenciales para el crecimiento económico”. Estimado lector: no busque coherencia entre estos reclamos, porque no la hay. Veamos con un poco más de detalle. Libertad económica supone que no hay regulación, sea mucha o poca. Cada cual produce lo que quiere y cada otro lo adquiere o no según sus ganas o necesidades. Así, quien disponga de una habilidad o recurso podrá desplegar su oferta, al menos hasta que otro más eficiente lo haga un precio más bajo y dando por sentado que todos los agentes tienen la misma información al mismo tiempo y sin restricciones geográficas, como mínimo.
La palabra clave –competitividad-, a poco que se la quiera ver funcionando encuentra rápido sus límites: cuando, donde y como parecieran confabularse inmediatamente para no dejarla brillar como debiera. O sea el conjunto de condiciones espacio temporales bajan rápidamente a tierra los dibujos de pizarrón. Considerada en cambio en términos proyectuales, aparece como virtuosa cuando es una característica del conjunto de la economía frente a otras que intercambian entre sí. Pero ya no sería resultado de decisiones individuales sino de políticas adecuadas, por ejemplo crediticias y cambiarias, que a su vez se contradicen con la proclama del “estado mínimo”. Ese es, con todas sus particularidades nacionales y culturales el camino que han recorrido los países avanzados, a quienes Milei viene a advertir que han caído en manos de peligrosos “colectivistas”.
Así de “esenciales para el crecimiento económico” esos enunciados pasan a la condición de aspiración o reclamo típico de oradores y analistas, ya que los empresarios reales se adaptarían velozmente a las condiciones reales del mercado y operarían en él siguiendo criterios bien prácticos de búsqueda de rentabilidad, en los términos que realmente existan.
La propiedad, esa adorada condición
El “respeto irrestricto” a la propiedad es un llamador clásico que en cuanto es sometido a un somero análisis empieza a mostrar su complejidad. Para los profetas libertarios todo impuesto es un robo, tanto como para el anarquista Proudhon lo era la propiedad misma. Va de suyo que los anarcos capitalistas no se orientan por esa línea y, clarito, defienden la propiedad… de quien la tiene, lo cual es muy razonable cuando se trata de conseguir apoyos dinerarios.
El sistema capitalista no apareció íntegro de un día para otro, fue resultado de un largo proceso de tensiones y apropiaciones con sucesivos acuerdos políticos.
La consagración de la propiedad privada como bandera y principio de organización social, aunque se había desenvuelto materialmente en el Reino Unido y otros protagonistas de la expansión comercial, en particular los Países Bajos, ocurrió con la Revolución Francesa, que inauguró un proceso de concentración de la propiedad nunca visto antes durante el régimen feudal y la transición monárquica de consolidación de los estados nacionales en Europa. Hubo que arrebatársela al rey (y en el Reino Unido, tras la Carta Magna, debió pasar previamente por las expropiaciones de los bienes de las órdenes monásticas) para que empezara a funcionar como factor dinámico de la producción. Su sacralización era indispensable para que los procesos de restauración monárquica no volviesen atrás en ese “avance” clave para la transición del capitalismo mercantil al industrial y colonial.
Como el celibato, la propiedad privada no es un principio dogmático sino de conveniencias, muy funcionales por cierto. La propia Iglesia Católica le fijó los límites: sólo es legítima en función social. El libertarismo le dio una vuelta de tuerca para hacerlo digerible: su uso libre beneficia al conjunto social, afirmación insostenible en el plano conceptual y empírico, pero muy eficaz para consuelo de los propietarios e indiferente para quienes no lo son.
Con la sofisticación de las herramientas para expresar el capital, que se corresponde a la actual etapa dominada por las finanzas, la antigua propiedad fundiaria está en conflicto desde el Medioevo con la propiedad comunal y el burgo. No es casual que hoy se la defina como aquella posesión que puede ser objeto de imposición.
Por antigua que parezca, en la Argentina de hoy, funciona como una creencia muy arraigada, al punto que aún aquellos que hacen fortuna en artes diversas, santas y no santas, en cuanto pueden se compran un campo bien surtido que los tranquiliza mucho y los hace sentirse señores respetables. (Por favor, allí, un psicoanalista, por favor, pediría Alfonsín desde el balcón si estuviese vivo).
Hay una paradoja no explicada por el mercado y su anhelada transparencia: la hectárea de campo en la zona pampeana más fértil vale siempre más que su rendimiento económico presente, proyectado y/o histórico. ¿Será esto para Milei una falla del mercado, muy a pesar suyo dado que ha decretado que tales fallos no existen?
Un silogismo forzado
Otra afirmación rotunda pronunciada en Davos: “si se adoptan medidas que entorpecen el libre funcionamiento de los mercados, la libre competencia, los sistemas de precios libres, si se entorpece el comercio, si se atenta contra la propiedad privada, el único destino posible es la pobreza.” Milei no es el único en hacer uso obsceno de la pobreza en la Argentina, es un recurso ampliamente utilizado por tirios y troyanos, y aplicado como arma arrojadiza contra el adversario.
Pero en su caso, que es el que analizamos aquí, es especialmente grave puesto que se trata de la palabra de un jefe de estado con un amplio respaldo electoral. No hay modo de relacionar seriamente las políticas “intervencionistas” con el aumento de la pobreza salvo por el recurso argumental de que el intervencionismo torpe desalienta la ampliación de la producción, lo cual tiene un principio de razonabilidad que no es toda la verdad, porque en el contexto y evolución de la economía argentina lo que se constata es un desaliento general a la inversión productiva justamente por carecer de un horizonte expansivo. Así, la renta se transforma en atesoramiento y no existe ahorro que un sistema eficaz de movilización de recursos transforme en ampliación del capital instalado y con ello en multiplicación de las oportunidades laborales, estableciendo una sólida tendencia hacia el pleno empleo que es el mejor estímulo para el aumento del salario real.
La pobreza estructural de la Argentina es el resultado de la sustracción de recursos del circuito de producción e intercambio que no encuentras razones para asumir riesgos que en otras condiciones si aparecerían. De este modo, y estando en situación precaria –no ya indigencia- al menos la mitad de la población, se justifica reclamar algo más de seriedad en la invocación del problema, de lejos en más grande desafío que enfrentamos.
No es algo exclusivo de Milei, porque ese recurso casi nadie deja de utilizarlo, e implica un menosprecio directo a los compatriotas que se encuentran en situaciones de pobreza. Alguna reacción deberá darse en algún momento de toma de conciencia al respecto.
Sobre la justicia social
Al mismo tiempo declara “héroes” a los empresarios que se animan a producir y ofrecer bienes en el mercado, Milei ataca el concepto de justicia social.
Lo dice así: “dicen que el capitalismo es malo porque es individualista y que el colectivismo es bueno porque es altruista, y en consecuencia bregan por la ‘justicia social’.” Y agrega luego: “el problema es que la justicia social no sólo no es justa sino que tampoco aporta al bienestar general”. No explica, condena. Y es una reacción bastante lógica, porque si propone exactamente lo contrario, que el individualismo es bueno y el colectivismo (o sea todo lo demás fuera de su libertarismo) malo, no puede aceptar en modo alguno ninguna aproximación al concepto de Justicia Social porque no es un principio compatible con el de todos contra todos que encubre su elogio de la competencia y que, en palabras que cita de Benegas Lynch se resumen en que “solo se puede ser exitoso sirviendo al prójimo con bienes de mejor calidad o mejor precio”. Para reduccionismos, este es el modelo perfecto.
La justicia social no es principio compatible con el economicismo de Milei, explicitado en la clarísima reducción de Benegas Lynch, porque justamente tiene en cuenta otras dimensiones sociales y culturales que parten de asumir la existencia de desigualdades incompatibles con una convivencia civilizada. Milei proclama que todos los hombres nacen libres, invocando a Dios, pero no asume que no lo son en cuanto empiezan su periplo vital, a contar del mismo instante en que empiezan a vivir en distintos medios sociales. Otra manipulación, de la que el invocado (Dios) tal vez le pida cuentas, pero eso no podemos saberlo por ahora.
La idea misma de justicia se vuelve abstracta si se referencia a individuos genéricos, modelos ideales que no vemos en la realidad cotidiana. Si no vemos a las personas concretas, en su condición real, mal podremos considerarlos semejantes a los que es preciso tener en cuenta de modo tangible, cuerpo a cuerpo.
Al despreciar la vida comunitaria y sus desigualdades se desdibuja también la noción de Patria como albergue de un conjunto unido por lazos más profundos que las transacciones económicas. El “patriotismo” de los anarco capitalistas rezuma hipocresía.
Tal vez si consideramos que el patriotismo es la forma política del amor al prójimo, podremos superar este reduccionismo economicista que despegue el acceso a los bienes de toda otra consideración humana. Por algo Santo Tomás, en el siglo XIII, enseñó que el uso de los bienes materiales es indispensable para el ejercicio de la virtud, estableciendo prioridades que aún hoy nos interpelan.