La asunción de Cristina Kirchner al frente del Partido Justicialista, junto a los movimientos de las placas tectónicas que están modificando las bases de sus cimientos, se producen, quizás, en la hora más difícil de la vida del Movimiento que supo representar las genuinas expresiones de justicia y progreso de quienes habitaban el “subsuelo de la patria”, según la recordada definición de Raúl Scalabrini Ortiz.
El “sujeto social” que conformaba la masa sublevada que irrumpió en la escena nacional aquel histórico 17 de Octubre estaba integrado, en su inmensa mayoría, por trabajadores y obreros movilizados por los anhelos de justicia que les era negada, y que reconocían en la figura de Juan Domingo Perón al líder decidido a ponerle fin a la ignominia, como había quedado demostrado en los hechos – de forma irrefutable – a través de la frenética acción desplegada por el propio Perón desde la Secretaría de Trabajo y Previsión.
Aquella masa carente de derechos era portadora de la condición proletaria. Es decir, estaba formada por operarios y trabajadores, mayoritariamente insertos en establecimientos industriales, que aportaban su fuerza de trabajo en el marco de una relación típicamente capitalista. La condición laboral era la base de su identidad. Una identidad que existía en unidad indisoluble con su antítesis, la figura del empleador, es decir, del empresario capitalista.
En el contexto marcado por el crecimiento acelerado de la industrialización, como consecuencia de los efectos forzados por la Segunda Guerra Mundial, al mismo tiempo que aumentaba el número de establecimientos industriales, en su mayoría pequeñas y medianas empresas, crecía, correlativamente, el peso de la masa trabajadora.
Dicho de otro modo, el nacimiento del peronismo -tal como se ha analizado en infinidad de trabajos- tuvo como prerrequisito el desarrollo de una transformación económica y social, basada en el impulso de la industrialización, que a su vez motorizó el ascenso de la clase trabajadora y el papel de las organizaciones gremiales que el propio Perón se propuso nacionalizar y fortalecer. Primero desde la mencionada Secretaría de Trabajo y Previsión y más tarde desde la Presidencia.
La institucionalización de los derechos y la lucha por la justicia social, como caras opuestas a las injusticias que castigaban a las masas populares, tenían un basamento real en una economía que se expandía y diversificaba en su base productiva, aunque al mismo tiempo se mantuvieran negadas las reivindicaciones sociales más elementales que dignificaran las condiciones de vida de los trabajadores y sus familias.
El peronismo, no solo hizo justicia en lo social, sino que se propuso expandir el proceso de industrialización que, en perspectiva, llevaba implícita la superación del modelo agro-importador en crisis. Sabido es que la Revolución Libertadora que derrocó a Perón, en lo económico, se propuso revertir los avances del proyecto industrialista del justicialismo (retomado años después durante el breve período del desarrollismo) para volver a la Argentina productora de materias primas y alimentos, con epicentro de la Pampa Húmeda.
La peor amenaza
Hoy, quizás, la peor amenaza que enfrenta el peronismo está representada por el decidido intento del gobierno de Javier Milei de concluir aquello que no pudo ser consumado ni por Martínez de Hoz durante la última dictadura, ni por Domingo Cavallo durante el menemismo: dar el golpe de gracia al proyecto de una Argentina industrial y socialmente integrada, y retornar, adaptando el modelo a las exigencias de la época, al país asentado en una estructura económica primarizada, con escasa capacidad de inclusión social.
Una primarización basada ya sea en la exportación de materias primas, productos agroindustriales o commodities energéticos, como el caso del gas, que sirvan de insumos a nuestros socios comerciales para apalancar su propio consumo y crecimiento.
Pero, en cualquier caso, con la excepción de algunas pocas ramas de la actividad industrial que puedan insertarse en el mercado internacional o sobrevivir a la competencia de la importación subsidiada, abandonando el objetivo del desarrollo de un entramado productivo con epicentro en el mercado interno. Único proyecto capaz de abrir una perspectiva cierta de inclusión y progreso para las amplias mayorías nacionales, especialmente para los trabajadores, en su inmensa mayoría sumergidos en la escasez, la pobreza y la exclusión.
La combinación del retraso del tipo de cambio y la apertura importadora, junto a la atracción de inversiones de corto plazo que fluyen hacia la Argentina impulsadas por el diferencial que ofrece el negocio financiero y que permiten mantener “fijo” el precio del dólar, como lo han señalado diversos economistas, forman parte del arsenal de medidas adoptadas por Martínez de Hoz, Cavallo y ahora por la dupla Milei-Caputo.
Los resultados son conocidos: producido el ajuste y sus efectos inmediatos, con el desplome del nivel de actividad y la fuerte caída de la capacidad adquisitiva de los sectores con ingresos fijos, puede abrirse, partiendo de un escalón inferior, una etapa de recomposición transitoria del consumo, motorizada en base al endeudamiento. En ese contexto, ese previsible incremento de la demanda, en el marco de la apertura de la economía, tendrá (como ya está sucediendo) su impacto en el aumento del consumo de productos importados, subsidiados por el retraso cambiario.
Una fórmula que, tal como lo demuestran las reiteradas experiencias llevadas a cabo en la Argentina, se traduce en la destrucción del tejido industrial nacional, con la consecuente reducción del empleo, como de hecho ocurre, por ejemplo, en el sector textil, donde los propios fabricantes se convierten súbitamente en importadores.
Nada nuevo bajo el sol, si se tiene en cuenta que la fábrica de pobreza en que se transformó la Argentina tiene como trasfondo esa misma “matriz”.
En esa línea de razonamientos, la hora crítica del peronismo que, potencialmente, pone en jaque su propia existencia (ya que bien puede sobrevivir su nombre y partido, pero desconectados de sus significantes históricos) parecería reconocer como causa determinante el aún mayor debilitamiento del “sujeto social” que está en la base constitutiva de su identidad.
Es decir, la pérdida de la condición laboral o la capacidad de recuperarla para amplios sectores de la población, más que producto del cambio tecnológico, resulta del estancamiento o de la destrucción, lisa y llana, del tejido productivo e industrial del país. Ese proceso, ahora acelerado por las políticas de Milei, deriva en la expulsión de buena parte de los trabajadores y sus familias hacia la actividad precaria del “trabajo informal”, del cuentapropismo, de las changas, cuando no a la exclusión social extrema.
Se trata de un proceso de deterioro de larga data que tuvo, sin embargo, sus excepciones, como fue la etapa de recuperación iniciada a partir de la crisis del 2001 y que se prolongó durante buena parte del ciclo kirchnerista.
Antes y después de Martínez de Hoz
En la historia el análisis de las “ondas largas” – económicas y sociales – permiten contextualizar procesos políticos que difícilmente pueden ser captados en su esencia desde la mirada restringida de la coyuntura, cuando ésta se presenta disociada de los determinantes estructurales que, silenciosamente, van imponiendo sus condiciones.
Hasta el inicio de la dictadura en marzo de 1976, cuando José Alfredo Martínez de Hoz, amparado por el escudo represivo impuesto por la entonces Junta Militar encabezada por Jorge Rafael Videla, puso en marcha el programa económico que – al igual que sucede hoy con el plan de Javier Milei – apuntaba volver a la vieja Argentina del Centenario, el país vivía los efectos de lo que podría definirse como un “equilibrio inestable”.
Los años transcurridos entre la caída de Perón, en 1955, y el 24 de marzo de 1976 fue, como se señalaba, un periodo de disputas entre aquellas fuerzas que, con mayor o menor claridad programática, representaban dos proyectos de país antagónicos, sin que pudiera prevalecer, decididamente, el uno sobre el otro. Para la mentalidad liberal-conservadora el peronismo representó una anomalía histórica, una suerte de designio maléfico que vino a trastocar el «orden natural» establecido para la Argentina, cuyo relacionamiento con el mundo no podía ser otro que el definido, fundamentalmente, por nuestra condición de proveedor de materias primas y alimentos.
Esa puja se desarrolló durante dos décadas mediante una cadena de avances y retrocesos parciales que no llegaron a inclinar definitivamente el fiel de la balanza. Porque las transformaciones económicas, sociales y políticas generadas por el peronismo y más tarde, durante el breve período desarrollista, con el impulso a la industria pesada, la automotriz y la producción de energía, mantuvieron activos sus efectos multiplicadores hasta bien entrados los años ´70. Esos efectos actuaron como verdaderos diques de contención que pusieron un freno a la «refundación» del viejo modelo liberal-conservador, bajo las dictaduras de Onganía, Levingston y Lanusse.
Dicho de otro modo: en el país de los años 60 y 70 ya no era posible volver, como si nada hubiese sucedido, a la Argentina de principios de siglo. Ese ideal chocaba con una realidad imposible de soslayar: una clase obrera organizada, consciente de sus derechos y de su gravitación en la escena política, amplios sectores de un empresariado industrial surgido al compás del crecimiento del mercado interno que se proyectaba en su condición de “burguesía nacional”, desafiando el poder declinante de la oligarquía rentística. También una importantísima clase media que emergió como producto de la diversificación económica y productiva, y un vasto movimiento de masas, con amplia participación de la juventud, que como una marea en ascenso presionaba para el retorno de Perón al país.
En síntesis, un conjunto amplio de actores y fuerzas sociales con capacidad de articular una alianza que le diera basamento a la profundización del cambio necesario para modificar, definitivamente, el modelo anacrónico de la Argentina agro-importadora con cada vez más limitada capacidad de inclusión social.
Aquellas condiciones eran indigeribles para la fracción del sector liberal-conservador más recalcitrante, que se ensañaba con todo aquello que desafiara su modelo de país diseñado a imagen y semejanza de sus estrechos y mezquinos intereses. Había que terminar, entonces, con la tarea inconclusa de la Revolución Libertadora y extirpar las semillas del mal de raíz, es decir, refundar la vieja y “próspera” Argentina del Centenario.
El golpe de estado del 76, bajo las condiciones propias de aquella coyuntura (que incluía como uno de sus componentes la desaparición física de Perón, y la excusa de la lucha contra la guerrilla, ya diezmada antes del quebrantamiento institucional del 24 de marzo) fue el momento elegido para saldar las viejas cuentas pendientes, eliminar toda resistencia y realizar la refundación estructural de la Argentina adaptando el viejo modelo a las nuevas condiciones internacionales.
Hay que señalar que el´76 no solo representó el triunfo del viejo orden liberal-conservador sobre los trabajadores, sino, al mismo tiempo, el triunfo de una fracción del empresariado contra el sector de la burguesía, fundamentalmente de base industrial, con arraigo en el desarrollo del mercado interno, que aspiraba a transformarse en el factor dominante del poder económico. Esa misma burguesía industrial que, con el peronismo, había transitado junto los trabajadores (no sin conflictos ni contradicciones) un mismo camino, en tanto que ambos veían en la oligarquía de la Pampa Húmeda, socia de los sectores que lucraban con la importación de bienes industriales, al adversario común por excelencia.
Junto a los conflictos de clase, que en última instancia dividen en términos antagónicos al capital y el trabajo, existía al mismo tiempo una contradicción que, paradójicamente, impedía el desarrollo y el desenvolvimiento de la primera. La histórica inserción de la economía argentina dentro del viejo esquema de la división internacional del trabajo reprimía el propio desarrollo del capitalismo dentro del territorio nacional; dicho de otra manera, impedía la instauración de un modelo de acumulación, con grados crecientes de autonomía, que tuviera como epicentro al espacio nacional y su consecuente integración.
En la superación de ese esquema que estrangulaba nuestro desarrollo, impidiendo la universalización del proceso de industrialización, y con él, el crecimiento cuantitativo y cualitativo de la propia clase obrera, coincidían tanto los empresarios nacionales como los trabajadores, aunque en el terreno de las negociaciones colectivas se disputaran palmo a palmo lo que para unos era la búsqueda de una mayor tasa de ganancia frente a los que pujaban por lograr para los asalariados mejoras en las condiciones de la distribución del ingreso.
Las crisis que se sucedieron a lo largo del siglo pasado en la Argentina respondían a las marchas y contramarchas provocadas por las pujas internas dentro del propio bloque de poder, entre fracciones que detentaron intereses contrapuestos en estrecha conexión con la dinámica del orden internacional y sus cambios. Para simplificar: el conflicto entre las fuerzas productivas (trabajadores y empresarios) que motorizaban el desarrollo y la integración nacional, por un lado, y aquellas que concebían a la economía argentina, en su conformación estructural, como un eslabón tributario de las economías de los países centrales.
La hora más difícil que afronta el peronismo, en su condición de columna vertebral del movimiento nacional, está determinada por la marcha de un programa económico y social que desde la perspectiva de los sectores contrarios al proyecto nacional busca, como se señalaba, terminar la “tarea inconclusa”, remodelando la estructura productiva y consolidar una economía primarizada, de sesgo extractivista, con un estado reducido a su mínima expresión.
La mayor urgencia del peronismo y sus aliados, parecería surgir no tanto del próximo cronograma electoral sino de la necesidad de evitar que ese modelo siga adelante y se consolide. ¿Alguien puede dudar de que el trasfondo de aquel histórico conflicto está presente en el curso de las disputas actuales?