Sauditas y emiratis se arriman a Damasco, a ver si hay contratos, mientras todos miran con cautela al nuevo gobierno pero nadie lo reconoce.
Hace muchos años, cuando gobernaba Victoria Regina, los ingleses se metieron de lleno en Asia y se confundieron. No eran nuevos por allá, que ya se habían ido comiendo la India con una habilidad política sobrenatural. Pero en cuanto trataron de dominar China con la probada mezcla de fuerza, corrupción y seducción, se la dieron contra la pared. Se quedaron con Hong Kong y Singapur, algún privilegio comercial, algún ferrocarril, un barrio de Shanghai, a costa de guerra y guerra. China, definió uno, era una caja envuelta en un paquete envuelto en una adivinanza envuelta en un misterio.
Los primos norteamericanos se acordaron de la frase en 2011, cuando las primaveras árabes empezaron a derrocar viejos enemigos. Muy lindo ver caer a Muammar Khadafi, humillado como un perro cuando lo encontraron escondido en un caño, pero ¿y después? Uno por uno, los países rebelados iban de la dictadura sangrienta al fundamentalismo. Esto se entiende porque cuando no hay vida política, la política vive donde puede, con lo que la única identidad política que quedaba era la red clandestina de extremistas religiosos. Hubo una clara sensación de haber salido de la sartén para caer en el fuego, sobre todo cuando la Hermandad Musulmana ganó las elecciones en Egipto, un baluarte del equilibrio regional.
Los que no se desconcertaron pero sí se preocuparon, y cómo, fueron los árabes de la península, los saudis, emiratis y qataris. Para el mundo, esa región es sinónimo de represión y conservadurismo social, pero comparados a la sharía de los fundamentalistas -de Isis, de Al Qaeda, de los talibán- las legislaciones locales son mesuradas. Estos países tienen hace años una interna violentísima con Irán, la teocracia que fogonea fundamentalismos diversos con dinero, armas y a veces con tropas de Hezbollah. Por eso vieron con satisfacción y apoyaron el golpe militar en Egipto en 2013 y la posterior persecución a la Hermandad Musulmana. Y apoyaron a los norteamericanos en sus guerras contra el Estado Islámico y los talibán, entre otros grupos de menor porte.
Lo que pasó en Siria puede entenderse en este contexto. Cuando su pueblo se le levantó, Hafez al Assad respondió con la máxima violencia posible. El dictador, segundo de la dinastía, bombardeó y gaseó a su propia gente sin dudarlo, y creó una cultura masiva de la tortura, la desaparición y la ejecución nocturna. Fue tan feroz, que hasta lo echaron de la Liga Arabe y le hicieron un perfecto vacío político. Assad terminó colgado de Irán y Rusia, que le proveían respectivamente de milicianos, armas y apoyo aéreo.
A los árabes no les importaba tanto el separatismo kurdo -que obsesiona a Turquía- porque ellos no tienen ese problema de minorías armadas. El dilema era que la oposición a Assad era fundamentalista. De paso, una de las curiosidades de esta historia fue que el régimen era apoyado por Irán y los fundamentalistas no… Gradualmente, los árabes tuvieron que hacerle un lugarcito a Assad, lo invitaron de nuevo a la Liga Arabe y se resignaron a tratar con él y sólo él. La excepción fue Qatar, que cultivó contactos con los rebeldes y hasta medió en un cambio de prisioneros entre libaneses y fundamentalistas sirios. En castigo, saudis y emiratis cortaron relaciones diplomáticas.
La fulminante caída de Assad, que ahora disfruta de su fortuna en alguna parte de Rusia, tomó a todos por sorpresa. Al final no fueron ni los kurdos ni los moderados, si queda alguno, sino un oscuro grupo que antaño era parte de Al Qaeda y pervivía en un rincón cerquita de la frontera con el Líbano. Se alzaron y en cosa de días entraron en Damasco, sin que el ejército nacional ofreciera más que una resistencia simbólica. A partir de ese día, había que hablar con un hombre todavía joven, Ahmed al-Shara, que hizo algo muy simbólico, se sacó el uniforme y se mandó a hacer unos elegantes trajes oscuros.
De Shara sospechan todos que al final su banda era de Al Qaeda, pero hasta ahora resultó una sorpresa. El país se llenó de periodistas y de misiones extranjeras, que reportaron que no había pasado nada de lo que se temía: ni sharía, ni prohibiciones de música y cine, ni arrestos masivos, ni policía moral. Shara parece interesado sólo en pedir inversiones para un país completamente demolido con una tasa de pobreza estratosférica, y hasta tiró vagamente que no van a ser tantos años para que haya elecciones.
Los primeros en visitarlo fueron los qataríes, que mandaron a su canciller. Se ganaron el elogio de ser “hombres de honor” que habían apoyado al pueblo sirio en su lucha y, parece, también el primer contrato, para arreglar el aeropuerto de Damasco, arruinado a bombazos. Atrás fueron los saudis, los emiratis, los norteamericanos y los europeos. Reconstruir un país antaño de clase media, como Siria, promete jugosos contratos que nadie quiere perderse.
Mientras, los norteamericanos siguieron bombardeando las bases y arsenales de Assad porque no quieren que esos armamentos caigan en manos fundamentalistas. Los israelíes se turnaron con sus valedores de Washington y agregaron un toque muy a la Benjamín Netanyahu, el de tomar las Alturas del Golán y entrar en tierra siria. Los locales, campesinos de extrema pobreza, contaron que hay tanques israelíes “por todas partes”.
Los turcos también atacaron, aunque con menos amplitud, a sus enemigos kurdos, cosa de avisarles que no se agranden. Con lo que el nuevo gobierno sirio se encuentra con una soberanía limitada, tres países realizando operaciones bélicas en su territorio sin pedir permiso, y la curiosa situación de que todos los visitan pero nadie los reconoce formalmente.
Shara se toma todo esto con soda, al menos en público. Una posición realista para alguien que tiene que dar examen y además no tiene con qué imponerse a tantas potencias. Su estrategia es calmar a los norteamericanos y seducir a los árabes para empezar a reconstruir. Después, vía Washington, se podrá tratar con los israelíes y los turcos, a ver si se van.
Pero la prioridad es mostrar resultados, que las expectativas populares son altas -comer, que prenda la luz- y Shara tiene adentro una derecha que sí es fundamentalista y sólo le está dando tiempo.