¿Hasta dónde la exacerbación de la antinomia política-antipolítica le seguirá otorgando una base amplia de apoyo al presidente Milei para ejecutar un programa cuyas medidas afectan a la inmensa mayoría del pueblo argentino? Es difícil saberlo, aunque sí parece previsible que por este camino los conflictos no harán otra cosa que profundizarse.
Los conflictos y las tensiones son inherentes a la política. La formación y la elección de la antinomia principal que sirve para estructurar la polarización y su consecuente imposición como ordenadora del escenario político, es, como se sabe, esencial no solo para definir el territorio simbólico de la confrontación. También para subsumir y estructurar bajo ese “paraguas general” el resto de los conflictos que dividen las aguas.
Todo -o casi todo- se interpreta a partir de la polarización que representa la antinomia dominante, siempre que ésta siga ocupando en la percepción de las mayorías ese lugar primordial y excluyente.
De allí que, desde cierto ángulo, puede afirmarse que el juego de las antinomias que ocupan ese lugar excluyente no deja de ser engañoso, en la medida que tienen el efecto de simplificar toda la complejidad de los problemas que debe afrontar el país para encontrar un rumbo cierto que lo encamine hacia la salida de la crisis y su recuperación económica y social.
Milei, en su huida hacia adelante, está forzado a seguir con su cruzada contra “la casta” porque, como se sabe, su posición se alimenta de la antinomia política-antipolítica. Ése es el eje de su polarización. Establece la divisoria de aguas que le es funcional para imponer a marcha forzada su política de shock y ajuste.
Pero, como se viene observando desde el inicio mismo de su gobierno, la exacerbación del conflicto elegido por el presidente para concitar el apoyo del sector de la población donde más ha calado el sentimiento contrario a la política (aun de aquellos afectados por las propias medidas de su plan económico), tiene el efecto de producir daños colaterales que agravan todo el cuadro. Por ejemplo, envileciendo la vida institucional.
¿Hasta dónde la exacerbación de esa antinomia le seguirá otorgando una base amplia de apoyo al presidente Milei para ejecutar un programa cuyas medidas afectan a la inmensa mayoría del pueblo argentino? Es difícil saberlo, aunque sí parece previsible que por este camino los conflictos no harán otra cosa que profundizarse.
Las antinomias y su base real
Es habitual que las grietas políticas siempre se presenten a través de oposiciones polares. Así, conforman una relación antagónica entre extremos que se repelen y excluyen mutuamente. Sin embargo, al mismo tiempo, cada extremo cobra su significado sólo en función de su opuesto. De allí que, del mismo modo que se excluyen, forman a la vez una unidad indisoluble. ¿En qué medida reconocen una base real estas antinomias que, en distintas etapas de la vida democrática, han dominado el escenario?
En el caso de la antipolítica, no puede omitirse el hecho de que la reacción social contra la política tiene como antecedente el prolongado desarrollo de campañas sistemáticas que, partiendo de casos reales o figurados, se ocuparon de machacar, una y otra vez, con mensajes que tienen el propósito de negativizar a los políticos y a la política. Es algo que puede constatarse simplemente leyendo portales de noticias, escuchando programas de radio y mirando algunas cadenas noticiosas, con todo su correlato de influencias en el territorio digital.
La negativización está especialmente dirigida a estigmatizar a los dirigentes nacionales – políticos, sociales y sindicales – y a los partidos, especialmente al peronismo. Son los que, aun con errores, reúnen la capacidad de aglutinar fuerzas para poner freno al vendaval libertario y de ese modo defender el interés nacional.
Las campañas lograron echar raíces en amplios sectores de la población, comenzando por la clase media: política es igual a corrupción, política es igual a privilegios, política es igual a enriquecimiento, política es igual a clientelismo, política es igual narcotráfico, política es igual a delincuencia. Y así podríamos enumerar, casi hasta el infinito, el diccionario de negatividades.
Ahora bien, si nos detenemos a analizar, aunque sea en sus grandes trazos, los 40 años de democracia, salta a la vista que la antinomia que en cada etapa funcionó como la gran divisoria de aguas guardó una estrecha relación con las condiciones objetivas de cada momento.
Dicho de otra manera: aunque la imposición del eje en torno al cual se construye la polarización dominante es el producto de una lucha política que incluye de una manera cada vez más influyente las disputas que se desarrollan en el territorio comunicacional (medios y redes sociales), no puede afirmarse por ello que esas antinomias hayan sido implantadas en “forma artificial”. Más bien nacieron como reacción frente a las consecuencias de los procesos económicos, sociales y políticos que las precedieron, es decir, tuvieron una base real sin la cual difícilmente hubiesen podido adquirir la fuerza necesaria para transformarse en ejes centrales ordenadores de la polarización.
Breve repaso de las antinomias
La antinomia democracia-antidemocracia que sirvió de base para la llegada de Raúl Alfonsín a la presidencia tuvo como telón de fondo a la dictadura genocida que había impuesto a sangre y fuego la política liberal de José Alfredo Martínez de Hoz, con todas sus secuelas económicas y sociales, además de llevar al país a la guerra como un recurso utilizado por la cúpula militar que gobernaba el país para perpetrarse en el poder.
La fuerza que cobró la polarización democracia-antidemocracia y su permanencia en el tiempo, directamente proporcional al repudio social que despertaba la dictadura, le otorgó al entonces presidente radical (convertido en el símbolo de los valores democráticos) un consenso que se sostuvo durante buena parte de su mandato, a pesar del agravamiento de las condiciones económicas y sociales que terminaron en el default de la deuda externa en 1988 y la hiperinflación de 1989.
Para las amplias mayorías del pueblo la democracia representaba una bandera que iba más allá de la recuperación de las instituciones. Expresaba, al mismo tiempo, la búsqueda de justicia y la esperanza de encontrar el camino hacia la solución de la gravísima crisis económica heredada de la dictadura, cerrando las heridas sociales que, junto a la política represiva y la vulneración de los derechos humanos, había dejado el plan liberal de Martínez de Hoz: desindustrialización, desocupación, caída de los salarios, endeudamiento y destrucción de buena parte de nuestro tejido productivo.
Sin embargo, lejos de verificarse en los hechos, el contenido del slogan “con la democracia se come, se cura y se educa”, eje medular de la promesa de Alfonsín, fue paulatinamente perdiendo fuerza en tanto el curso de los acontecimientos demostraron que la recuperación de las instituciones democráticas no garantizaba, por sí misma, la superación de la herencia dejada por la dictadura en la economía, que incluida la introducción del país en el dispositivo perverso del endeudamiento externo que años después desembocó en la crisis de la deuda.
Pero, visto en perspectiva, parecería que la euforia que acompañó la recuperación de la democracia no contempló adecuadamente, en toda su dimensión, el desafío que significaba revertir en el modelo implantado por Martínez de Hoz. Por lo pronto no existió un programa consensuado por las fuerzas democráticas que se planteara cómo enfrentar la crisis y encaminar el país hacia el desarrollo.
Fue la etapa en la que, a medida que se agravaba la crisis económica y social, comenzó a circular la idea de la existencia de una “democracia formal” en contraposición a una “democracia real”, que para cumplir esa condición debía contemplar para las mayorías el acceso a derechos basados en las mejoras de las condiciones materiales a partir del desarrollo y el progreso social inclusivo.
El “salariazo” y la “revolución productiva” de Carlos Menem se presentaron como la respuesta frente a la profunda crisis que desembocó en la hiperinflación de 1989 y que forzó la entrega anticipada del mando presidencial por parte de Alfonsín. Así se estructuró una nueva polarización que funcionó como eje de la campaña de Carlos Menem. Además de basar su promesa en la recuperación del trabajo y la producción nacional selló su contrato electoral con el “no los voy a defraudar”, haciendo referencia elípticamente a la frustración de las expectativas que habían sido depositadas en la persona del presidente Alfonsín.
Ya instalada la preocupación sobre el eje de la economía, la antítesis de las hiperinflaciones fue la estabilidad, que Menem, luego de varios intentos fallidos, terminó capitalizando a través del Plan de Convertibilidad diseñado por Domingo Cavallo. Ese plan funcionó como el modelo opuesto al descontrol inflacionario y posibilitó, en lo político, estructurar una amplia base de apoyo al gobierno menemista, posibilitando su reelección en 1995.
Como lo han señalado diversos economistas, la Convertibilidad más que un programa económico fue un instrumento antinflacionario. Resultó efectivo para contener el aumento de los precios, pero a costa de conducir al país a la “paz de los cementerios”, es decir, sosteniendo artificialmente la paridad de 1 peso 1 dólar a través de la venta de activos públicos, el endeudamiento externo, la lluvia de importaciones y la consecuente desindustrialización y aumento exponencial del desempleo.
A tal punto funcionó la estabilidad como factor de consenso, alimentándose del trauma hiperinflacionario, que durante un extenso período amplios sectores de la sociedad aceptaron pagar el precio que significó el grave daño producido por la Convertibilidad en la actividad productiva y la pérdida de la condición laboral. Incluso, durante ese tiempo, la frivolidad y la sospecha de corrupción menemista no activaron la condena social que sí más tarde irrumpió intempestivamente cuando la crisis económica se había tornado socialmente insoportable, creando una atmósfera asfixiante en un país paralizado y empobrecido.
En ese contexto la nueva polarización se estructuró en base al antagonismo honestidad-corrupción, transformando en “carismático” a un Fernando de La Rúa que hizo campaña ufanándose de representar la contrafigura de la “fiesta menemista” bajo el slogan “Dicen que soy aburrido”.
El descalabro económico y social quedó, en esas circunstancias, subsumido en la nueva antinomia que dividía las aguas, y no en la política económica implementada bajo el signo de la Convertibilidad. El entonces candidato De La Rúa prometía sostenerla aun cuando ya era evidente que el estallido de la olla a presión provocado por el crecimiento vertiginoso de la deuda externa, junto al sostenimiento artificial del 1 a 1, era inevitable.
La explosión del modelo, sumergiendo a la sociedad argentina en una crisis inédita, puso al desnudo al conjunto de la dirigencia. Y si es verdad que detrás de cada frustración colectiva existe una esperanza o ilusión malograda, esta nueva crisis cristalizó en el severo daño que afectó, como nunca antes había sucedido, la relación entre “la sociedad” y “la política”. El “Que se vayan todos”, en un contexto extremadamente crítico, sintetizó tres grandes frustraciones que, en el terreno económico y social, marcaron la vida de los argentinos en tiempos de democracia: la de Alfonsín, la de Menem y la de la Alianza que llevó a De la Rúa a la presidencia.
Cumplidos casi 20 años de democracia, la antipolítica hacía su primera aparición en la escena pública, aunque que sin adquirir la profundidad y extensión de su expresión actual.
La recuperación de la esperanza
Una vez producido el derrumbe de la Convertibilidad, en medio de una profunda crisis institucional, el ciclo de recuperación se apalancó en el poder articulador de los gobernadores, con Eduardo Duhalde ocupando el sillón de Rivadavia. Mientras, comenzaba gradualmente a revitalizarse la actividad económica luego de la estrepitosa caída que trajo consigo la explosión del modelo que, ilusoriamente, prometía incorporar a la Argentina al Primer Mundo.
En ese contexto, el Menem que intentó volver a la presidencia para cumplir un tercer mandato se había transformado en el blanco de un repudio extendido en los sectores mayoritarios de la población. Lo consideraban responsable no solo de hechos de corrupción sino de la gravísima crisis económica que había llevado al país a la parálisis, al endeudamiento y al desempleo.
La opción cristalizada en la candidatura de Néstor Kirchner, que representaba la continuidad del proceso de recuperación iniciado por Duhalde, en contraposición a la opción menemista, canalizó el rechazo que, como reacción, provocaba la figura del ex presidente, aunque ésta no pudo ser expresada electoralmente en toda su dimensión como sí hubiera sucedido si el Menem candidato no hubiese desistido, como lo hizo, de presentarse al balotaje.
Desde el primer día Néstor Kirchner actuó como la antítesis de Menem y De la Rúa, poniendo en el centro de la escena el papel excluyente de la autoridad presidencial. Desde esa posición logró recuperar el papel insustituible de la política a través una acción de gobierno que lo llevó a restituir los lazos con los sectores más castigados por la crisis. No sólo les reconoció legitimidad en sus reclamos sino que se propuso reivindicarlos. Lo hizo a través de medidas de gobierno que los tuvieron como destinatarios directos, como sucedió con los docentes ni bien asumió la presidencia.
¿Cuál fue la antinomia que estableció la divisoria de aguas en esa nueva etapa? Kirchner confrontó con todo lo que simbólicamente representaba, en aquellas circunstancias, lo peor del pasado, despertando en amplios sectores -muy heterogéneos en su composición social política e ideológica- el sueño de reconstruir la Argentina y convertirla en “un país normal”. Fue una etapa de acelerada recuperación en el marco de un ordenamiento macroeconómico que, incluyendo los superávits gemelos, el fiscal y el comercial, volvía a poner el centro de gravedad en la inversión productiva y el trabajo y no en la especulación financiera.
Ese proceso de recuperación real de la economía, teniendo como telón de fondo la gran crisis de 2001, permitió construir, de hecho, una amplia alianza política y social que reunió a trabajadores, empresarios nacionales, movimientos sociales y sectores de la clase media que vieron renacer sus esperanzas.
Fue una fase expansiva que, no casualmente, permitió restablecer el valor positivo de la política al compás de logros palpables y mejoras en las condiciones de vida, restituyendo derechos, reduciendo el desempleo y, en general, recreando en amplios sectores de la sociedad la autoestima colectiva y la esperanza sobre el futuro, como quedó representado años después con los festejos del bicentenario de 2010, ya con Cristina Kirchner al frente de la presidencia.
Mientras el proceso de recuperación económica y social mantuvo su curva ascendente, la serie de tensiones y conflictos que se mantenían activos en un país que venía de sufrir la peor crisis de su historia, con el estallido del 2001, se desarrollaba en una dinámica positiva que proyectaba un horizonte de superación. Es decir, ningún conflicto de naturaleza social, política o ideológica tenía por sí mismo la fuerza para imponerse y alterar la unidad que prevalecía en el contexto de la recuperación del país.
Pero el éxito de la propia recuperación, que tenía como telón de fondo la crisis del 2001 y que se basaba, en buena medida, en la activación de la capacidad productiva ociosa existente, hizo que reaparecieran las viejas restricciones estructurales que históricamente encorsetaron el crecimiento e impidieron el desarrollo. A partir del 2011, la dinámica expansiva perdió vigor y sobrevino una etapa de administración de las restricciones, expresadas especialmente en el sector externo, que puso en evidencia aquellos límites, sin haber podido avanzar más profundamente en el proceso de sustitución de importaciones que le otorgara un mayor grado de autosuficiencia a la economía nacional, incluyendo el autoabastecimiento energético.
¿Existió una relación entre la pérdida de dinamismo del proceso económico y el posterior estancamiento, por un lado, y por el otro lado la irrupción de los conflictos que erosionaron buena parte de la amplia base social y política que le otorgaba sustentación al ciclo iniciado por el presidente Néstor Kirchner? Y si esto fue así, ¿cuál fue la respuesta que le dio la conducción política del campo nacional al debilitamiento de los lazos de cohesión que condujeron a la exacerbación de las tensiones y los conflictos?
La irrupción en un primer plano de la serie de antinomias que habían sido contenidas por la cohesión política y social que acompañó el proceso de recuperación fue consolidando las diversas grietas que terminaron, años después, por imponerse: corrupción-anticorrupción, estabilidad-inflación, empleo privado-empleo estatal, seguridad-inseguridad, junto a una diversidad de conflictos que dividían las aguas. Fue una etapa en la que se acentuaron de manera dramática las campañas que buscaron erosionar la política y que pusieron especialmente el acento en las denuncias de supuestos hechos de corrupción.
La antinomia kirchnerismo-antikirchnerismo, asociada al populismo-antipopulismo, fue en el terreno político la polarización que permitió llevar al gobierno a Mauricio Macri por una diferencia exigua, quien agitó la bandera del cambio. Aunque, en ese momento, cabe recordar, tuvo que reconocer en simultáneo al final de su campaña la necesidad de continuar con parte de las políticas implementadas por Cristina Kirchner.
Ya en el gobierno, Macri no solo no resolvió los problemas que impidieron sostener la dinámica expansiva de la economía sino que volvió a las recetas del neoliberalismo que terminaron reinstaurando el negocio de la especulación financiera y llevando al país a la toma de una deuda con el FMI que, por su magnitud, no tenía antecedentes históricos. El país, nuevamente, retrocedía y tomaba el rumbo que ahora Milei pretende llevar adelante a marcha forzada, con las consecuencias económicas y sociales que ya conocemos.
El fracaso de Macri y la frustración de las expectativas que había creado en amplios sectores de la población se potenció en un país nuevamente agobiado por el desempleo, el cierre de empresas, la reinstalación del problema de la deuda externa y el aumento de la inflación. La antinomia que llevó al Frente de Todos al gobierno, con la candidatura de Alberto Fernández y de Cristina Kirchner, tuvo como ejes tanto el rechazo a las políticas del macrismo, incluso en parte de la clase media que habían votado a Macri en 2015, como la expectativa positiva generada en los sectores más castigados por la crisis. Esa expectativa consistía en volver a la mejor etapa del ciclo kirchnerista, coincidente con la fase expansiva de la economía, con la recuperación del trabajo y las mejoras sociales que habían cambiado para bien las condiciones de vida de amplios sectores de la población.
Pero, como se ha dicho, el “contrato electoral” no se cumplió, especialmente se produjo un agravamiento de la crisis social con el aumento de la inflación y la pérdida de la capacidad adquisitiva del salario. Una nueva sensación de fracaso terminó por dañar aún más el ya deteriorado vínculo de la sociedad con la dirigencia.
Ésta es la historia de cómo cobró fuerza, como nuca antes había sucedido, la antinomia política-antipolítica, utilizada hoy por Milei en su intento por imponer otra vez, paradójicamente, las mismas recetas que ya fracasaron.
Pero la historia no enseña por sí misma. Sólo es muy útil para quienes se proponen estudiarla y aprender.