Escapadas

Episodio X

Natalia y Stella se sentían más ligeras, más libres. Habían dejado una parte de sus cosas, ropa, vajilla en cajas en el living de Romina y salieron a tomar aire. Más bien, se fueron a los parques de Palermo. Esa parte de la ciudad era otro planeta. Sí, el paso de Balvanera al otro lado de Santa Fe, más todavía. Entrar al Barrio Norte, era como ingresar al paraíso gratis. Las Heras es ruidosa, pero se la cruza rápido y otra vez el paraíso nos espera. Después viene Libertador y ahí hay que apurarse, nunca llegás cuando el semáforo cambia, hay un apuronsito, un estrés intenso, corto y ya estás en la otra vereda.

Madre e hija enfilaron hacia el parque. 

–Estos parques me hacen acordar a Estocolmo.

–Mamá, contame de nuevo cosas de allá, yo me acuerdo, pero contame. Contame cómo viajaron vos y papá.

–Te conté mil veces, Nati.

–Dale, mami.

–Teníamos orden de captura a nuestros nombres propios, a nuestros verdaderos nombres, yo, Stella Maris y tu papá, Juan Carlos. Nos avisó un compañero en Parque Lezama, nos lo dijo al pasar, teníamos una cita, él debió caminar en sentido contrario y nos lo dijo, pronunciando nuestros nombres, entendés, no nuestras identidades falsas, que ya, para ese momento, nos las habíamos creído. Tu papá era “José Antonio Miguens”, yo era “Paulina Mariana Rodríguez”, yo era la Pauli para todos, ya lo tenía incorporado, yo era esa chica. Escuchar nuestros nombres maternos pronunciados en Parque Lezama, en esos años de clandestinidad nos hizo temblar. Sentí que nos desnudaban en público. Pero no. La ciudad y la gente se movían como si nada pasara. No pudimos informar a la abuela. Otro compañero en el mismo parque nos dio el sobre con los pasajes; en una casa nos prestaron una valija para aparentar. En dos horas salimos de Ezeiza hacia El Galeao, dormitamos ahí, en los asientos. No teníamos nada para higienizarnos, ni cepillo de dientes. Teníamos miedo, eso sí, habíamos salido del país, pero igual, pensábamos que los horribles, los represores, desplegaban seudópodos que traspasaban la Argentina. Cuando nos despertamos empecé a preguntar por el vuelo a Estocolmo. En esa época se llegaba a todos lados preguntando. Llegamos justito a la sala de embarque, Nati, justito a tiempo, si nos  pasábamos, si nos hubiéramos quedado dormidos, otra sería nuestra historia. Siempre me pregunté y me sigo preguntando si nos habrían agarrado en Brasil, pero nada fue así. A otros compañeros les pasó. En el vuelo nos sentimos en las nubes, entrábamos ya en la nube sueca, las azafatas eran amorosas y ya con ellas volví a hablar en inglés y a llamarme Stella y tu papá Juan Carlos. No te creas que no mirábamos los asientos; sí que observábamos las caras de los pasajeros, pero eran todos extranjeros, volábamos en la SAS, no había nada de Argentina. Eso nos devolvió la respiración y el sueño, nos relajó. En algún momento del vuelo tu papá me sacó la pastilla del corpiño. Tiró las dos. Yo no me di cuenta.

–¿Adónde las tiró?

–Y, al inodoro del avión.

Madre e hija caminaron buscando la sombra. Encontraron un espacio lleno de pasto.

–Sentémonos acá.

–Yo voy a comprar unas cocas y vengo. Hay un señor que las vende. 

Stella se recostó en el pasto y se quedó mirando un poco a los runners y otro poco a los rosales. Y al cielo también. Nati hacía regresiones a su infancia cada vez que preguntaba, se comportaba como una nena.  Había algo que ella quería saber y no sabía preguntar. Al ratito llegó.

–Ay, Mami, no sabés, compré medias y pañuelitos a dos vendedores y cuando quise comprar cocas, vi que no tenía más efectivo en la billetera.

–Quedate acá conmigo. Ya vamos a comer en lo de Romi, ya son las ocho, ya oscurece, nos vamos en un ratito, se nos hace la noche.

–Contame más, Mami.

–Y, eso, ya te conté. Llegamos al Arlanda, el aeropuerto de allá. No hacía frío por suerte, porque no teníamos ropa tu papá y yo. Un poquito fresquito estaba. Todos los suecos hablaban inglés. Era el año ’80. Fuimos a una casita en la ciudad vieja, que se llama Gamla Stan. Lo primero que vi fue un poster gigante de Pérez Esquivel. A mí me pareció gigante. En esa casa había compañeros de Uruguay, de Chile…  Ya te voy a contar más, ahora vayamos, Nati, así ordenamos un poco antes de comer. Romina debe estar levantada ya. Vamos que se hace tarde.

Madre e hija se pararon, se sacudieron la ropa. Vieron venir un batallón de runners fosforescentes. Atravesaron Libertador, Las Heras. En el camino Natalia se acordó de las viandas que las dos retiraron más de una vez de la Unidad básica. Ahora cenarían con Romina en el dúplex, en el balcón.

Llegaron. La luz estaba apagada. Qué raro. El silencio que había también era raro. Corrieron las cajas hacia un costado. Algo había cambiado en ese living. Faltaban cosas. ¡El reloj de pared no estaba! ¿Y el jarrón blanco con dibujos griegos sobre la mesita redonda? Tampoco. Stella se sentó, se dejó caer sobre un sillón. Las dos estaban cansadas. En una pared se veía la marca del espejo, del gran espejo que ahora no estaba. Llamaron a Romina varias veces. Nati tomó aire y subió las escaleras hacia los dormitorios. Romina no estaba. La cama tenía las arrugas, la colcha estaba arrollada. Los placares del vestidor, abiertos. Faltaban las barbies, los muñecos que Liliana había guardado. ¿Y dónde estaba Romina?

Sonó el portero eléctrico. Sonó también el guasap. Era Gustavo, el médico taxista. A Nati le subió una especie de euforia con mareo. 

Bajó a abrir.

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