El verbo es pettovellizar

Por primera vez en 40 años un gobierno es acusado de “prácticas fascistas”. Y no por la oposición dura sino, como ya ocurre con Milei, por su candidata Carolina Píparo o el diputado de la UCR liberal Martín Tetaz.

El verbo suena raro, pero habrá que empezar a escribirlo: pettovellizar. Definición: a) Acción propia de la ministra de Capital Humano Sandra Pettovello, b) Ejercicio de quien humilla o realiza prácticas vejatorias sobre otro ser humano o grupo de seres humanos.

De la ministra Pettovello depende el suministro de alimento tanto de manera personalizada, a través de la tarjeta Alimentar, como institucional, con destino a comedores. 

Pettovello instaló su ministerio en un sitio agridulce de Carlos Pellegrini y Juncal. Allí, en un hermoso palacio que no desentonaría en París, funcionó primero el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas que en tiempos de Raúl Alfonsín en lugar de juzgar a sus pares los premió con el cajoneo. Ése fue el detonante del Juicio a las Juntas de 1985. En otra época, ya más reciente, fue la sede del Instituto Patria Grande, surgido cuando gobiernos tan disímiles como el Chile de Sebastián Piñera y el Uruguay de Pepe Mujica compartieron la pluralidad de la Unasur.

Sin embargo, pasará a la historia como el lugar desde el que una ministra sin historia se burló de los hambrientos. Todo comenzó cuando les negó una reunión a los referentes de la Unión de Trabajadores de la Economía Popular, la UTEP. Planeaban reclamarle la normalización de la asistencia alimentaria. “Voy a recibir individualmente a los que tengan hambre”, desafió junto a las rejas, en la calle. Fue el primer intento de humillación. El lunes 5 de febrero una fila de seres humanos que alcanzó las 27 cuadras, sin bajar de la vereda a la calle para no incumplir el Protocolo Bullrich, formó lo que muy pronto trascendió en las redes como “la cola del hambre”. Pettovello tampoco los recibió. “No me lo pidieron antes”, arguyó la ministra. Era el segundo intento de humillación, nada menos que a personas que reclamaban o comer o nutrirse a la altura del siglo XXI. Juan Grabois la demandó entonces por incumplimiento de los deberes de funcionario público. “Garantizar los derechos alimentarios de las familias humildes en particular de los niños, es una obligación constitucional, una norma internacional y una ley nacional”, escribió Grabois.

Humillar a otra persona es una actitud vil. Humillar, en política, no solo es indigno. Puede ser, también, suicida. La política tiene límites. El mismo Presidente quiere pettovellizar al gobernador de Córdoba, Martín Llaryora, al imponerle también a él un régimen de transporte tan unitario que hasta obligaría a los cordobeses, como al resto del país, a utilizar una nueva SUBE. Quizás el cálculo sea que el 75 por ciento de Córdoba seguirá fiel a su voto en el balotaje, que favoreció a Javier Milei, y desgastará a Llaryora, que fue elegido antes en elección desdoblada. ¿No teme La Libertad Avanza Carajo que los cordobeses se sientan avasallados? ¿O acaso quiera pettovellizarlos porque detrás de la nueva SUBE se esconde un negocio que combina nuevas tecnologías con el usufructo privado de grandes bases de datos hoy en poder del Estado? Se puede pettovellizar y buscar la máxima ganancia al mismo tiempo. No es pecado. Recordar siempre que la Escuela Austríaca que embelesa al Presidente exalta a los monopolios como instrumento de bienestar. 

A tal punto llegó la pettovellización que como nunca antes en democracia proliferó la palabra “fascista” en boca de dirigentes liberales o ultraliberales. Después de que Milei retuiteara una lista de presuntos traidores, que encabezaba Nicolás Massot, la diputada Carolina Píparo escribió: “Es muy triste ver prácticas fascistas por parte de un espacio que llegó al gobierno como liberal”. Píparo fue la candidata a gobernadora de Buenos Aires por La Libertad Avanza Carajo. También el radical Martín Tetaz, que había afirmado coincidir con el 90 por ciento de la ley ómnibus, dijo que “la estrategia de Milei es típica del fascismo”.

Una consulta amplia entre dirigentes políticos, sindicales, sociales y empresarios permitió recoger algunas preguntas. “¿Esta gente tiene límites?” quizás sea el interrogante que sintetice otros.

Incluso Miguel Ángel Pichetto, deseoso de ayudar al Gobierno y al parecer frustrado por la prepotencia oficialista, recordó ante el periodista Diego Sehinkman de TN que hubo presidentes fuertes “con gran capacidad de operación parlamentaria”. Nombró a dos, Carlos Menem y Néstor Kirchner. “Llamaban a los gobernadores y negociaban votos en el Congreso”, contó el presidente del bloque Hacemos Coalición Federal.

El descontento, que se suma al disgusto social, es muy veloz. La Argentina suele creer que está sola en el mundo y que tanto pesares como maravillas son igualmente excepcionales. Por eso no se mira en otros espejos. En Brasil la mayoría de los parlamentarios y los gobernadores, los grandes industriales, la banca y el agronegocio se ilusionaron con desprenderse para siempre del lulismo. Así fue que en 2016 tumbaron a Dilma Rousseff con un golpe de fachada parlamentaria y proscribieron a Lula para que no ganara las elecciones de 2018. Triunfó Jair Bolsonaro, ese capitán retirado y legislador que el día del voto sobre el juicio político a Dilma invocó al militar que la había torturado de joven. Pero, caso raro en Brasil después de las reelecciones de Fernando Henrique Cardoso, Lula y Rousseff, Bolsonaro no logró otro mandato. Lo derrotó un Lula que, tras ser liberado de la cárcel, formó una coalición de amplitud inédita. Lo apoyaron el Partido de los Trabajadores y el Movimiento de los Sin Tierra, pero también el establishment de San Pablo, que aportó como vicepresidente a Geraldo Alckmin, y un Poder Judicial que volvió sobre sus pasos. 

El triunfo de Lula en 2022 no fue de misma naturaleza que el de 2002. Aquél, el primero, el que lo puso en la Presidencia en 2003, fue alentado por el deseo de cambio. Éste, el último, fue la canalización del miedo a Bolsonaro. Del miedo popular, en parte, y también del temor que sintió una porción importante de la élite brasileña. Si Bolsonaro seguía colonizando el Estado  –con militares, en su caso–, ¿habría retorno?

Si en lugar de contener a los desarrapados una ministra los humilla, ¿no estará encendiendo la chispa que, como en los incendios de bosques cuando hay viento fuerte, genera una catástrofe incontrolable?

¿Es realista minimizar, como hacen los funcionarios de Milei en privado, una protesta como la del 24 de enero, que convocó alrededor de un millón y medio de personas en todo el país y en medio de las vacaciones?

Y, en fin, si el ejercicio del poder es vejatorio y sin límites, ¿quién puede asegurar que no puede volverse en contra de sectores de la propia elite? 

Las lágrimas de Rodrigo de Loredo, el presidente del bloque radical, ex funcionario de Mauricio Macri en Arsat y alineado con el ultraliberalismo, provocaron dos reacciones. Una, de sorna: “Recién te subiste al barco y te bajaron de un hondazo”. Otra, más interesante, de sorpresa: “En el barco de Milei solo hay lugar para Milei y los intereses crudos, como los que representan el mesadinerista Luis “Toto” Caputo o los creadores de la nueva SUBE, pero no cabe ninguna mediación política. Ni siquiera si es afín».     

Está claro que el modelo de Milei es pettovellizar. La duda es si en la Argentina hay tantos masoquistas.

2 comentarios sobre «El verbo es pettovellizar»

  1. El deshumanismo de la ultraderecha, está cada vez mas conectado a la acumulacion de poder y es inversamente proporcional a la inteligencia de sobrevida, la humillacion es el acto mas asqueroso que un ser humano puede cometer contra otro. Y caso se continue tratando asi a los ciudadanos, tendran una sobrevida muy corta.

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