Cambios drásticos en Londres, cambios inminentes en París. Pero menos cambios de lo que se podría pensar.
Los británicos acaban de montar la madre de todos los votos castigos, pasándole la cuenta a los conservadores por el Brexit, por las payasadas de Boris Johnson, por la incompetencia notable de Liz Truss y por la frialdad clasista del multimillonario Rishi Sunak. Son catorce años a los tumbos, de escándalos y deterioro, de mentir alegremente. Los Tories, el partido más antiguo del país y tal vez del mundo, quedaron reducidos a un muñón, un resto. Esto no fue perder una elección, fue suicidarse en público.
Lo que pasó en el Reino Unido les puede sonar familiar a los argentinos de hoy. La derecha captó la insatisfacción difusa de muchos sectores y regiones, sobre todo de los cementerios industriales del norte inglés. Prometió el oro y el moro, la lluvia de inversiones y la famosa libertad, en este caso de la “dictadura” europea. Y explicó que la gran herramienta para la prosperidad nacional era el ajuste, el ajuste eterno…
Tony Blair, laborista al menos en el nombre, ya había ajustado bastante, con lo que los conservadores fueron a lo que quedaba, el otrora magnífico Sistema Nacional de Salud. El SNS fue la gran creación del primer laborismo en el poder, 1945, para un país donde los pobres todavía eran más petisos que la clase media y los dientes cariados una marca de pertenencia a la clase obrera. Muy discutido al comienzo, se terminó transformando en algo natural, un rasgo nacional.
Los conservadores hicieron todo lo posible para arruinarlo, con lo que el SNS, junto a los trenes, los subtes, la educación pública, la asistencia a los ancianos y tantos otros servicios estatales, son fantasmas de lo que fueron una vez. Y todo en nombre del ajuste.
Qué va a hacer Sir Keir Starmer con todo esto es un misterio. Starmer vino de la baja clase media, es laborista desde que nació y su madre era enfermera justamente en el SNS. Abogado, arrancó como defensor de derechos humanos y sindicalistas, pero luego aceptó ser fiscal de la corona y se dedicó a ajustar los procedimientos represivos contra manifestantes y, sobre todo, ecologistas, a los que detesta con pasión. Por eso de enseñarle a la policía cómo reprimir sin quedar en orsai, la reina lo hizo caballero.
Starmer es hábil, muy hábil, tanto que se cargó limpiamente a su mentor, Jeremy Corbyn, un progresista de verdad. Muchos laboristas, recordando a Blair, pensaban que era imposible llegar al poder de nuevo con Jeff el Rojo, y lo ayudaron en la tarea. Por eso es tan tibia la plataforma laborista, que apenas habla de acabar con los contratos basura, hacerles la vida más fácil a los sindicatos y reprimir menos. Starmer no está planeando ninguna revolución y todos sus anuncios de mejorarle la vida al ciudadano de a pie vienen con un asterisco. Y abajo, al lado del asterisco, dice “si hay plata”.
En París
La otra hecatombe, menos humillante y menos definida, es la que acaba de sufrir el presidente de Francia, Emmanuel Macron. Así como nadie termina de entender por qué Sunak llamó a elecciones anticipadas -se dice que estaba harto y quería volver a su fondo de inversiones- nadie entiende por qué Macron las convocó justo antes de las Olimpíadas de París y con apenas tres semanas de campaña.
El peculiar sistema de gobierno francés hace algo difícil seguir el poroteo. El presidente es elegido directamente cada cinco años, pero es la Asamblea Nacional la que forma gobierno. Esto es común en países que reemplazaron reyes por presidentes, les dieron una función ceremonial y le dejaron la política al parlamento, como Irlanda e Israel. Pero la tradición francesa es más complicada, con el presidente a cargo efectivo de las relaciones exteriores y la defensa, entre otras cosas.
Además, un presidente de Francia disfruta de un poder de decretar y ordenar que dejaría envidioso a nuestro jamoncito presidencial…
Como la Asamblea es tan poderosa, cada distrito vota a su diputado como si fuera un presidente. Si nadie logra mayoría, hay segunda vuelta, como va a ocurrir este domingo 7 de julio. Acá es donde la cosa se pone complicada.
Se sabe que el macronismo perdió como en la guerre, barrido y humillado por el Rassemblement Nationale de Marine Le Pen, y hasta superado cómodamente por la cachuza izquierda francesa. Pero esto no indica que los lepenistas hayan ganado la elección, porque en primera vuelta ganaron apenas un puñado de bancas. La mayoría de las bancas, de hecho, no se definieron, con lo que esta semana fue de frenéticas negociaciones en todo el país para que se baje el tercer candidato, cosa de transformar la segunda vuelta en un freno a los lepenistas.
Macron, en un sentido, es víctima de su propio éxito en desintegrar el centro político del país. La vieja raíz gaullista, conservadora y moderada, ya no existe. Votan a Macron sus restos centristas, al Frente Popular los más progresistas y al Rassemblement los más derechosos, que haciendo las cuentas son los más. Es lo mismo que les hizo Donald Trump a los republicanos de Estados Unidos, pero con más tiempo y más solidez. Es, en un sentido, lo que le hizo Milei al macrismo y Mauricio Macri al radicalismo…
Pero si el domingo 7 de julio trae una mayoría parlamentaria lepenista que logre llevar al joven maravilla de Jordan Bardella, de apenas 28 años, al puesto de premier, ¿qué va a pasar? Muy probablemente no tanto como temen la izquierda y los moderados, y quieren los derechistas. Macron sigue siendo presidente por tres años más y la economía de Francia, pese a las muchísimas quejas, es de las mejores de Europa.
Eso sí, no va a ser época para ser inmigrante en Francia, sobre todo si uno no es blanco.