Colaborador del Plan Trienal en 1973, experto en deuda externa, perseguido por la dictadura, Calcagno falleció a los 99 años, el 29 de enero, y un amigo hizo una semblanza suya en un homenaje organizado por el Plan Fénix.
Recordar es saludable. Recordar a un amigo dilecto es una forma sublimada de dos pasiones argentinas: el amor y la amistad. Alfredo Eric Calcagno expresó, como pocos, estos dos sentimientos. El amor a la Patria, a su terruño, a la familia y a las ideas que abrazó. Esos amores fueron la brújula que orientó su paso por este plano de la existencia. De la amistad hizo un culto, porque la entendió, simplemente, como una manifestación del amor.
Erico, como lo llamábamos sus amigos, era un ungido, un aristócrata intelectual. La única aristocracia del espíritu que existe en este país tan joven, que a veces se comporta como un niño caprichoso. Ubicado en las orillas del mapa, en este arrabal del mundo, la Corona de España lo pobló de espadones y contrabandistas. Sin embargo, el país-niño se las ingenió para generar una saga de pensamiento auténticamente nacional. En el siglo XIX, en los inicios, existieron los López (Vicente López y Planes y Vicente Fidel López), los Mansilla, los Güiraldes, los del Campo, los Obligado, los Estrada, los Del Valle Ibarlucea y los Sáenz Peña. En el siglo XX los sucedieron los Bunge, los Rojas, los Prebisch, los Gálvez, los Frondizi, los Sábato y los Calcagno, que ya alcanzan la cuarta generación de pensadores con los hijos de Erico y sus nietos.
Quiero centrarme, en esta breve intervención, en el perfil moral, psicológico y humanista de nuestro admirado amigo más que en sus atributos intelectuales o su contribución a la economía, la sociología y la política de la Argentina y de América Latina.
Mis recuerdos de Erico se remontan a 1958. Lo conocí ese año, siendo yo un adolescente, deslumbrado por los personajes que descubrí en la Usina de Pensamiento, un think thank, que funcionaba en la Avenida Leandro Alem como resultado del Pacto Perón-Frondizi. Lo recuerdo como un hombre profundamente enamorado de Cora Maillmann, una mujer maravillosa que lo acompañó indeclinablemente en su riesgosa trayectoria intelectual y política. En sus exilios y en los fragorosos momentos de su actuación pública. Erico y Cora fundaron una familia ejemplar, cuyos tres hijos, Laura, Alfredo Fernando y Eric, han prolongado la tradición de nobleza intelectual de su abuelo Alfredo Domingo Calcagno y de sus padres. Cada uno de ellos en su disciplina y su actuación, han hecho contribuciones al pensamiento nacional y popular, honrando y enriqueciendo el legado familiar. Erico fue, hasta el fin de sus días, un padre que encontró en sus hijos los mejores coautores de buena parte de su obra político-intelectual, a través de libros, artículos y, últimamente, de un programa de radio.
En la Usina de Avenida Leandro Alem se escribía el programa para derrotar a la Revolución Libertadora en las elecciones del 23 de febrero de 1958. De allí recuerdo a Aldo Ferrer, a Félix “Falucho” Luna, al luego embajador Albino Gómez, a los hermanos David e Ismael Viñas, Noé Jitrik, León Rozitchner, Ramón Alcalde, Roberto Tomasini, Oscar Massotta, a Benjamín Hopenhayn y al inefable gordo Ricardo Rojo. En la Usina colaboraban varias mujeres destacadas: Blanca Stábile, la novelista Martha Lynch, la socióloga Angela Romera Vera, la escritora María Granata y su esposo el inolvidable “Gallego” Prieto, español, republicano, veterano de la Guerra Civil y dueño de un talento político deslumbrante.
Muchos de esos personajes venían de la revista “Contorno”, que en el plano cultural simbolizaba lo opuesto al “europeísmo” de la Revista Sur. A finales de los 50, circulaba en Buenos Aires un chiste que decía: “Sur es una monarquía constitucional. Victoria Ocampo es la reina, pero no gobierna. Pepe Bianco es el primer ministro y es el que realmente gobierna. y Murena es el favorito del primer ministro”. Las paradojas que suceden en la Argentina hicieron que Héctor Murena publicara en 1948 un ensayo que marcó a toda la generación de intelectuales de los 50, a muchos de los que he mencionado y al propio Erico. Se llamó “El pecado original de América Latina”. En esa obra se exploraba, a través de misteriosas potencias raigales, la razón histórica de América Latina. Murena no escamoteaba, como la mayoría de los escritores de su tiempo, abordar la historia reciente y el presente. Luego de reivindicar a Yrigoyen, se puso a indagar sobre Perón y el peronismo. Según Murena: “el europeísmo estaba superado”. Ahora, había que descubrir el país, hablar del drama de América Latina, desacralizar, desmitificar. Pero como siempre sucede, los epígonos son más avanzados que los iniciadores. Leyendo a Murena se nutrió la “generación de los 50”, a la que pertenecía Erico. A esa generación se le llamó “los parricidas”, porque al asumirse como americanos habían matado a su padre: Europa. A Erico esa experiencia le permite descubrir en “la cuestión nacional” y “la cuestión social” el núcleo explicativo de la tragedia argentina y latinoamericana. A la vez, su pensamiento filosófico-jurídico, y constitucional se ve poderosamente influido por la obra de su maestro y amigo Arturo Enrique Sampay, del mayor filósofo del Derecho que dio la Argentina, Carlos Cossio y del autor del “Mito Gaucho”, Carlos Astrada, discípulo de Heidegger y artífice del Congreso Internacional de Filosofía de 1949, en Mendoza. Y, por supuesto, la de sus amigos platenses, como Alberto Gónzalez Arzac.
Luego viene la historia más conocida de Erico, su incorporación al peronismo y su militancia indeclinable por ganar la batalla cultural contra la oligarquía nativa y el capital financiero internacional. Lo seguí en su trayectoria todo el tiempo como si fuera mi mentor. Pero Erico era tan humilde que me concedió su amistad siendo yo un joven provinciano sin más atributo que un oído atento y una inmensa sed de conocer. Fuimos amigos desde ese lejano 1958 hasta su muerte. Aunque pasáramos años sin vernos a causa de nuestros trabajos y nuestros exilios.
En los últimos años compartimos con Cora y Erico la mesa de los exilados que se reunía como un ritual amistoso y solidario, de tanto en tanto, cuando venía algún viejo amigo a visitar la Argentina. Esos encuentros, esas veladas memorables en la casa de Marthita y Oscar Tangelson, maravillosos anfitriones, deberían haber sido grabadas, para recordar a los magníficos interlocutores que pasaron por esa mesa generosa, abierta, y testimoniar los debates en torno a los cambios en el mundo desde la caída del muro de Berlín, el surgimiento de neoliberalismo y las vicisitudes vividas por nuestra frágil democracia en los últimos 40 años.
Compartimos, además, la condición de miembros del Plan Fénix, el foro que hoy le brinda este homenaje. Bajo la dirección de Abraham Gak y, posteriormente, de Alberto Muller y el calificado núcleo de miembros que lo conforman, llevamos más de 20 años en esta prestigiosa Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires librando una batalla cultural contra el neoliberalismo y los dogmas de esa nueva religiosidad, que adora y se arrodilla a los pies del mercado.
He tratado de dar mi testimonio personal sobre el perfil ético y humano del personaje que hoy nos convoca. Fue una vara de rectitud en su conducta individual como en su actuación pública. Guardo para él un respeto profundo por su esencial coherencia en un país de arribistas y advenedizos, por su austeridad republicana, por su rigor intelectual, por su honestidad a toda prueba y por un atributo del que carecemos la mayoría de los argentinos: su extrema humildad.
Tenemos aquí retratado, como diría Unamuno, a nada menos que todo un hombre. Un hombre obstinado y puro, un militante que no declinó jamás la crítica, prefiriendo la soledad a los honores. Si alguna vez se escribe su biografía, debiera llevar como subtítulo “Una historia de política y soledad”. En su memoria rindo homenaje a una generación que no pudo realizarse políticamente, pero dejó ejemplos de conducta que hoy pueden tener valor de paradigma moral para una gran parte de la juventud que deambula perpleja y sin rumbo en esta melancólica tercera década del siglo XXI.
Descansá en paz, Erico, porque podés decir, como Pablo: “He librado la buena pelea, he mantenido la fe”.