Daniel Kostzer: “El objetivo principal de la reforma laboral es disciplinar a la fuerza de trabajo”

En esta entrevista con Y ahora qué?, Daniel Kostzer, economista argentino y actual economista jefe de la Confederación Sindical Internacional (CSI), analiza los fundamentos y las consecuencias de la reforma laboral que impulsa el Gobierno. Con una mirada que combina perspectiva histórica y experiencia internacional, Kostzer repasa los intentos previos de flexibilización en la Argentina, el giro de varios países que revirtieron reformas regresivas, y los desafíos que plantea la llamada “uberización” del trabajo. 

–¿Cuál es el contexto del mercado laboral argentino y global en el que se plantea la propuesta de reforma laboral del espacio de Javier Milei? 

–La propuesta no es nueva: ya había intentado incluirse en la “Ley Bases”, pero la justicia argentina la frenó tras un recurso de la Confederación General del Trabajo (CGT) y la Central de Trabajadores Argentinos (CTA). Aun así, lograron incorporar algunos puntos, como el “auto-seguro” de despido, similar al régimen de “fondo de cese laboral” de la construcción, en el que los empleadores aportan mensualmente a un fondo para la futura indemnización. Federico Sturzenegger, ministro de Desregulación, criticó luego a los empresarios por no haber aprovechado esa figura, pero lo cierto es que ningún empleador contrata pensando en despedir. Además, ese esquema obliga a inmovilizar recursos para una contingencia eventual: es más racional esperar a que ocurra el despido para asumir ese costo. 

–¿Qué orientación tiene la reforma que quiere impulsar el gobierno argentino? 

–Podemos dividir las reformas en dos tipos: las promercado, que limitan o eliminan derechos, y las pro-trabajador, que los amplían. Las primeras fueron moda en los años ‘90, tanto en Argentina como en otros países, y se repitieron tras la crisis de 2009-2010 en lugares como Portugal, España, Grecia o México. Paradójicamente, desde 2014 esos países empezaron a revertirlas, porque comprendieron que la flexibilización no generaba empleo ni crecimiento. España eliminó los contratos precarios de manera radical.  Portugal reinstauró el salario mínimo, y Alemania —que siempre se basó en convenios sectoriales— creó por primera vez un salario mínimo vital y móvil de cobertura nacional. En México y el Sudeste Asiático, los aumentos del salario mínimo fortalecieron los mercados internos y redujeron la vulnerabilidad externa. La lección fue clara: los derechos laborales no obstaculizan el crecimiento ni la productividad del trabajo, los sustentan.

–En Argentina, ¿qué efectos tuvo el “banco de horas” implementado por el gobierno de Carlos Menem en la década del ‘90, y qué se aprendió de esa experiencia? 

–La experiencia fue parte del paquete de reformas neoliberales que terminaron en la crisis de 2001-2002. En esa etapa se hundió toda la economía. A partir de entonces y por un par de años, se implementó la doble indemnización para evitar despidos y el país tuvo el mayor crecimiento del empleo desde la recuperación democrática. Es decir, el mito de que las indemnizaciones desalientan la contratación es falso: el auge del empleo, y principalmente el empleo formal, ocurrió justamente cuando existía la doble indemnización y una política salarial activa. Otro mito es la “industria del juicio laboral”. La mitad de los juicios provienen de accidentes de trabajo, y de la otra mitad, la mayoría es por diferencias salariales de empleados parcialmente registrados, a los que les pagaban informalmente horas extras, premios, adicionales, etc.. Es decir que no son las leyes laborales las que generan juicios, sino la informalidad, la violación de la norma.

–También se dice que hay que ampliar la jornada laboral. 

–Sí, pero eso no es así. Argentina ya tiene una de las más largas de la región: 48 horas semanales, frente a las 44 tendiendo a 40 de Chile o 44 Uruguay o Brasil y las 46 de Colombia. Además, en un país donde el 70 por ciento del empleo depende de pymes —en su mayoría comercios donde el propio dueño trabaja y es el que abre y cierra su comercio—, extender la jornada carece de sentido económico.

–Hoy crece el trabajo en plataformas y la llamada “uberización”. ¿Cómo encaja esta tendencia en el debate sobre la reforma laboral? 

–Esa es una de las grandes transformaciones del trabajo contemporáneo. El problema es que la “uberización” no es sinónimo de libertad, sino de desprotección. Por eso, en este momento la OIT está discutiendo un convenio específico para la economía de plataformas, con participación tripartita de gobiernos, empleadores y trabajadores. Hay jurisprudencia internacional que reconoce la relación laboral de estos trabajadores: la Ley Rider en España, el fallo de la Corte Suprema británica sobre los lavadores de autos, o otros casos en California, Australia, Bélgica, Canadá o México. En todos ellos se reconoce que las plataformas no son simples intermediarias: encubren relaciones laborales que deben protegerse. El camino no es la desregulación, sino la regulación con derechos. 

–En la Argentina, cada vez que se habla de “reforma laboral” se piensa en la pérdida de derechos. ¿Puede haber reformas progresistas?  

–Sí, claro. Existen reformas que crean derechos. España, México y varios países asiáticos son ejemplos de ello. Pero en Argentina el término está asociado a recortes. Se suele decir que los convenios son “viejos” y no se adaptan. Eso es falso. Los convenios se actualizan por partes; algunas cláusulas quedan en desuso, pero eso no implica que estén vigentes. Además, ninguna reforma puede hacerse sin la voz de los trabajadores. La negociación colectiva es la herramienta que mejor conoce las condiciones reales de cada sector. Ejemplos como el aceitero, bancario o petrolero muestran que cuando los trabajadores participan, se logra equilibrio y estabilidad. Argentina tiene mas de 1000 convenios colectivos que han tenido una dinámica importante en términos de adecuación a los cambios productivos. Habría que preguntar a las autoridades que pregonan que son viejos, a qué cláusulas se refieren. 

–Hay una tendencia creciente al multitasking y a la flexibilidad entre los jóvenes. ¿Cómo se conjuga eso con el disciplinamiento que mencionás?  

–El discurso de la flexibilidad es funcional al disciplinamiento de la fuerza de trabajo. Pocas cosas disciplinan más que la desprotección. Si le quitás derechos al trabajador, la competencia se da hacia abajo. Es cierto que los jóvenes valoran cierta flexibilidad —el teletrabajo, las vacaciones no tradicionales—, pero eso no significa que acepten la precariedad. Esta idea de que “prefieren trabajar 12 horas y tomar vacaciones cada dos años” es una falacia. La mayoría quiere autonomía, no sometimiento. Y cuanto más se erosiona la estabilidad, más se promueven contratos informales en detrimento del empleo registrado. Además, el sistema tiene formas muy sutiles (muchas veces “algorítmicas”) de limitar estas libertades. Si un delivery o un chofer de plataforma rechazan pedidos durante dos viernes seguidos en usufructo de su “libertad”, será difícil que tengan los mejores encargos luego de eso. Es una libertad declamada, que difícilmente se efectivice. 

–¿Cuáles son las condiciones políticas, económicas y culturales que podrían permitir que una reforma así prospere hoy? 

–La primera es el uso político del resultado electoral, la “prepotencia de la democracia”, como diría Sartre: ganar una elección no legitima cualquier medida. La segunda es la recesión y la falta de empleo de calidad, agravadas por la deuda externa impagable. En ese contexto, cuando crece la desocupación y los salarios se deterioran, se genera un círculo vicioso: más personas salen a buscar trabajo, aumenta la competencia y caen los salarios. Esa presión hace que los trabajadores acepten condiciones peores —más horas, menos derechos— solo para no perder el empleo. Y hay un factor cultural profundo: el deseo empresarial de controlar la mano de obra. El economista polaco Michał Kalecki lo explicó hace décadas: los empresarios se oponen al pleno empleo porque les quita poder disciplinador. Ese es el núcleo de esta reforma: no busca eficiencia, busca control. 

–¿Cómo ves hoy el poder real de los sindicatos frente a esta iniciativa? ¿Pensás que, incluso con sus propias contradicciones, pueden endurecer su posición frente al Gobierno? 

–Vimos con la Ley de Bases (con el perdón del ilustre Tucumano Juan B. Alberdi) cómo fue justamente la CGT la que puso a su aparato legal a apelar el capítulo laboral, consiguiendo sus objetivos. Las CTAs también hicieron sus reclamos legales y el resultado fue invalidar el tono general de la Ley. La historia, incluida la reciente, muestra que los dirigentes sindicales se legitiman en las situaciones de conflicto, y esta vez no debería ser diferente. Algunos pueden tener intereses puntuales de otra naturaleza, pero cuando ven que la situación cuestiona su liderazgo por la presión de sus bases, son los primeros que se ponen a la cabeza de los reclamos. Personalmente, tengo la expectativa que el movimiento sindical será una de las barreras de contención de este avance anti-derechos. 

–¿Qué perspectivas ves a futuro si se implementa esta reforma? 

–Todavía no conocemos el texto definitivo, solo borradores. El proyecto podría entrar en el Congreso durante las sesiones extraordinarias de diciembre. Es probable que logren aprobarlo, pero eso no garantiza su aplicación. Ya en los años ‘90 hubo reformas sancionadas que casi nadie usó porque no aportaban beneficios reales. Su principal efecto no fue económico, sino político: reafirmar el control sobre los trabajadores y debilitar su capacidad de negociación. 

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