Sobre un trasfondo histórico que menospreciaba los avances industriales como portadores de progreso, y en una relación de fuerzas adversa a la integración social y cultural, es necesario plantearse el rol de las entidades representativas del sector en este desafiante momento lleno de desvíos y trampas cazabobos.
Para contrarrestar la primacía liberal en la Unión Industrial Argentina, el peronismo histórico apoyó lo que era un neto reclamo de las industrias del interior y ciertas ramas no tradicionales fortaleciendo a la Confederación General Económica (CGE), que fue intervenida por la Revolución Libertadora en 1955.
Con el regreso de Perón en 1973, y siendo ministro de Economía José Ber Gelbard, hubo un nítido cambio en la relación de fuerzas y se consiguió absorber la vieja UIA en la Confederación de la Industria, (CI), una de las ramas de la CGE.
Duró poco, pues con el golpe militar del ‘76 todo lo que oliera a peronismo entró en un cono de decadencia programada y la CGE languideció nuevamente.
La experiencia acumulada en el pasado reciente, si bien resistido por amplias franjas del empresariado, había despertado un instinto organizativo más amplio, que terminó expresándose en la reorganización de la antigua entidad de la Avenida de Mayo al 1100, cuando la dictadura empezó a cosechar fracasos económicos.
Volvieron así con fuerza los sectores tradicionales, históricamente vinculados a la industria de la alimentación y segmentos exportadores, pero ya no fue posible ignorar la configuración e importancia que en esas décadas habían alcanzado otras ramas industriales en diversas partes del territorio ligadas a la producción de bienes durables, destinadas sobre todo al mercado interno.
Así nacieron, en el seno de la UIA, el Movimiento Industrial Argentino (MIA) y el Movimiento Industrial Nacional (MIN), que convivieron en una interacción que nunca puso en riesgo la integridad de la institución; más bien la fortaleció al expresar un espectro más amplio del empresariado, aunque esta interpretación no es unívoca pues existen análisis históricos que la ven como una pérdida de potencial.
Dos visiones divergentes
En esencia, se trataba de dos fuerzas convivientes que representaban en el mundo de la industria proyectos que, sin romper la unidad de la institución, eran claramente divergentes. El MIA concebía el desarrollo industrial de la Argentina dentro de los límites impuestos por el modelo agroimportador y se encolumnaba, como ocurre hoy con Milei, detrás de políticas paradójicamente de sesgo anti-industrial; el MIN, a su vez, representaba el contrario: un intento de profundizar la industrialización, apalancando el desarrollo en el mercado interno y, consecuentemente, alentando la sustitución de importaciones y la protección de la industria argentina frente a la importación de bienes producidos en el exterior.
La reorganización de la entidad estaba pensada para que no hubiese hegemonías permanentes, de modo que siempre resultaba un mix de MIA/MIN en la conducción real y las negociaciones con los sucesivos elencos gobernantes. Ello no quiere decir que no hubiese tensiones, pero casi siempre se resolvían negociando. Había, además, pujas sectoriales cruzadas.
Esta flexibilidad no ocurría en otras entidades como la Cámara Argentina de Comercio, que ha mantenido a lo largo del tiempo una mayor coherencia liberal y aperturista en sus posiciones públicas, aunque sin desmedro de que algunos de sus socios más destacados tuviesen diálogos eficaces con los administradores de turno. Por eso nació la primera CAME.
Cómo se perdió el tren
Las idas y vueltas de los industriales en sus relaciones con el poder ponen al descubierto que la puja de intereses no cesa en ningún caso y que no existe un interés único y directo que beneficie al conjunto como no sea la expansión general, que no suele ser el reclamo principal de estos sectores.
En análisis anteriores hemos planteado los riesgos ideológicos que acechan al empresariado más que nunca en estos tiempos, puesto que ha impactado muy fuerte la prédica de décadas que hace primar el enfoque individualista (¡Y en nombre de la libertad!) por sobre el integrador. Para no repetir, pueden leerlo aquí:
En la práctica, el discurso dominante que se registra entre los voceros de entidades empresarias es reduccionista al convertir en único y principal objetivo de tener a raya el déficit fiscal. Es una simplificación enorme por la que no hay que culpar a quienes la repiten acríticamente porque ha alcanzado el estado de verdad religiosa. O sea, es una cuestión de creencias: no una categoría práctica cuyo vicio o virtud depende de un conjunto de variables complejas que se despliegan en el tiempo.
Apuntemos al pasar que el país más endeudado de la tierra es EE.UU., y si estuviese en sus planes pagar alguna vez no habría equilibrio fiscal compatible con niveles de vida aceptables para su población. Sólo para ir pensándolo un poco.
En este mundo donde dominan las finanzas, para que el noble objetivo de elevar la vida de los pueblos sea la prioridad de toda política la cuestión fiscal debe pensarse en términos expansivos en lugar de otros de ajuste perpetuo.
Pero baste con eso para responder a la pregunta lógica que cualquier lector lúcido se haría sobre cómo y por qué la mayoría de los voceros de las entidades empresarias se esfuerzan en recitar este pobre enunciado dogmático sin considerar sus efectos reales, es decir, sociales.
Se puede pensar que atender la situación social no es la obligación principal de los empresarios; que basta con que inviertan, produzcan y den trabajo. Y no es una premisa errada sino insuficiente porque los creadores de valor no son ángeles ni demonios sino miembros de una sociedad concreta donde el bienestar del conjunto los afecta directamente, aunque más no sea obligándolos a aumentar la seguridad privada y elevar los muros de los countries donde viven.
Por eso se explica que cada vez más se radiquen en el Uruguay donde no es que no exista la delincuencia sino que al no pertenecer tampoco hay vínculos comunitarios. Son exilios voluntarios pero no por ello menos desnaturalizadores.
Con todo, en la UIA ha estado al frente gente que solía tener sus intereses afincados en esta geografía, al menos hasta el momento de vender al capital trasnacional, como fue el caso de Gilberto Montagna, hombre del MIA y presidente de la institución entre 1989 y 1991, y quien luego vendió la empresa Terrabusi a una multinacional para dedicarse a la ganadería. Curiosa vocación.
Lo sucedió Israel Mahler, un empresario metalmecánico que fue postulado por el MIN aunque con más diferencias allí que afuera. Antes lo había precedido Eduardo de la Fuente, desde el ‘87 hasta el ‘89, con una clarísima trayectoria articulada al interés nacional. Y, antes de él, Roberto Favelevic, textil, quien presidió la institución fabril entre 1983 y 1987, dos períodos: un hombre de síntesis que es recordado por su inquebrantable vocación por el desarrollo que fue ampliando con el paso del tiempo.
Las relaciones de la UIA con el gobierno alfonsinista no fueron de las mejores, como se sabe, y no por diferencias ideológicas puesto que las políticas (planes Austral y Primavera) eran de típico corte fiscalista/monetarista, que casi siempre caen como miel en las hojuelas en los oídos empresariales.
Entiéndase que nunca desde la UIA se practicó una oposición salvaje, pero lo más vergonzoso, quizás, ocurrió durante el menemato, cuando Claudio Sebastiani (1997/1998) y Osvaldo Rial (1999/2001), ambos diputados nacionales por el peronismo bonaerense, votaban las leyes del achicamiento que imponía la Convertibilidad. Alberto Alvarez Gaiani completó el período de Sebastiani y luego fue presidente entre 2003 y 2005.
Con todo, el MIN fue un reservorio de propuestas nacionales que gravitó mientras actuaron en su seno empresarios como Federico Bertil Kingard (Celulosa Jujuy), Arnaldo Etchart, (bodega homónima), Víctor Massuh (Papelera), José Luis ‘Kuki’ Coll (Constructora Misionera), José Ignacio de Mendiguren (Texlona), Luis María Betnaza (Techint), Adrián Kauffman Brea (Arcor), José Urtubey (Celulosa Argentina), Miguel Acevedo (Aceitera General Deheza) y Luis Ureta Sáenz Peña (Peugeot), entre muchos otros.
Con estas menciones cometeríamos una injusticia si no se mencionara a quien fue el silencioso y eficientísimo coordinador del MIN, Samuel Kait, quien mantenía la más fluida comunicación y vínculos dentro del grupo. En la UIA ocupaba una posición clave pero con muy poca visibilidad, tal su estilo: era miembro del Comité de Encuadramiento, el órgano interno que determina si una entidad tiene carácter industrial como para integrar la Unión.
Si los años de Menem fueron de colusión de las representaciones industriales los de Néstor Kirchner lo fueron, por momentos, de colisión, y otros de coalición. Se puede recordar el caso de De Mendiguren, por un lado, quien ocupó la presidencia y diversos cargos en el Comité Directivo (y fue reemplazado por Héctor Massuh por pedido de licencia del titular).
El suegro de Macri, Jorge Blanco Villegas, también presidió la UIA entre 1993 y 1999. Representaba a SEVEL en la cámara de la industria automotriz y, en contraste, es recordado el industrial plástico Héctor Menéndez, titular de la institución en los años 2005/2007 a quien se lo destaca por su prudencia y ecuanimidad.
Los años más recientes quizás estén más frescos en la memoria de quienes siguen atentamente los asuntos públicos de la Argentina. El industrialismo ha sido enarbolado en diversas ocasiones como un objetivo imprescindible, y lo es. Pero en los hechos, nuestro país no ha extendido su industria a los más diversos sectores que podría abarcar, dado su potencial. No basta, en consecuencia, sólo invocarlas para que las cosas sucedan.
Hoy, para peor, se está avanzando con un modelo extractivista que en rigor primariza la economía nacional y no propaga impulsos multiplicadores a otros segmentos de la estructura productiva que es posible desenvolver aquí y ahora. Tomemos el caso de Vaca Muerta, cuya expansión es un hecho y todavía tenemos enormes problemas de logística para evacuar su producción.
En la propaganda oficial de ésta y las gestiones anteriores lo que se destaca de la explotación del gas de esquisto es el ingreso de dólares para reconstruir reservas y, sobre todo, generar condiciones de repago de la deuda. Ni una palabra sobre el efecto industrializador que supone disponer de abundante gas para su transformación en miles de productos que ofrece la industria petroquímica. Con suerte, vamos a exportar crudo y mucho gas licuado. Y lo mismo con otros minerales, por ejemplo, el cobre.
En ese sentido, no puede omitirse que no sólo los diferentes administradores que se suceden en el gobierno son los únicos culpables del estancamiento y ahora la primarización, aunque desde luego sean los principales responsables.
También les toca a los industriales ir por más. De otro modo, se da la paradoja que la Unión Industrial Argentina no es industrializadora sino apenas defensora de lo existente, capital establecido que desde luego debe invertir y actualizarse tecnológicamente para seguir existiendo.
La UIA ha conservado, justo es decirlo, un énfasis en lo que hace a su representatividad federal, algo que no la caracterizaba durante el siglo pasado hasta los setenta. Por eso se creó el MIN y esa estela permanece como una vocación, todavía no plenamente desenvuelta.
Como dijimos: a la industria no basta invocarla para que aparezca por arte de magia. Se requieren políticas que promuevan su expansión y diversificación de las actividades productivas y transformadoras. Y allí es donde el enfoque dominante, que reduce la economía a las finanzas, no brinda el marco adecuado. Con tener trabajadores informáticos más baratos y energía para instalar grandes procesadores no basta para ampliar sustancialmente la oferta de empleo.
Y no es sólo que los bancos han vivido del prestarle al Estado, lo cual es cierto tanto como que la inflación impide hacer planes concretos de despliegue de la producción sobre datos reales. La razón principal es la ausencia de una visión transformadora que vea en la industria, como ocurre con el agro pampeano, la gran palanca para integrar la sociedad en un nivel de dignidad general realmente aceptables.
Nuestros ingenieros siguen siendo contratados en empresas del exterior, faltando todo lo que se debe hacer aquí en materia logística (rutas, canales, puertos y todas las redes físicas que de ellos derivan), así como también infraestructura energética y de comunicaciones, incluyendo satelital. Un país de estas dimensiones que no tenga trenes que lo recorran de punta a punta está condenado a costos innecesariamente altos.
La queja bastante usual de que no se encuentra personal para el desempeño de tareas técnicas convendría desmenuzarla para saber si se trata de la competencia con el exterior respecto del nivel salarial que permite pagar aquí la rentabilidad media de nuestras empresas locales. O tal vez es un tremendo faltante en la formación de nuevos profesionales, y otras causas posibles; todas ellas pueden ser concurrentes.
Lo que no es admisible es olvidarse de la cultura industrial, que por supuesto abarca al campo altamente tecnificado y habría que extender a todo el territorio. Esa defensa y actualización también forma parte de la batalla cultural que desde el poder quieren reducir a una burda pelea de insultos y descalificaciones.
Si esta táctica deleznable tiene éxito sería al precio de una enorme traición a la comunidad nacional, que tiene todo el derecho del mundo al exigir el acceso a los más altos niveles de vida y de cultura.