En tiempos de retrocesos democráticos, algoritmos virales y derechas que se disfrazan de antisistema, dialogar con Steven Forti parece indispensable. Este historiador italiano y profesor en la Universidad Autónoma de Barcelona, es uno de los mayores especialistas europeos en fascismos, extremas derechas y nacionalismos. En esta entrevista con Y ahora qué?, Forti explica, sin rodeos, la crítica situación que atraviesan las democracias liberales, en parte, por incumplir promesas básicas: bienestar, justicia social, estabilidad.
Su nombre suena fuerte tanto en las aulas como en los medios, y sus libros —entre ellos Democracias en extinción, Extrema derecha 2.0 (Siglo XXI) y Mitos y cuentos de la extrema derecha— funcionan como radares capaces de anticipar las tormentas políticas que se vienen. Para Forti la frustración social, en parte, es el caldo de cultivo ideal para la avanzada reaccionaria global. ¿Qué hacen estas nuevas derechas? Aprovechan el resentimiento. Ofrecen respuestas simples a problemas complejos. Y lo hacen con eficacia emocional, con memes y con provocaciones que parecen chistes, aunque en realidad son plataformas ideológicas. Trump, Milei, Meloni, Orbán: distintos contextos, una misma familia global que usa la tecnología como catapulta y el desprecio por el pluralismo como bandera. Forti habla de “extrema derecha 2.0” para describir una nueva versión del autoritarismo: más cool, más digital, más peligroso. En esta charla también advierte sobre un desafío pendiente: si las izquierdas no logran democratizar el espacio digital, seguirán jugando un partido cuesta arriba. A veces, entender el presente requiere mirar con lupa el pasado, pero también inventar nuevas categorías para nombrar lo que viene. Y para eso, Forti tiene algunas claves que conviene no pasar por alto.
–En tu libro planteás que las democracias liberales están en crisis. ¿Por qué ocurre eso? ¿Por qué hay sectores sociales que han dejado de creer en la democracia liberal? ¿Qué prometió y no cumplió?
–Esa es una de las cuestiones clave: las democracias no cumplieron con algunas promesas. La primera es que en una democracia viviríamos mejor. Esa promesa se cumple de por sí en un sistema liberal con sentido pluralista, donde no hay represión ni un régimen dictatorial. Ahora, ¿qué es esto de poder vivir con mejores condiciones materiales de vida? Un aspecto que no se cumplió del todo en las democracias actuales. No sólo pienso en las peculiaridades de Argentina, sino, además, en Europa y Estados Unidos. En los últimos 40 años asistimos al aumento de las desigualdades vinculado a la precarización del trabajo, al debilitamiento del Estado de bienestar y a la imposibilidad de ascenso social. Al mismo tiempo, el propio concepto de democracia se fue vaciando de su contenido social a partir de los 70, con el avance neoliberal. En el ámbito académico, se impone una definición minimalista de democracia, donde quien pierde las elecciones deja el poder. Esa es una base fundamental para un régimen democrático liberal, pero no es la única.
–¿Qué otras dimensiones de las democracias es esencial incorporar a este análisis?
–La idea de justicia social, vinculada al sistema democrático, se fue perdiendo. Conectado con esto la gente se delibera entre seguridad y democracia; valora tener un mínimo de seguridad. El caso de Rusia es evidente: los años de Borís Yeltsin marcaron heridas brutales a nivel social, mientras que Putin garantiza cierta seguridad a costa del ascenso social. Con el despliegue de la actual meritocracia, no creo que Rusia sea la clave para el ascenso social. A este escenario, añadiría elementos menos visibles, aunque con gran impacto: la debilidad de los cuerpos intermedios. Una democracia liberal y pluralista debe tener cuerpos intermedios fuertes, arraigados en el territorio y que cumplan con su función de correa de transmisión con las instituciones, para canalizar las demandas sociales. Los cuerpos intermedios, partidos políticos, sindicatos, se debilitaron mucho en el mundo occidental en las últimas décadas. A eso le siguió la atomización de la sociedad debido al impacto de las nuevas tecnologías, bajo al manto de la ideología neoliberal.
–¿Cuáles son los principales aspectos de este escenario que la extrema derecha ha podido aprovechar?
–La extrema derecha no crea nada; hace una lectura de lo existente. No solo entiende cuáles son las debilidades del propio funcionamiento de la democracia, sino que aprovecha el resentimiento existente en la población y lo exacerba para aumentar sus chances electorales, ofreciendo respuestas sencillas —aunque falsas— a problemas complejos. En Europa, con la inmigración se afirma: “construimos un muro o cerramos las fronteras y, entonces, no vendrá nadie”. La misma lógica tiene la referencia a la familia: “¿Qué es este lío, con los gays y las lesbianas? Defendamos la familia tradicional”. En paralelo, hay mucha incertidumbre sobre qué pasará con nuestros trabajos a partir de la robotización y la inteligencia artificial o qué pasará en este escenario de tensiones geopolíticas notables con la reinstalación de una serie de guerras en el contexto internacional. Las respuestas actuales no se canalizan desde fuerzas democráticas; por el contrario, la extrema derecha ofrece respuestas y se conecta con el resentimiento, la frustración y la rabia presentes en el cuerpo social.
–En tu trabajo, relacionás los recursos discursivos de estas nuevas derechas con la dimensión emocional, eximiéndola de racionalidad. ¿Qué lugar le asignás a los afectos en la política? Me pregunto si el afecto no debería ser incorporado como un aspecto central del comportamiento político; me baso en la hipótesis de algunos investigadores de que el progresismo hiperracionalizó su comprensión de la política despreciando la dimensión emocional, que luego fue captada por la derecha.
–Las emociones son fundamentales, las pasiones políticas siempre lo fueron. ¿Cómo podemos pensar en el siglo XIX y XX sin una parte emocional y pasional? No todo fue racionalidad, más bien al contrario. El problema de la izquierda fue que, con el fin de las grandes ideologías, de la idea del futuro y del socialismo como concepto paraguas, se propuso librar una serie de luchas contra las desigualdades, tales como la ambientalista o la feminista. En ese punto, la izquierda perdió de vista el lugar de las emociones. No se conquista la cabeza de la gente con grandes frases: “subiremos los salarios” o “subiremos los impuestos a los más ricos”. También hay que conquistar el corazón de la gente con emociones, pasiones, ilusión. Se procuró sortear este gran problema de las izquierdas de apelar a las emociones, con los denominados “populismos” en América Latina —como el Chavismo de Venezuela— o en Europa —con Podemos en España o Syriza en Grecia—, que apelaron y conquistaron el corazón de parte de la gente, aunque sus respuestas fueron incapaces de ir más allá.
–En tu libro “Extrema derecha 2.0” marcas algunos “turning points” (puntos de inflexión) en la historia. ¿Cuál es el punto de inflexión actual? ¿Es #Trump2016 o más que eso? ¿Es #Trump2016 visto desde 2025?
–Cuando tengamos más perspectiva histórica miraremos hacia atrás y pensaremos en la primera victoria de Trump del 2016 y el Brexit, como un momento de cambio de época. Me aventuré a pensar que posiblemente la segunda victoria de Trump haya sido un turning point, aunque creo que se trata de un concepto simplificado dado que las rupturas se basan en continuidades. El Fascismo surge después de la Primera Guerra Mundial, pero a partir de 1880-1890 se dan una serie de procesos que constituyen los orígenes de lo que será el Fascismo. Tanto para la extrema derecha como para la crisis de la democracia hay que considerar el periodo previo a 2024. Pero sin dudas, la segunda vitoria de Donald Trump es un giro importante basado en un proyecto explícitamente antidemocrático, con una experiencia en sus espaldas: el intento de tomar el Capitolio. El electorado que decidió votar otra vez por Trump en el 2024 sabía estas cosas.
–Claramente. ¿Qué crees que pasó en el medio para aceptar una oferta más antidemocrática que en 2016?
–En el medio vivimos la pandemia, un fenómeno al que no le damos la debida importancia, en vistas del impacto a nivel social, psicológico y emocional que tuvo. Pero, además, este es un turning point por una cuestión que seguramente en el 2016 no estaba: la voluntad clara de romper el orden global internacional. Trump se retiró del Acuerdo del Clima en París durante su primera presidencia, y criticó a la Organización Mundial de la Salud en su último año de gobierno, en contexto de pandemia. Ahora, la aceleración es más marcada y así lo expresan sus declaraciones sobre Groenlandia, Panamá o Canadá, que se suman a la invasión de Ucrania por parte de Rusia. El segundo elemento importante es la transformación que vivieron el capitalismo y la ideología neoliberal. Desde 2014 venimos diciendo que el neoliberalismo vivía una profunda crisis y estaba en declive, más en Europa y Estados Unidos que en otras latitudes. Desde la izquierda se afirmaba que la etapa de hegemonía neoliberal había llegado a su término. Sin embargo, el neoliberalismo se regeneró de forma muy poderosa, con personajes como Trump y Elon Musk. A nivel ideológico y discursivo, la propuesta palio-libertaria de Milei también muestra un neoliberalismo más agresivo y antidemocrático, vinculado a sectores que controlan ámbitos clave como las nuevas tecnologías, el espacio, la inteligencia artificial, y hasta la Defensa, si pensamos en la Palantir de Peter Thiel. Un último elemento a destacar es la actual alianza entre la extrema derecha y estas élites capitalistas del nuevo capitalismo de plataformas. No solo con Elon Musk, sino también Mark Zuckerberg o Jeff Bezos, que antes fueron críticos con Musk y apoyaron a los Demócratas con financiamiento. De manera que sí me atrevo a decir, todavía en caliente, que hay un turning point en noviembre de 2024.
–Sos cauto respecto del abuso de macro-conceptos históricos, tales como el Populismo, el Neopopulismo, el Fascismo. ¿Qué formas, qué nuevos conceptos es necesario recrear para definir los rasgos de lo que denominás “Derecha 2.0”?
–Creo que las macro categorías son útiles; el problema surge cuando se utilizan de forma poco precisa o incorrecta. El Fascismo es una macrocategoría que funcionó en la primera mitad del Siglo XX. Hoy debemos analizar con atención y fineza los diferentes casos y ver si encajan. Por ejemplo, hablar de Fascismo es equivocado porque se trata de fuerzas políticas que, en la gran mayoría de los casos, no vienen de la trayectoria ni de la cultura política fascista. Donald Trump poco tiene que ver con el fascismo desde el punto de vista de la ideología y de la cultura política, así como en su trayectoria y sus orígenes. Distinto es el caso de Giorgia Meloni.
–¿Por qué? ¿Qué los distingue?
–En el caso de Meloni hay rasgos importantes de la cultura política del neofascismo italiano. Pero otras fuerzas de derecha no cumplen con algunas de las características que tuvo el Fascismo de los años 20 o 30 del siglo pasado, tal como lo define Emilio Gentile. Hay una ausencia del totalitarismo como práctica política. No es lo mismo un régimen totalitario de Partido Único, como fueron los fascismos del siglo pasado, que un régimen autoritario o autocrático o de erosión democrática, como los que vivimos en la actualidad. El fascismo utilizó la violencia como herramienta legítima. Hoy, aunque tenemos situaciones de violencia —como en Brasil o Estados Unidos, donde las milicias utilizan la violencia—, las formaciones de extrema derecha no están construidas como partidos de milicias, tal como ocurrió con los partidos fascistas, donde la organización de la violencia era fundamental en la práctica política. Por otro lado, los militantes y los cuadros fascistas se percibían como revolucionarios: la ideología fascista pensaba en una revolución palingenésica para cambiar las sociedades. Esto es algo que hoy no vemos, las extremas derechas miran y alaban un pasado idealizado que jamás existió y piden volver a él o venden la imagen de que quieren volver a él: el “Make America Great Again” de Trump, o el “Make West Great Again” de Meloni. Son elementos fundamentales para entender el fascismo, sino asumimos que todo lo que es de derecha es fascismo… Si todo es fascismo nada es fascismo. Me parece bien establecer paralelismos, pero debemos ser cuidadosos y precisos con los términos.
–¿Cómo definir estas extremas derechas? El concepto de populismo tampoco te parece adecuado. ¿Por qué?
–Populista puede ser Cristina Fernández de Kirchner, Hugo Chávez, aunque también Donald Trump, Pablo Iglesias o Marine Le Pen. Por empezar, hay diferencias ideológicas notables entre los que son definidos como “populistas”. El Populismo no es una ideología, sino una manera de hacer política. Citando a Laclau, Populismo es una lógica política, un estilo, una manera, una retórica. Es una categoría tan amplia que entra todo lo que no es liberal, pero entonces no sirve para entender una serie de fenómenos políticos.
–El concepto que proponés para entender el fenómeno actual es Extrema Derecha 2.0.
–Es una provocación. Lo que quiero remarcar es que las extremas derechas se actualizaron respecto de los tiempos del fascismo. El 2.0 remarca la importancia de las nuevas tecnologías, que permitieron la normalización y viralización de las ideas ultraderechistas, para volverlas aceptables. La batalla cultural es el telón de fondo. Extrema Derecha 2.0 tampoco es equivalente a “derecha radical”. Según la definición de Cas Mudde, la derecha radical no es antidemocrática, está en contra de la versión liberal de la democracia. En cambio, las extremas derechas 2.0 rechazan la separación de poderes o la quieren debilitar cuando están en el poder, rechazan el pluralismo informativo o recortan derechos para una parte de la población. Extrema Derecha no sólo permite entender que son antidemocráticas sino, además, situarlas en el extremo del eje ideológico izquierda-derecha. Por último, este concepto abarca las diferentes versiones que surgen a nivel global, con sus peculiaridades y divergencias, que van desde Milei a Trump, de Orbán a Wilders o a la Extrema Derecha en Scandinavia. Por cierto, ellos muestran sentirse parte de una misma familia global, de una misma batalla contra lo woke, el progresismo, la izquierda, el marxismo cultural, el feminismo y el orden liberal internacional. Milei es de por sí peculiar, pero es parte de esa misma familia.
–Además de la internacionalización de estos dirigentes, ¿en qué medida la tecnología, la plataformización y la internacionalización que permite la tecnología habilita redes internacionales en el nivel del activismo de ultraderecha?
–En ambos ámbitos, las tecnologías facilitaron los procesos para estrechar relaciones, conocerse, aunque sea de forma digital, entablar contactos y colaboraciones. Hay colaboraciones digitales para defender o dar centralidad a un tema, una cuestión o un personaje. No se trata solo de que un tuit posteado por Meloni felicite la victoria de Trump o de Milei, sino que va más allá. ¿Cómo pudo la extrema derecha servirse de las nuevas tecnologías? A fin de cuentas, las nuevas tecnologías están a disposición de cualquiera. Y para mí es una de las cuestiones clave.
–¿Cómo lograron aprovecharse de esa herramienta?
–Han sido en ese sentido muy inteligentes en entender las potencialidades y la capacidad de movilizar capitales para financiar determinados proyectos, tales como Cambridge Analytica o el caso de Salvini en Italia, que montó un equipo de más de 30 personas que trabajaba 24 horas para él y sus redes. En el fondo, sigue pendiente la pregunta por la democratización del espacio digital. Las redes sociales son la ley de la jungla, en parte porque funcionan de manera opaca, y están en manos de figuras que hacen y deshacen a su antojo movilizando emociones.
–Hay un vínculo muy consolidado entre el triunfo y la consolidación cultural de estas derechas, por un lado, y el uso de la tecnología y el apoyo de las juventudes, por el otro. ¿Qué vínculo encontrás en tu investigación entre juventud, tecnología e ideología de derecha? ¿Qué nueva relación se establece entre ese activismo juvenil digital y la política?
–Creo que la extrema derecha sabe comunicar mejor que otros partidos, a través de las nuevas tecnologías y usando lenguajes que llegan mucho más a la juventud. La Alt-Right en Estados Unidos, aunque defienden ideas extremistas alejadas de los consensos existentes, están conectadas a partir del lenguaje propio de ciertas subculturas del mundo digital, que los jóvenes comparten. Si haces un meme, una persona de 60 años no lo entiende, pero una de 18 años, sí. Le parece gracioso, conecta con él y es importante. Otro motivo es el uso elevado de las nuevas tecnologías y redes sociales por parte de los jóvenes. Establecer canales para la difusión de ideas les permite llegar a un futuro electorado muy joven, engancharlo e involucrarlo.
–De hecho, Milei da entrevistas muy extensas en streamings conducidos por influencers digitales muy potentes.
–Porque sabe que una parte de los jóvenes consideran “cool” que vaya a esos espacios y no a la televisión pública. Romper con los moldes tradicionales para conectarse con la juventud y su lenguaje. Hay también una gran cuestión de si los jóvenes son apáticos o no. Y es cierto que las juventudes han participado de movilizaciones importantes, como las reivindicaciones de género. Pero también son generaciones más individualistas, no por su culpa sino por el mundo donde se han criado. La militancia política es distinta, más por una cuestión generacional que ideológica. La extrema derecha entendió que conectar por ahí era muy provechoso y se podía basar también en un funcionamiento sesgado de las redes sociales que le facilitó el trabajo. Cuando me preguntan “¿cuál debería ser la estrategia de las izquierdas a nivel digital?”, respondo que la clave es democratizar el espacio digital. Si no, es como empezar un partido de fútbol perdiendo 5 a 0.