No parece haber líneas rojas que la realpolitik del “canciller en las sombras”, el tecno-oligarca global Elon Musk, no pueda cruzar. Lo hace además obscenamente, como para señalar al mundo que tiene la capacidad de hacerlo. Que su artillería mil-millonaria puede incluso reescribir el manual de la política internacional omitiendo al juego y a los actores heredados del siglo XX: la no injerencia, el derecho internacional y toda su arquitectura institucional creada después de la Segunda Guerra Mundial para que no hubiera una tercera.
Musk, alter ego de Donald Trump en esta nueva fase, no es oficialmente funcionario norteamericano. No es aún el DOGE. Quizás por eso no pague costos por usar su notoriedad y la hipervinculante plataforma X para incidir en las elecciones europeas en favor de los partidos de ultra derecha. En Alemania su apoyo explícito a la AfD y la conversación pública con su líder, Alice Weidel, previa a las elecciones hicieron sonar esta semana todas las alarmas en las elites europeas. En el Reino Unido su participación en la amplificación del rumor de complicidad de los gobiernos laboristas en el ocultamiento de violaciones masivas de niñas por inmigrantes musulmanes ha sido escandalosa. También sirvió X para acelerar la caída del Gobierno del primer ministro canadiense Justin Trudeau, para sostener los artificios retóricos de la primer ministra italiana Giorgia Meloni, así como para normalizar la representación complotista del poder global en cuanto foro reaccionario lo requiera.
Los primeros desengañados por la destrucción indolente de Trump son los centristas liberales y conservadores tradicionales que literalmente se cayeron del tablero tras lanzarse torpemente a copiar narrativas y modos ultraderechistas. “Take-no-prisoners” parece ser el leit motiv de la revancha prometida por Trump a quienes apostaran por la candidata demócrata en la última presidencial.
A los expulsados del paraíso neo-trumpista les cabe sin duda una porción de responsabilidad por sus traiciones al orden civilizacional basado en reglas: el apoyo de Trudeau, de los laboristas británicos, los demócratas americanos y del Gobierno alemán a la impunidad con la que Israel lleva adelante la ultra-mediatizada masacre en Gaza y Cisjordania sin duda también ha jugado un rol en la erosión de sus legitimidades. La tensión en torno a la migración ilegal, y la torpeza para gestionar esta agenda, terminaron de agravar el cuadro.
En todo caso lo que dice Musk, a quien llaman hasta los ayatolas iraníes para tratar de detener lo que parece inevitable, es que el orden internacional basado en reglas y con representación de los Estados nacionales en organismos supranacionales, agoniza. Necesita ser reformado. Desde el Consejo de Seguridad de la ONU que ha sido impotente para intervenir en la guerra en Ucrania y evitar el genocidio palestino, hasta las instituciones financieras surgidas de Bretton Woods, el Banco Mundial y el FMI.
Así lo entiende un núcleo diverso de países emergentes, liderados en Naciones Unidas por la Unión Africana, por una parte. Y por otra, los que apuestan a los BRICS como contrabalance estratégico. Indonesia, el estado archipelágico más grande del mundo se sumó esta semana. También participando en las estructuras satélites de la “belt and road” de China como de Perú, donde se inauguró recientemente el megapuerto de Chancay, con inversiones chinas, que promete modificar la logística de la exportación de proteína hacia el sudeste asiático. O Uruguay que se jacta de ser terminal atlántica de la ruta de seda de Xi Xinping.
Algunos observadores aún esperan que los organismos de la democracia y la arquitectura jurídica del derecho internacional creados en el siglo pasado prevengan o solucionen los impasses para los que fueron concebidos. Estarán decepcionados éstos al chocar con la realidad: los organismos internacionales tal cual están han perdido la agilidad necesaria. Se ven sobrepasados por las dinámicas de poder de la hiperconexión, las megacorporaciones y los superricos.
Precisamente, en el corazón de la discusión sobre cómo salvar a la democracia se encuentra el anacrónico sistema fiscal internacional. Los tratados vigentes se remontan a la Liga de las Naciones de la década de 1920. El desfasaje y la globalización digital favorece la evasión y elusión fiscal que arrebata a los gobiernos, según Tax Justice Network, unos 492 mil millones de dólares por año. La ultra-concentración de riqueza deja escuálido al poder regulatorio. La falta de capacidad condena a los Estados a una espiral de deslegitimación. Así, las naciones, la política y la democracia se ven privadas de las herramientas para contener el desorden y la conflictividad doméstica y global. La ciudadanía se ve cada vez más desencantada de las promesas incumplidas de bienestar.
Las multinacionales terminan funcionando como los agentes supranacionales por excelencia. Han sabido valerse de las “lagunas” de la globalización. Esta internacionalidad poco institucionalizada crea asimetrías y, al distribuir dividendos con lo que debería ser recaudación fiscal, favorece la concentración de la riqueza y del poder en muy pocas personas, menos de 3000, según el informe pionero del economista francés Gabriel Zucman. No es necesario recurrir a ejemplos poco conocidos para validar estos estudios sobre la naturaleza de la desigualdad presente. En los Estados Unidos el hombre más rico del mundo, Elon Musk, se convierte en el canciller de facto del presidente electo. Y ejerce su influencia incluso antes de asumir.
La falta de recursos en los Estados nacionales deja la vía libre a las corporaciones y a los superricos para asaltar los lugares que corresponden a los gobiernos en tanto representación de sus ciudadanos. Priva de dinero a la salud, la educación y la infraestructura. Los recursos globales están en manos del top 1% (que concentra más riqueza que el 95% de la población según informa OXFAM), quienes no pagan los impuestos que les corresponde. La lucha contra la desigualdad se vuelve utopía. En este diagnóstico convergen los países del Sur Global y los analistas internacionales. El economista Jeffrey Sachs de la Universidad de Columbia lo señaló recientemente en una exposición. No puede ser que el axis mundi del sistema internacional, la ONU, tenga un presupuesto inferior al de la ciudad de Nueva York. El influyente think tank Rand Corporation ha definido esta instancia como una vuelta a un nuevo tipo de “sociedad medieval”.
Genocidios, guerras, crisis migratorias, humanitarias, sanitarias se suceden bajo la tutela inefectiva de aquellos organismos que habían sido concebidos para mantener el orden y resolver los conflictos sobre las bases de la representación supra nacional. Ante el aumento de la entropía, el avance del caos bélico sobre el orden -aunque imperfecto- de la modernidad resulta necesario recomponer la arquitectura institucional internacional.
Los populismos de derechas extremas y sus narrativas mágicas han ganado terreno, es cierto, aprovechando esta deconstrucción del orden global que se disuelve en redes digitales. Sus mandantes apuestan mesiánicamente a la reconstrucción de la humanidad en Marte, mientras alimentan la catástrofe aquí abajo. Sin embargo, no todo está dicho. Hay luz al final del túnel en 2025. Así lo señalan los movimientos de reformas fiscales globales impulsados por el Grupo Africano en Naciones Unidas, las resoluciones judiciales soberanistas y regulaciones europeas (por la que se obligó a Apple a pagar fortunas de impuestos adeudados a Irlanda, por ejemplo). Para revertir este reconfigurado orden medieval las soluciones deben pasar por la modernización de la arquitectura institucional global. Y si hoy para eso “no hay plata”, al menos disponemos de un mapa que señala a qué cuevas habrá que ir a buscarla.