La convergencia de las fuerzas que pueden (y deben) asociarse para evitar el desmantelamiento de la estructura social en la Argentina no ocurrirá por un efecto espontáneo del electorado. La relación entre el pleno empleo, el salario y el desarrollo.
Construir una alternativa nacional que enfrente la actual política recesiva y antipopular implica una revisión crítica y autocrítica del proceso que llevó al comando del gobierno esta visión cruel y desmanteladora de las redes institucionales de contención social.
Corresponde al respecto señalar la excepción de la AUH, (Asistencia Universal por Hijo) como el único programa de ayuda que fue reforzado en desmedro del resto por razones cuya indagación aportaría elementos seguramente interesantes para saber qué se traen entre manos los actuales funcionarios, quienes no se caracterizan por su sensibilidad social. Probablemente imaginan beneficiarios más predispuestos a devolver con lealtades políticas el hecho de mantenerse dentro del dispositivo de ayuda.
El hecho mismo de mantener la prestación es indicativo como intención de compensar la caída del resto de los planes, que va de la mano con la baja en las remuneraciones fijas.
No se trata de equipos improvisados en las áreas más sensibles. Que sean poco o nada solidarios no quiere decir necesariamente que ignoren la gravedad de la situación que les toca administrar. Incluso hay que admitir la hipótesis de que existan algunos funcionarios bienintencionados, aun cuando no entiendan la gravedad de la situación para numerosas familias carenciadas ni tengan la formación requerida para hacer de las ayudas vectores de integración social y cultural, como sería el caso de la AUH.
Administrar la atomización que genera la pobreza requiere un estómago a prueba de malos tragos reiterados, porque para el indigente no hay plata que alcance. La manipulación del compatriota carenciado implica empatía u otra determinación menos confesable. Excluir la movilización de recursos para ampliar la oferta laboral es la clave para entender el carácter retardatario de estas políticas que cuentan con financiamiento externo y no siempre se trata de aportes no reembolsables, por lo que aumentan la deuda sin modificar situaciones y padecimientos estructurales.
Esto es lo que nos viene como herencia y sin duda requería una revisión que articulara las ayudas con un plan general de desarrollo. Algo de lo que no se habla porque en la visión de las burocracias internacionales la cuestión social va separada de la movilización de las fuerzas productivas. De modo inconfeso, la implementación de planes de ajuste recesivos genera una suerte de “mercado” clientelar que las administraciones locales asumen sin debate. Para la cual destinan como paliativos recursos para ciertos planes sociales.
En un enfoque integrador, en cambio, el objetivo es perseguir la incorporación creciente de los sectores marginales al mercado laboral. La tendencia al pleno empleo es la variable más eficaz para la elevación del salario en términos reales. En la Argentina de años a esta parte se registra lo contrario, al punto que en las cifras oficiales la desocupación sólo registra a las personas que buscan trabajo, cuando el número real es notablemente superior pero no se computa como tal. Una trampa de la estadística anterior a la suma de los casos.
Nada de esto lo inventó este gobierno, pero lo aplica con rigor. El enfoque asistencialista (compatible con el mantenimiento de las condiciones de subdesarrollo) fue asumido por los organismos internacionales de crédito cuando resultaron evidentes las consecuencias de las política aplicadas a partir de los 90 por las élites que se inspiraron en el llamado Consenso de Washington. Los países, cada vez más endeudados, vieron crecer el porcentaje de población que se sumergía crecientemente en la pobreza.
Pero sus dirigencias, por incompetencia o complicidad, nada hicieron para revertir el modelo dominante, apenas si buscaron paliar o atenuar sus consecuencias más dolorosas. La situación actual, y la concepción dominante, viene de esa época pero ahora ha alcanzado un descaro sin precedentes, paralelo al proceso de concentración de la riqueza más potente que haya registrado la humanidad en su historia.
Si analizamos la producción global, y las tecnologías que día a día se amplían y renuevan, es inconcebible que exista pobreza en el mundo. Todos los problemas para tener una supervivencia digna están resueltos, potencialmente hablando a juzgar por los recursos disponibles: comida, vestido, vivienda, salud y educación, pero sin embargo persiste todavía un modelo de acumulación y apropiación de los beneficios que perpetúa condiciones inaceptables.
La Argentina, que tenía una amplia clase media a mediados del siglo pasado, hoy se parece en la distribución de ingresos a otros países hermanos del continente. En lugar de servir de modelo y ser imitada, retrocedió y generó una porción inaceptable de su población con problemas de subsistencia en distinto grado, que ronda la mitad de la comunidad. Y no hay modo de echarle la culpa a un solo sector político que haya participado en la conducción del Estado, porque de un modo u otro todas las administraciones cayeron en formatos decadentes.
Diversidad, potencialidad auspiciosa
Si se mira el conjunto de la morfología social argentina vemos que pobreza existe en todas partes, pero en proporciones diversas según las regiones, provincias y sus perfiles productivos.
El conurbano bonaerense es, desde luego, el mayor desafío en términos de desarrollo, pero existen cordones de indigencia y pobreza en todas las grandes ciudades del interior: Rosario, Córdoba, Tucumán, Mendoza que son resultado de un mismo fenómeno de desindustrialización relativa.
Ello obliga moral y políticamente a tener otra política sustancialmente distinta en lo que se refiere a ofrecer opciones laborales dignas y salarios acordes a las necesidades de las familias para sobrevivir. Pero esto no aparece naturalmente y mucho menos en contextos ideológicos que ven en el salario un “costo” y no la creación de mercado de consumo dinámico.
En las concentraciones urbanas más industrializadas, como es el caso del Gran Buenos Aires, Rosario o Córdoba, es factible que la defensa del salario pueda ser llevado a cabo más eficazmente por las organizaciones representativas de los trabajadores, aunque no sea una constatación evidente. Y ello aún a pesar de la persistente prédica que tiene a considerar al “costo laboral” (concepto aberrante si se analiza con cuidado) como el único factor determinante de la productividad.
Esto lleva a que sectores empresariales que deberían estar naturalmente aliados a los trabajadores no tengan la prioridad de ampliar sus respectivas producciones y colocarlas crecientemente en el mercado interno y externo; es decir, adhieran a políticas profundamente antipopulares. Es como si deliberadamente buscaran serrucharse los pies.
Pero, más allá de lo sectorial o regional, el enfoque de salida del subdesarrollo es siempre nacional, aunque distinga prioridades de inversión por zonas según sus características y recursos, para el despliegue de la infraestructura atendiendo a los perfiles productivos de las diferentes regiones del país.
Ahora que se ha puesto de moda la minería es el momento oportuno para plantear inversiones complementarias que aprovechen esos recursos para armar cadenas de valor que signifiquen una real multiplicación de actividades locales.
En la concepción de la propia política que incentiva radicaciones de capital para explotar ese tipo de recursos debiera estar incluida, y no lo está, la predisposición para agregar valor en las provincias donde se extraerán minerales muy demandados a nivel mundial, cuyo ejemplo emblemático es el cobre, metal con un muy amplio espectro de aplicaciones y transformaciones industriales.
Pero en la visión del equipo actualmente a cargo de los asuntos públicos en la Argentina esa visión integradora no está presente. Al contrario, es como si buscaran deliberadamente eludir las opciones más transformadoras y primarizar las producciones tanto de minerales como de otros sectores que ya tienen algún desenvolvimiento en el país, por caso en la agroindustria, el aceite de soja. Al parecer, para esta gente, cuanto menos elaboración local logremos, mejor es.
Otro caso: las opciones productivas para el maíz son enormes, pero en general se lo mira como un alimento de ganado aquí (poco) y en otros países, por ejemplo China. ¿No sería mejor exportar cerdos ya procesados que vayan directamente a los consumidores? Esto requiere, además de empresarios con visión de crecimiento, una política de respaldo llevada a cabo por funcionarios competentes y al día en materia de tecnología para bienes alimentarios. En cambio, estamos discutiendo sobre si la planta de empleados del INTA está sobre dimensionada…
Ya hemos mencionado varias veces la petroquímica como un desafío especial, dada la abundancia de gas que tenemos, su materia prima principal. En su lugar, y pese a que casi no se la menciona, se discute si se harán una plantas de gas licuado en los puntos de embarque para transportar a los mercados ávidos de este fluido o se lo procesará en los propios barcos de transportes, fábricas flotantes de bandera ajena. La combinación de oferta petroquímica variada y electricidad abundante (por lo tanto barata) forma lo sustancial de un combo productivo muy potente que situaría al país en otros niveles de inserción internacional y ganancias locales acrecentadas.
En contraste, la desindustrialización argentina del último medio siglo (que incluye no sólo desmantelar lo que había sino también negarse a ampliar los rubros de injerencia de nuestras empresas) no tiene nada de casual y desde luego se debe, aunque no sólo, a la falta de compromiso de la dirigencia de los principales partidos con un programa nacional de desarrollo. Es consecuencia también de que los países de destino prefieren siempre bienes primarios o semielaborados para mantener en funcionamiento sus propios establecimientos manufactureros que no existen sólo en sus países de origen sino diseminados (deslocalizados) dónde resulte más conveniente para los negocios. No les podemos reprochar eso de ninguna manera, pero tendríamos que actuar del modo más beneficioso para nuestro país apostando siempre a incrementar las opciones locales generadoras de bienes y los servicios que la alta industria lleva consigo.
No se advierte en los debates opciones frente a la “mistificación exportadora” que parece ser la panacea, por la que huyen hacia adelante los intereses que intentan modelar (hasta ahora con éxito) nuestro perfil productivo. En rigor, no hay mucho debate sobre modelos de desarrollo, los que suelen ser reemplazados por promociones publicitarias con objetivos parciales para bancos o inversores especializados.
Dicho de otro modo: no se advierte la contradicción irresoluble que existe entre promover la primarización de la economía y al mismo tiempo pretender ser una “potencia exportadora”.
Es un trauma o algo peor que impide ver que el único camino válido para un país como la Argentina es promover el conjunto de sus actividades creativas y transformadoras y de ese modo ocupar todos los nichos que las circunstancias permitan, incluyendo la ampliación del espectro de países con los cuales tener un activo comercio. No es por ahora el caso de la India (un formidable mercado en expansión) si seguimos con el esquema de venderle lana sucia para que ellos mantengan bajo su control todo el proceso textil.
La India forma parte de los BRICS (junto con China, Brasil, Rusia y Sudáfrica, con la incorporación el año pasado de Egipto, Irán Emiratos Árabes Unidos, Indonesia y Etiopía) y la oportunidad con todos ellos sigue abierta a pesar del enorme traspié inicial de la gestión de Milei al renunciar a nuestra incorporación al grupo que estaba sobre la mesa en ese momento.
Se trata en su conjunto de un enorme mercado de casi tres mil millones de personas con consumos crecientes, pero aquí otra vez no hablamos de procesos que ocurran en forma natural o espontánea. Requieren políticas y gestiones eficientes por parte tanto de los gestores públicos como privados que protagonicen acuerdos y desenvuelvan líneas de negocios de interés común.
Con la excepción de China, con quien se puede mejorar mucho, existe la miopía de restringirse rutinariamente a nuestros tradicionales compradores/proveedores sin advertir todo lo que tenemos para desplegar con estos países emergentes y ello revela, por un lado, una notable falta de profesionalismo o, lo que es peor por otra parte, una sujeción a los países centrales y sus intereses como causa de tal actitud.
La unidad la brinda el programa nacional
La fragmentación que registran las fuerzas políticas responde a intereses personales y divergentes, puesto que se disputan posiciones dentro de la estructura de representación estatal en los cuerpos parlamentarios tanto nacionales como provinciales y municipales. Aún a riesgo de una generalización excesiva, vemos que la mayoría de aspirantes postulan como alternativa sin serlo, puesto que no exponen programas sustancialmente distintos. Actúan como opositores pero en la realidad son repicadores de lo mismo.
La forma de construir una fuerza política nacional que enfrente la actual orientación (ajustadora por el ajuste mismo) es poner el proyecto por delante de los intereses partidarios, entre los cuales se ocultan los personales de dirigencias que ya no buscan construir opciones superadoras sino que simplemente “esperan su turno” ante el desgaste de sus contradictores.
Dicho de otro modo: hay que discutir primero las políticas y no las personas. De otro modo estamos replicando lo que veníamos haciendo, con los resultados conocidos.