El viaje de las chicas

Beatriz Viterbo, de perfil, en colores; 

Beatriz, con antifaz, en los carnavales de 1921;

Beatriz, con el pequinés que le regaló Villegas Haedo;

Beatriz, de frente y de tres cuartos,

sonriendo, la mano en el mentón…

De «El Aleph», Jorge Luis Borges.

Los dólares baratos siempre son una alegría. Aunque hayan subido un poco, igual están baratos y se pueden comprar de a varios. Los dólares baratos son como bombones de chocolate con dulce de leche casero adentro, sí, eso son, como conté en otras entregas, los dólares baratos son bomboncitos, ay, qué repetitiva, perdón, pero es que todo se repite como estas medidas económicas, tan repetidas.

Romina Carla estaba encantada. Había atesorado varios de estos bomboncitos. Los suficientes para sacar unos pasajes y hacerse un viaje a España, una recorrida por la península. Invitaría a su amiga Natalia. Le pagaría todo y esta se lo devolvería como pudiera. Viajar sola, no. Es un embole.

A Romina Carla no le interesaba la política. Si había que votar, iba, no lo eludía. Elegía al candidato por sus modales al hablar, por la ropa o porque algún allegado se lo recomendaba. Elegía al o la candidata como quien elige un vestido, una budinera de silicona o un osito de peluche de Taiwán. Eso sí, peronistas, jamás. 

Natalia sí se informaba y opinaba. Había cambiado de posturas a lo largo de su vida, se había arrepentido más de una vez de haber votado a este o a otro. Nati era cambiante. Pasaba de c5n a La Nación+ en un santiamén. Su vida había cambiado en un santiamén, porque había sido despedida de un estudio de abogados para el que había trabajado quince años y en el que había depositado bastante afecto. Y, bueno, ahora, la oferta de su amiga sería bienvenida, aunque casi ahorros no tenía y ni sabía cómo devolvería la plata a Romina. A Romina tampoco le preocupaba eso. Las dos andaban casi rozando los cuarenta, así que, mejor que preocuparse por la plata, era decidirse y cruzar el charco.

España en verano, calorazo. Pero qué importa. Las grandes ciudades vacías y las costas llenas. Pero qué importa. Romina Carla y Natalia partieron un jueves de Agosto en un Boeing 737 Max de Aerolíneas Argentinas y a las cinco de la tarde pisaron el aeropuerto de Barajas. No despacharon, siguieron de largo hasta encontrar un taxi que las llevara hasta el hostel de la calle del  Pez, que, oh, casualmente, estaba enfrente al restaurante Perón Perón. Romina pataleó un poco. Natalia, no. El hostel era muy simpático, muy moderno, con paredes y luces muy blancas y con un ambiente muy juvenil. Ellas se sintieron un poco raras, pero no era para tanto, porque solamente había dos parejitas de alemanes y un veinteañero de Singapur. El baño compartido era para ellas dos solas. Detalles. No quisieron ducharse ni descansar después del vuelo. Salieron a caminar preguntando las calles a la gente que pasaba, como se hace en Madrid. Preguntaron hasta que llegaron a la casa Labra en la calle Tetuán, saliendo a Sol. Se mandaron unas croquetas de abadejo con copitas de vino verdejo. Qué genias.

Después deambularon, se metieron en todos los bares que pudieron, menos en el Café Central porque lo cerraron. Deambularon como se hace en Madrid, llegaron sin querer a Lavapiés, siguieron hasta La Latina, volvieron para el lado de la Plaza Mayor, y siguieron hasta que recién a las diez de la noche se hizo de noche, como pasa en Madrid.

El cansancio del vuelo se sintió fuerte en ambos cuerpos. Ya no podían caminar más. Llegaron al hostel. A pesar de los traguitos y las tapas que se habían tomado, el estómago llamaba. Y la sed, por supuesto, porque el calor era agobiante.

– ¿Y si cenamos bien en el restó peronista?

– ¿Tas loca, boluda? Yo ahí no piso.

– Ay, nena, si a vos no te importa la política. Entremos igual. No mires las paredes. Mirá el plato y listo. Y tampoco mires al mozo que seguro que es un peronista y te puede contagiar la corrupción.

– Está lleno de lugares argentinos acá. Podemos ir a otro.

-Ah, bueno, Romi, no te calientes, a este lo tenemos enfrente, dale, entremos.

Natalia ya estaba adentro. Romina la siguió. Las dos quedaron hechizadas con los cuadros y las estampas de las paredes. Daniel, el dueño, que justo estaba en Madrid, las llevó a una mesa, les dio charla, al toque sonó la marcha, Romina se hizo la que se tapaba los oídos, pero al final, como pasa siempre, se relajó seducida por el ambiente y por el calorcito peronista.

Se quedaron hasta entrada la madrugada y cruzaron molidas de cansancio al hostel a dormirse profundamente. Como pasa en Madrid.

Al día siguiente siguieron recorriendo la ciudad, fueron a una pileta del ayuntamiento porque no daban más.

El viaje continuó. Deambularon por Barcelona. Allí fueron a la Barceloneta y al Barrio Gótico. Después salieron a conocer el norte de Catalunya, tomaron un tren a Donostia y después un vuelo a Sevilla.

En el Alcázar se quisieron quedar a vivir, como nos pasa a todos, porque no sé por qué milagro o sabiduría de la arquitectura árabe en ese palacio el calor mengua.

Antes de que terminara agosto, las chicas se habían prometido ir a la playa. En el hotel de Sevilla les recomendaron dos playitas que daban al atlántico. Una podía ser Sara de los Atunes y la otra Conil de la Frontera. Romina eligió esta segunda, Conil. La  eligió  porque le gustó más el nombre. “Conil”. Se tomaron un micro, bueno, se dice “autobús” y llegaron a la dulce playita. Playa, en realidad, con un pueblito blanco como el de Serrat… Natalia recordó a su mamá recitándole el Romancero gitano. Por suerte había lugar y se alojaron en un hotel precioso con un patio andaluz. La dueña era muy macanuda. Se llamaba Alba.

Todas las callecitas tenían casas con patio andaluz. Casas particulares en las que podían entrar a ver las plantas. Los dueños les daban la bienvenida, ellas entraban, recorrían, saludaban, pedían perdón por la intromisión, los dueños, encantados les daban conversación y conversaban largo, porque Andalucía es así. Y ahí el calor no agobiaba porque corría la brisa del océano abierto frente a la costa marroquí.

En un negocio compraron biquinis. Romina eligió una fucsia y una turquesa. Natalia, las eligió negras, como típica argentina, siempre vestidas de negro.

A la playa iban desde la mañana  después del desayuno. Se llevaban empanaditas de  atún y muchos frutos de mar en bandejita. Vino y cervezas, por supuesto. El sol pegaba fuerte. Muy fuerte. El atardecer era una transición más lenta que en Madrid. Los colores iban cambiando. A un lado de la playa, que era súper amplia como las nuestras, había rocas abajo del mar y era peligroso. Había que saber por dónde meterse Y había muy poca gente. Mirando hacia atrás y hacia el oeste, se veían casitas blancas bien típicas. ¿Será verdad? ¿Estaremos acá o es un sueño?

– Sí, estamos acá, en la costa andaluza, sí, Romi.

Para volver había que caminar un montón por la arena y cruzar un puente luego de haberse sacudido bien los pies, claro.

Antes de llegar al puente había algo incrustado sobre la arena dura. Eran unas maderas con forma de triángulo que llegaba hasta la rodilla de uno. Parecía un resto de algún botecito que sobresalía. “Es medio pintoresco”, dijo Romina.

La dueña del hotel, Alba, les contó: 

“Son los restos de una patera, chicas. Una patera es un botecillo. Una embarcación muy precaria. Las pobres gentes que vienen de regiones subsaharianas se largan desde la costa de Marruecos. Primero pagan, y vaya, que pagan. Empeñan lo poco que tienen, sus casas y algo más. Entregan todo lo que pueden poseer para huir de sus países, de las guerras de las pestes ambientales, de la miseria, de la industria del crimen, de las multinacionales que les quitan la tierra y la dignidad. Pagan muchísimo por embarcarse en esas “pateras” con sus familias. Muchos de los que llegan a la costa  de este pueblo, Conil, salen del puerto de Tánger. A veces desde el Senegal.

Vosotras no sabéis cómo llegan. Curtidos, violetas por el sol, totalmente hambrientos y deshidratados. El ayuntamiento los aloja, les da casa y comida. Hasta les da choios o pequeños trabajos. A veces se los devuelve luego de haberlos curado, por supuesto. Yo no sé cómo pudieron haber caminado tanto por el desierto y luego largarse a la mar. Los niños huerfanitos pierden a sus padres en la travesía. O al revés. Hay patrullas de rescate. He visto a muchos rescatistas argentinos haciendo la labor de rescate., alzando adultos y niños de las pateras o del agua. Yo no sé cómo resisten esos cuerpecitos. Bueno, es la miseria. Aquí, en el pueblo, nuestros abuelos han conocido la miseria en la posguerra, por eso nos apiadamos de ellos. Es eso. Es miseria. El que no la conoce no sabe, porque lanzarse así al mar…”

Romina Carla sintió que había estado y estaba en contacto con un lugar y un momento álgido de la historia, de la realidad. Se sintió importante. Los restos del barquito de los migrantes pobres, la supervivencia casi milagrosa de esos seres menesterosos en pleno siglo veintiuno la tenían de testigo. Ella estaba allí, en el lugar. Y mañana volvería a esa playa, pasaría por esa parte de arena dura, antes del puente,  a donde estaban los restos de la patera.

Natalia pensó algo parecido, pero no tanto.

Al día siguiente, después del desayuno, el cielo estaba azulísimo. Fueron las dos como siempre hasta la playa. Se instalaron con sus viandas, sus lonas y toallas y las mallas nuevas. Entraron y salieron mil veces al mar. Charlaron con unos alemanes que tenían sombrilla. Comieron y bebieron. Nadaron. Hasta que empezó el atardecer. Recogieron las cosas y se dirigieron al puente. La arena quemaba un poco. Ya más cerca, la arena se iba poniendo más dura y más marrón. Antes de llegar al puente la patera se veía. Era un triángulo de madera. Un par de turistas que iban delante de ellas casi se tropiezan. Romina había estado todo el día pensando en lo que había contado Alba. Lo había estado pensando, sin decirlo, hasta que, ni bien llegaron  al sitio, se animó:

– Nati, ¿Me sacás unas fotos al lado de la patera?

– Son restos de patera, -corrigió Nati.- Bueno, te saco. Dale, ponete.

– ¿Me pongo así? – Romina puso un pie justo en el vértice, sobre lo que habría sido la proa. Apenas posó el metatarso para no tapar y para que se vieran sus hermosas piernas y su cadera sobresaliendo, destacando la curva de su cintura.

– Dale, Romi, quedate así.- Natalia sacó la foto.

– ¿Vos no querés salir?

Romina Carla posó otra vez de espalda. Puso una mano en el vértice de la proa y mostró bien sus hermosas nalgas, que no eran operadas.

– ¿Nati, te parece que me cambie la biquini? Así no salgo siempre con la misma malla.

– Dale, ponete la turquesa. Cambiate acá, si total, acá se hace nudismo. Te podés sacar la malla tranquila. 

Romina se cambió. Nati le sacó más fotos. Romina de perfil, Romina de frente, siempre sonriente, Romina haciendo trompita. Parecen muchas, pero  fueron sólo seis fotos, nada más. Salió linda. Esa noche las colgó en las redes.

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