Javier Blanco, informático y filósofo: “Hay que construir también desde la tecnopolítica”

La acción política y la comunicación política digital están entrelazados de una manera profunda. Esta concepción aparece clara para las nuevas derechas, que han aceitado sus estrategias de internacionalización digital. Para el campo popular, en cambio, tal imbricación entre política y comunicación encuentra una resistencia persistente, con efectos negativos en su capacidad de acción política. Javier Blanco, informático y filósofo de la técnica, director de la Mestría en Tecnología, Política y Culturas de la Universidad Nacional de Córdoba, analiza las actuales estrategias de comunicación política digital y el uso polarizante y faccioso de las redes sociales, funcionales al “deseo político tanático” de las derechas en el mundo. ¿Qué le queda al campo popular? “Reinstalar el deseo político”, agrega en diálogo con Y ahora qué? Pero reconstruirlo de un modo en el que “lo colectivo y lo colaborativo sean moneda corriente”. 

¿Qué capacidad tiene una estrategia de comunicación política digital de incidir en la construcción de subjetividades?  

–Una de las grandes transformaciones de las redes computacionales en los procesos de comunicación política reside en poder dirigir los mensajes a audiencias específicas. El primer momento explícito se da con Obama, quien presenta una manera bastante elemental de dirigir los mensajes, encontrar los tiempos óptimos de envío y personalizar la comunicación. Ese proceso es un espacio previo a la comunicación, un ámbito de constitución del receptor mismo. El mensaje que se transmite es en sí mismo una transformación de quien está en el lugar de recibirlo; un espacio de interpelación política, donde las tecnologías digitales establecen formas y dinámicas extremadamente novedosas. 

¿En qué consiste esa novedad? 

–Por un lado, en la capacidad de segmentar usuarios y, al mismo tiempo, disponer de herramientas para medir el efecto que tienen distintos tipos de mensajes. Por otro lado, en la capacidad de generar grandes cantidades de comunicaciones que pasan por muchísimos usuarios –ficticios, reales, no importa– que generan rápidamente un efecto de masividad de mensajes que tal vez fueron creados por tres o cuatro nodos (usuarios). Frente a la pregunta “¿cómo generar un espacio de aceptación masivo en política?”, los mecanismos de personalización y análisis de la recepción de los mensajes políticos, a lo que se agrega el salto numérico, transforman completamente la capacidad de influir comunicacionalmente en un objetivo político determinado. 

¿Qué forma toma esa influencia? ¿Qué transformaciones observás en los procesos de subjetivación del votante? 

–Cada vez más este proceso es condición de posibilidad de la transformación del proceso de subjetivación. Una subjetividad incompleta, que no requiere ni la convicción ni ciertas prácticas políticas que tradicionalmente constituían sujetos políticos. Son sujetos más lábiles, interpelados por la propia dinámica acelerada e intensa de este tipo de dispositivos, y por una temporalidad limitada. 

¿Cómo definís el término subjetivación en el análisis de la comunicación política? 

–Lo que está en juego no es tanto el mensaje en sí como las cosas que importan en la política: los criterios, las categorías de pensamiento y, en definitiva, la manera en la cual uno lee la política misma. Este mecanismo de subjetivación, además, se constituye a partir de formas de atención que antes no existían y de una enorme dispersión informacional. Todo esto hace que los mundos percibidos por los distintos sujetos sean muy diferentes, inconmensurables a veces, y que construir algún tipo de consenso sea muy parcial, efímero. Y, sin embargo, es suficiente para conseguir objetivos políticos concretos. 

¿Qué forma toma esa influencia? ¿Cuánto se distingue de la concepción broadcasting de difusión de mensajes e influencia política?  

–La comunicación tipo broadcast, que primó en el siglo XX, tenía una enorme asimetría en la comunicación. Hoy, la paradoja es que una emisión que en principio es intercambiable –a priori, cualquier persona puede publicar, armar un video o un happening– solo ha aumentado esa asimetría. 

¿Por qué?

–Porque los lugares de emisión que disponen de mejores herramientas analíticas direccionan los mensajes de manera más precisa y con mayor efecto que el broadcast, que está dirigido a un sujeto abstracto. La capacidad de segmentación y personalización, la posibilidad de analizar los perfiles y las intervenciones digitales para mejorar el efecto del mensaje, es determinante para la subjetivación. La singularidad de hoy reside en la capacidad que detentan ciertos actores globales de influir a través de las redes, con consecuencias complejas en la disputa política. 

En la constitución de este sujeto político digitalizado, ¿qué rasgos coadyuvan al crecimiento de las extremas derechas globales? 

–Quiero desnaturalizar la idea de que las tecnologías digitales son herramienta de la derecha, rechazo de plano esa concepción. Sí es cierto que las redes sociales actuales –al estilo Facebook, Instagram o Twitter– tienen una estructura específica: están muy centradas en hipótesis del individuo, tienen una forma muy limitada de comunicación e interactividad, que replican lógicas de mensajería, y finalmente, no disponen de muchas herramientas colectivas y colaborativas.  

¿Por qué decís que replican lógicas de mensajería? ¿Qué concepción de interactividad se pierde con la dinámica actual de las redes sociales?

–La intercomunicación entre perfiles distintos casi replica la lógica del comentario que podría haberse hecho en un diario hace cien años. No hay una gran interacción colaborativa, ¡y podría haberla! Por otro lado, el tipo de comunicación que se instala en esos mensajes breves –que si no son breves no son legibles– es una especie de corset expresivo que favorece las posiciones  más taxativas.

La masividad y la brevedad a las que hacés referencia conviven con una economía de la atención cada vez más acotada. 

–No hay tiempo, ni espacio, ni atención, ni capacidad de pensar en propuestas más complejas en lo político. La política se basa en antagonismos drásticos: dos candidatos que pasan a un balotage representan los polos más extremos del espectro político. Esa manera de presentar el discurso político, de presentar a los candidatos o candidatas políticas ha tenido dividendos mayores que los que podría tener una campaña basada en un debate abierto. 

¿A qué intereses globales conviene esta dinámica de lo político? 

–Toda herramienta tecnológica es ambivalente, no es neutra sino ambivalente, de manera que permite acompañar procesos de distinto signo. Lo paradójico es que los procesos políticos del campo popular han sido reacios a asumir las herramientas digitales como parte de la constitución política de sus movimientos. Ese rechazo ha tenido consecuencias muy negativas en sus performance políticas. No digo estrictamente que desde el campo popular no haya una manera de entender esos fenómenos, pero no hubo una formación suficiente. Todavía no se pudo constituir una ética del discurso digital adecuada al campo popular. 

–¿Por qué no lo logra? ¿Por los rasgos que adquiere hoy el discurso digital, que describías hace un momento?

–Este tipo de discurso, descarnado y sin límites, ha favorecido posiciones más extremistas. Pero tampoco extremistas de izquierda, sino asociados a disvalores como el odio o la xenofobia, a un rechazo del ideario progresista. Franco Bifo Berardi, con quien yo disiento en otras de sus posiciones respecto de lo tecnológico, decía que las derechas les hablan a hombres blancos envejecidos, impotentes y europeos, que representaban el paradigma de la modernidad. El sujeto moderno no era ni mujer, ni negro, ni pobre, ni periférico. Ese hombre impotente que está perdiendo privilegios es quizá el receptor por excelencia de estos discursos; las formas actuales de interacción digital favorecen esos discursos clausurados en sí mismos, que se traducen en una lógica antagónica muy elemental: la raza, la clase social, el género. Poder desmontar esa forma de constituir el mundo requiere de miradas complejas, que no son fáciles de poner en discusión en ciertos ambientes digitales. 

En América Latina, los votantes que optaron por opciones de derecha no integran grupos homogéneos ni se asemejan al hombre europeo al que se refiere Bifo Berardi. La derecha actual en Argentina tampoco ha sido votada exclusivamente por ese hombre blanco de clase media desplazado. ¿Qué de la acción política digital pudo aglutinar a un sector heterogéneo que eligió opciones de derecha extrema en Argentina o en Brasil, por caso?

–La respuesta es política. Bifo completaba esa idea diciendo que las ultraderechas ofrecen un discurso culpabilizador de todas estas minorías, que no son minorías sino otras mayorías. En Argentina, la culpa de lo que pasa se distribuye en base a discursos más elementales. Frente a eso, la única respuesta que ofrece el campo popular es más democracia. Una respuesta expresada en un registro erróneo, dice Bifo. Frente a la xenofobia, responder con más democracia no es políticamente efectivo. La democracia no es una alternativa a la xenofobia, están en lugares diferentes. Al mismo tiempo, asistimos al enorme fracaso de la socialdemocracia en el mundo para dar respuestas reales, concretas y materiales al avance despiadado del capital financiero. En Argentina, se suma el colonialismo cultural. 

¿Por qué ganó Milei, entonces? 

–Hay una subjetividad reactiva, una culpabilización de determinados espacios políticos que opera en todos, no solo en este paradigmático hombre de la modernidad. Y opera, en parte, porque otras prácticas políticas que podrían contrarrestar eso, fracasaron o fueron insuficientes para disputar con un capitalismo que quizás ya no sea ni siquiera capitalismo, sino una manera de administrar los recursos financieros que no tiene límite en su voracidad. Vladimir Safatle, un marxista brasileño, dice que nos hemos vuelto gestores de la crisis del capitalismo, en lugar de tener una propuesta transformadora del presente. Yo no creo que haya una derechización de la sociedad, sobre todo no de los sectores más pobres. 

Me surgen dos inquietudes. Por un lado, si no hay tal derechización de la sociedad, hay que preguntarse si lo que hay es un corrimiento de la agenda política hacia la derecha. Al mismo tiempo, planteas desmontar esto desde el campo popular. ¿Cómo se desmonta una comunicación política digital que se ha puesto al servicio de confrontaciones y antagonismos elementales? 

–Usé la palabra desmontar y la sostengo. Pero me refiero a desmontar hacia delante, no hacia atrás. No va a retornar la buena política, que nunca existió como tal. No se trata de volver a ningún lado por muchas razones; una de ellas es estrictamente material: las tecnologías digitales son una enorme transformación de lo que uno ve, lo que uno piensa y lo que uno hace, en tanto potencian la percepción, la cognición y la agencia con una evolución muy acelerada. Tenemos que generar un espacio de reconstrucción de valores, tales como la igualdad, el acceso o la capacidad de decisión, desde la tecnopolítica y no contra la tecnopolítica. No hay política por fuera de eso, eso es ilusorio. 

¿Qué consecuencias puede generar la “ilusión” de pensar que la política va por un carril y la comunicación, por otro?

–Nos puede llevar a nuevos fracasos. Uno puede hacer una buena política en sus formas tradicionales y, sin embargo, fracasar contra un par de aventureros con cuatro trolls y tres buenas ideas de manejo de redes, sin necesidad de una estructura partidaria que ha sido muy valiosa para la democracia tradicional. Hoy se puede ganar una elección sin eso. Las ultraderechas apuntan a fortalecer el tecno-capital. Hoy, unos cuantos actores globales manejan los flujos informacionales como forma de apropiación de valor, condensando lo financiero, lo ideológico y una capacidad de reconfigurar el espacio político. Por eso, Mercado Libre es mucho más grande que YPF. Y Google, que es el actor con más fuerza política en el mundo, no se identifica como un actor político sino como un mero intermediario. ¡Hay que hacer política en las mediaciones, porque esas son las condiciones de lo político! 

¿Qué significa que la mediación sea condición de lo político?

–Las mediaciones digitales están transformando tan drásticamente el espacio de lo político, que han puesto en tensión términos como soberanía y gubernamentalidad. (N de la R: Michel Foucault define la gubernamentalidad como la manera en que el poder se ejerce dentro de un Estado para gobernar a las poblaciones). La mediación computacional es una herramienta para reorientar las conductas humanas de maneras extremadamente efectivas. Nada de lo que se piense en política puede eludir la transformación del espacio y las condiciones de gubernamentalidad que hoy operan cotidianamente, bajo el control de cuatro o cinco corporaciones transnacionales. 

¿Dónde visualizas la disputa política y simbólica actual? 

–Disputamos contra una nueva concepción de lo político, y disputamos mal en ese marco. Los productores de contenidos han podido construir una imagen política y una propuesta política con muy poco, porque las propuestas de ultraderecha son muy débiles en términos históricos. Algún día hay que estudiar el fenómeno para entender cómo consiguen hacer algo tan impensable. Repiten teorías de los años ´60 con supuestos absurdos, que nunca funcionaron y no pasan un contraste empírico y, sin embargo, eso alcanza para sumar performativamente una gran cantidad de voluntades. 

¿Qué tipo de estética política empieza a configurarse? ¿Acaso la disputa simbólica tiene una dimensión más expresiva que racional y más performativa que argumentativa?

–Vivimos tiempos de una sociedad paraconsistente, donde la contradicción ocupa un lugar en la política. No hablo de la contradicción dialéctica. La contradicción lógica habita nuestros espacios discursivos dentro de los ámbitos políticos. No creo que haya que aceptarlo aunque sí entenderlo como una nueva forma de hacer política.

La marcha universitaria de abril de 2024 fue un evento en el que confluyeron una estrategia de comunicación política y la acción política misma. ¿Qué pasó después?

–La marcha no cambió el rumbo de la política universitaria del gobierno. Frente a la marcha, el gobierno acentuó el ataque y después disminuyó la intensidad del discurso. La estrategia del gobierno fue acordar con los rectores, darles o prometer una mejora de los gastos corrientes y cagarse en los sueldos. Es decir que sin mucho esfuerzo, reacomodó lo discursivo y logró sacar el problema de la escena pública. Frente a la no recomposición salarial, vuelve a efervecer la lucha universitaria. Es una disputa interesante, aunque hay algo más profundo que debemos elaborar. 

¿A qué te referís? 

–El ataque a la universidad puede funcionar como incentivo para la política, porque está dirigido a uno de los espacios que tiene potencia política –algo dormida todavía pero potencia política al fin– para pensar alternativas políticas a lo que es y a lo que fue. La ultraderecha argentina fue astuta al notar que una cantidad de cosas que estructuran el mundo se están transformando aceleradamente. Se montó sobre la utopía tecno capitalista. La idea de que la educación decimonónica es anacrónica tiene algo de verdad. Pero la propuesta que hacen es atroz y más retrógrada que lo retrógrado que atacan. En las universidades y en los lugares de investigación se reproducen prácticas coloniales de conocimiento. Eso es suicida y en parte, tenemos mucha responsabilidad en no haber sabido transformar esas estructuras. Frente a eso, observo mucha eficacia y sinergia en la capacidad de traccionar acciones conjuntas y coordinadas por parte de un grupo de trolls. 

Muchas veces uno se encuentra con sectores del espacio progresista que se preguntan cómo combatir esa violencia. Y en ocasiones, la respuesta que encuentran es la de armarse con un ejército de cuentas que contraataquen. ¿Creés que es una estrategia efectiva? 

–Creo que no sirve para nada. Intervenciones de esas características, cuyo propósito es dañar al adversario, generan un determinado tipo de interacción. Esa interacción se basa en la desvalorización de una serie de cosas, que es apta para un determinado proyecto político pero no para cualquiera. Este gobierno se mantiene en base al antagonismo. Si no lo hay, lo crea; cada forma antagónica lo beneficia en su performatividad política porque es lo que lo constituye.   

¿Cómo debería posicionarse el espacio progresista frente a esta estética política del antagonismo?

–Lejos de ser un troll, hay que construir otras formas de intervención, maneras de estar en el espacio digital que vayan en otra dirección. En lugar de combatir hay que alternativizar este estilo. Por supuesto que hace falta una estética propia, una ética del discurso y una capacidad técnica importante para  intervenir de manera efectiva. No es que las derechas comprendan esto conceptualmente. Tienen ciertas reglas de acción que les funcionan bien y prueban con eso. Para dinamitar las bases de la modernidad –que es un poco parte de lo que están haciendo– no hace falta una teoría general de las redes digitales, alcanza con acciones: ensayo y error. 

En una entrevista reciente, Santiago Caputo dijo que la comunicación política y la acción política son una misma cosa. ¿Acaso al campo popular le hace falta comprender esta imbricación?

–El término wishful thinking (ilusiones) significa racionalizar algo porque hay un deseo de que sea así. Creo que hay un deseo de que no exista ese entrelazamiento. Por eso, cada pequeño indicio de que podría no ser así es tomado como la revelación para indicar que la política sigue siendo otra cosa. La idea sería: la política es esto, lo digital es un instrumento para llevar adelante lo político. Esta manera instrumental de pensar lo digital es un error grosero. No sé si lo identificaría como lo mismo, tal como lo afirma Santiago Caputo, pero están entrelazados de una manera profunda. Y no me refiero solo a la comunicación digital. 

¿Qué más incluirías? 

–También las transformaciones tecnológicas están alterando las herramientas comunicativas, porque hay un entrelazamiento que llegó para quedarse. Entre quienes comprenden esto, hay un grupo de apocalípticos que creen que la tecnopolítica tiene características favorables a la derecha que son irrecuperables. Yo creo todo lo contrario. Stafford Beer era un cibernético inglés que desarrolló junto a Salvador Allende el proyecto Cybersyn, también llamado Synco. Era un sistema cibernético de intercomunicación y de toma de decisiones para el Estado chileno. Ya en la década del ’70, Stafford Beer decía que lo realmente malvado era que la gente viera a la computadora como una amenaza que quita libertades, cuando en realidad era su única esperanza. 

¿Cómo usar productivamente esa esperanza potencial?

–Volviendo a recrear posibilidades de lo político a través de la potencia de percepción, de cognición y de agencia que brindan las mediaciones computacionales. Las formas que proliferan en el mundo hoy están asociadas a un estado de guerra continua, de expoliación y de desigualdad creciente. Hay que dejar atrás ese estado de cosas con la misma velocidad con que las ultraderechas tratan de apropiarse de todo. Se trata de encontrar nuevas articulaciones tecno políticas capaces de disputar con estas derechas. No hay nada que lo imposibilite, pero hay que jugar en ese territorio. 

¿Cómo hacerlo?

–Primero, reinstalar el deseo político, que hoy está del lado de las derechas. Eso es una paradoja porque es un deseo tanático, es decir, un instinto agresivo, un instinto de muerte. La idea es reconstruir ese deseo en un sentido no tanático, un mundo desafiante donde lo colectivo y lo colaborativo sean moneda corriente. 

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