El Juicio a las Juntas contado en primera persona

El 9 de diciembre se cumplirán 40 años del juicio democrático a los comandantes de la dictadura. Los periodistas no suelen escribir en primera persona del singular, porque habitualmente ese “yo” no interesa. Pero aquí va una excepción. Granovsky cubrió el Juicio a las Juntas para el diario La Razón de Jacobo Timerman y esta vez quiso narrar esa experiencia.

Siempre pensé que mi tío Gregorio estaba loco. Cuando en 1977 una patota militar mató a mi primo Mario Lerner porque no se dejó secuestrar en la calle Don Bosco, pleno Almagro, el tío Gregorio y la tía Celina lloraron. Lloraron mucho. Pero muy pronto el tío tomó una decisión taxativa.

–Voy a averiguar quién mató a Mario y quién lo mandó secuestrar –me anunció.

–Tío, vos estás loco –le fuimos diciendo en la familia.

–Ustedes no entienden –replicaba–. Un día, en este país va a volver la democracia, y a estos asesinos los van a condenar. Quiero ayudar desde ahora a que eso sea posible.

Recordé ese diálogo el 29 de julio de 1985, cuando el tío Gregorio se acomodó en la silla de los testigos del Juicio a las Juntas.

Yo llevaba cinco años viviendo del periodismo y era uno de los que cubría el Juicio para el diario La Razón que dirigía Jacobo Timerman. También estaba Sergio Ciancaglini, y en la redacción nos editaban con rigor y cariño Luis Bruschtein y el Ruso Néstor Straimel.

Pero el día en que el tío Gregorio debía testimoniar también andaba por el Palacio de Tribunales de Talcahuano 550 Martín Campos, que ya era un veterano periodista de agencia. A él le había contado la historia de Mario.

–¿Vos estás seguro de que querés cubrir ese testimonio? –preguntó solidario Martín–. Porque si no, me decís y lo hago yo. Sin problemas.

–Sí, estoy seguro.

–¿Y creés que vas a poder hacerlo?

–No sé, pero quiero probar.

Probé. Y ahí estaba mi tío Gregorio, frente a los seis jueces de la Cámara Federal, en el centro de ese recinto majestuoso donde los periodistas ocupábamos uno de los costados, como si fuera un palco bajo.

No sólo era un loco lindo. Era culto, cultísimo. Sin alharaca, como buen humanista de alma. Comía platos enteros de cebolla cruda como un campesino ruso, cocinaba un maravilloso gefiltefish al horno y, cuando te daba un beso, la barba de un día pinchaba. Especialista en teatro ydish, el tío Gregorio también editó las obras completas de Lisandro de la Torre y la primera versión argentina del Diario de Anna Frank. Como todo quedaba en familia, lo corrigieron mis viejos Eva y Súlim en su luna de miel, en febrero de 1952.

El tío era de 1910. Me sorprendió su testimonio en el Juicio, porque pensé que sólo relataría lo que él mismo había investigado con Alicia Oliveira de abogada (otra loca linda, Alicia) pero nunca imaginé que expondría toda una vida vivida en medio de los horrores del siglo XX.

Les contó el tío a los jueces que una tarde de sábado de 1921 unos cosacos antibolcheviques en fuga entraron a su pueblito, Yagorlik, cerca del río Dniester, y lo saquearon casa por casa. Como siempre hacían en los hogares de los judíos, nunca dejaban de sablear los colchones para ensartar a los chiquitos que se escondían debajo de las camas. Mi tío era uno de esos chicos, pero se salvó. Y en 1985 les contó a los jueces León Carlos Arslanian, Ricardo Gil Lavedra, Jorge Torlasco, Andrés D’Alessio, Guillermo Ledesma y Jorge Valerga Aráoz que el 17 de marzo de 1977 recordó el saqueo de Yagorlik. Se le apareció la imagen cuando volvió de noche al departamento de Don Bosco y vio la biblioteca destrozada, una botella de whisky vacía sobre la mesa, cápsulas servidas, su Biblia bilingüe ydish-español hecha polvo y rastros de sangre.

El tío Gregorio dio todos los detalles que demostraban la existencia de una afiatada cadena de mandos. Ya sabía por los testigos que era falsa la versión oficial sobre un enfrentamiento en la esquina de Quintino Bocayuva y Don Bosco. Conocía que Mario había sido arrastrado aún con vida. Relató que cuando pidió la devolución del cadáver, para enterrarlo en el cementerio de La Tablada, de la morgue lo derivaron a la jefatura del Cuerpo de Ejército Uno. Presentó el acta policial según la que “Fuerzas Conjuntas” habían “efectuado un procedimiento” en cumplimiento de “directivas emanadas del Cuerpo de Ejercito I (subzona capital)”. El comandante del primer cuerpo era Carlos Guillermo Suárez Mason, que recibía órdenes directas de Jorge Rafael Videla, comandante en jefe del Ejército y miembro de la primera Junta Militar.

Videla fue condenado a reclusión perpetua e inhabilitación absoluta perpetua por el homicidio de Mario y, naturalmente, de muchas otras víctimas cuyos asesinatos el tribunal dio por probados.

Al final, resulta que el tío tan loco no estaba. Y tampoco Jacobo Timerman, que ya había pasado por el secuestro, la prisión domiciliaria y el exilio y, de regreso en la Argentina, quería que el viejo diario La Razón, reciclado por él y desprovisto de toda conexión con el servicio de inteligencia del Ejército, se convirtiera en el diario de la transición democrática. Así había sido la función de El País en España tras la muerte del dictador Francisco Franco.

Qué gloria trabajar con un tipo que a los 61, en 1984, ya era una leyenda del periodismo. Un personaje que una vez, antes de mandarme a viajar para cubrir el primer viaje del Presidente Raúl Alfonsín a los Estados Unidos, en 1985, no dudó en decirme:

–Vos andá tranquilo y trabajá. Y si no ubican qué es la Argentina, decí dos nombres: Evita y Timerman. Todo el mundo nos conoce.

Aún recuerdo la cara de asombro del taxista. Era uno de esos descendientes de irlandeses grandotes. Todavía no había llegado la era de los pakistaníes y los colombianos manejando taxis. El tipo se dio vuelta y de reojo me hizo repetir los nombres. Después se encogió de hombros, miró otra vez al frente y siguió conduciendo.

Fue a la vuelta de uno de esos primeros viajes con Alfonsín que el Presidente nos dijo en modo off the record a varios periodistas de diario, el Gordo Oscar Raúl Cardoso de Clarín entre ellos, una frase de ésas que te quedan grabadas:

–Me pudrí del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas. Nunca van a juzgar a ningún militar. Ponen un papel debajo de otro y después ponen arriba el que estaba abajo, para dar vueltas. Muchachos, prepárense porque empieza el juicio civil.

Jacobo estaba tan comprometido con la nueva política exterior autonomista como con la estrategia de derechos humanos que había empezado con la formación de la Conadep, la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas.

Me mandó a cubrir la primera sesión del Juicio el 22 de abril de 1985. También a Pablo Mendelevich. Ese día Italo Luder, el Presidente interino que por licencia de Isabel Perón firmó en 1975 los decretos ordenando a las Fuerzas Armadas que actuaran en todo el país, les birló a los defensores de los comandantes un argumento. Le preguntaron qué significaba “aniquilar”. La respuesta buscada era, obviamente, la muerte, para que los letrados quedaran después en condiciones de argumentar, como ya lo había hecho la dictadura, que los comandantes siguieron órdenes originadas en un gobierno constitucional. “Quiere decir inutilizar la capacidad de combate de los grupos subversivos, pero de ninguna manera significa aniquilamiento físico” ni represión “fuera de la ley”, los desilusionó Luder. Los defensores cifraban esperanzas en él no sólo por los decretos. Luder, en la campaña a Presidente de 1983, no dijo, como Alfonsín, que anularía la Autoamnistía decretada por los mandos militares.

Como después de ese primer día Timerman me encargó notas de política exterior, me puse insistente.

–Jacobo, quiero cubrir el Juicio a las Juntas –le insistí hasta cansarlo, y les aclaro no era fácil conseguirlo–. Usted mismo dice que es histórico.

Al final accedió y, a su estilo, me preguntó si dominaba el Derecho Penal.

–Nada. Usted sabe que estudié Historia, no Derecho. Pero puedo leer y preguntar.

–¿Y sabés cómo funcionó el Juicio de Nüremberg contra los nazis?

–En términos históricos sí.

–No alcanza –cerró Jacobo.

Recuerdo haber pensado que había perdido la batalla, pero al día siguiente Jacobo se apareció con un libraco sobre Nüremberg que, ahora veo, nunca le devolví. Completé mi papel de robador de libros con Pablo Giussani, que me acercó “Eichmann in Jerusalem”, el estudio de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal basado en la cobertura del juicio en Israel contra Adolf Eichmann, uno de los principales organizadores del Holocausto como industria de la muerte.

–Leélos –me dijo.

Al día siguiente, como siempre que recomendaba o prestaba un libro, me preguntó si ya los había terminado. Por supuesto que no. Y por supuesto que me quedé las noches siguientes sin dormir, leyendo y anotando.

–Vos hacé una buena nota por día. Contá. Describí. Y explicá, porque la gente no tiene por qué saber nada –me instruyó antes de darme el visto bueno final–. No mientas ni inventes, pero La Razón no es neutral. El diario quiere que se cumpla con el Estado de Derecho y el debido proceso, y que Videla y los otros comandantes sean condenados.

No se podría grabar. Solo un pool de fotógrafos y Canal Siete tendrían imágenes. La tele no emitiría con sonido, y tampoco en directo. De modo que la cobertura del Juicio a las Juntas no tendría ninguna diferencia con lo que habían hecho los periodistas en los juicios del siglo XIX. Cada nota debería ser una pintura completa, una historia y hasta buscaría reflejar los tonos de voz. La voz comprensiva de los jueces o los fiscales preguntando, la voz agresiva de los abogados nutridos por las trampas de los servicios de inteligencia, las voces esforzadas de los testigos y los sobrevivientes.

Así fue que pasé horas y horas en el Palacio de Tribunales. Escribía en alguna Lexicon de la Sala de Prensa y les mandaba las notas por moto a Luis y a Néstor. Pero sobre todo me instalaba en la Fiscalía de Julio Strassera, donde estaban él, su adjunto Luis Moreno Ocampo y el equipo que quedó para siempre bautizado como “los chicos de la Fiscalía”. La película “1985” lo refleja perfectamente. Yo también era bastante chico, con 29, pero creo que Judith König no llegaba a los 20. Y Maco Somigliana debía andar por los 24 o 25. Ellos eran chicos, sí. Chicos geniales, trabajadores, estrictos, ordenados. Comprometidos. Concretos. Cálidos con las víctimas y con sus familiares. Fueron claves en la elección de los casos que resultaría más fácil probar, y en la profundización de las investigaciones a partir de los datos de la Conadep.

Los jueces, con discreción, me dieron una gran mano en la cobertura, explicando normas procesales que ellos mismos estaban estudiando. Y Leandro Despouy, que coordinó la venida de los testigos extranjeros, me aportó su conocimiento del Derecho Internacional y su experiencia como exiliado en Francia. Con Leandro quedamos amigos hasta su muerte, en 2019, y juntos hicimos unas cuantas maldades. Ignoro si Suárez Mason se habrá dado cuenta alguna vez de por qué la Justicia italiana pudo notificarlo y empezar el juicio en ausencia a pesar de sus volteretas.

No sé si hubiera habido Juicio a las Juntas sin la documentación de los exiliados. Sin los organismos de derechos humanos que ya habían logrado, en 1979, con Emilio Mignone y Simón Lázara a la cabeza, la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Sin el valor de los sobrevivientes de los campos de concentración: se animaron a testimoniar entre el peligro de los oficiales operativos que todavía estaban en actividad y, a veces, la sospecha de algunos de sus compañeros. Y obviamente no hubiera habido Juicio a las Juntas sin la decisión política de Alfonsín, que sacó a relucir su mejor parte: la de gallego calentón.

Ahora que ya estamos casi sobre el martes 9 de diciembre, el día de los 40 años de la sentencia en el Juicio a las Juntas, le doy cada vez más valor a esa confluencia virtuosa, imprescindible. No estaría mal que así funcionaran las cosas cuando la gente pelea por una causa noble si es que, además, quiere lograr un resultado.

Decididamente, el tío Gregorio no estaba loco.

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