A pocos días de las presidenciales del 5 de noviembre, los candidatos se aferran a proyecciones distópicas. Mientras tanto, Trump queda como auténtico y frontal. Kamala, como una profesional. Quedará por ver qué quiere el electorado americano al respecto. Acá, en la Argentina, ya lo hemos visto.
A falta de utopías, la retórica de la campaña norteamericana se repliega sobre proyecciones distópicas. Por un lado, los demócratas asocian a Trump con el nazismo y el fascismo. Por el otro, los republicanos asemejan a Kamala Harris con el comunismo soviético y los líderes latinoamericanos de este siglo. En palabras de Elon Musk: “si gana Kamala, USA se va a convertir en Venezuela”. Más allá de las evidentes falacias y exageraciones, hay algo que parece darse por sentado: el fin justifica los medios, en un mundo donde “no existen los hechos, sino las interpretaciones” (Nietzsche dixit).
Si bien Donald Trump llega a la recta final como el favorito, el propio comando de campaña republicano puso reparos ante la amenazante presencia de un cisne negro que podría inclinar la balanza a favor de Kamala Harris: el fraude electoral. Esta sospecha se desplegó tanto en redes sociales que logró que Harris creciera en las apuestas electorales, aunque la diferencia entre ambos parece seguir siendo determinante: 58% a favor de Trump, una baja de casi 5 puntos en la última semana.
La bandera del fraude fue utilizada en múltiples ocasiones para levantar un manto de sospecha sobre las elecciones democráticas. Algunos ejemplos: Trump en 2020, Bolsonaro en 2022, Milei en 2023, Edmundo González-María Corina Machado en 2024, y las elecciones en Georgia de la semana pasada, entre tantos otros. Todos candidatos con perfil autoritario, que a priori parecen agrupados política o ideológicamente, que acusan a sus oponentes de “dictadores”. Y que, en su mayoría, terminaron derrotados electoralmente. Una paradoja, desde ya.
Pero las denuncias de fraude en territorio norteamericano no solo apuntan a sembrar suspicacias e influir en las agendas. De fondo, se entrecruzan con uno de los ya clásicos ejes de campaña: la inmigración. Desde el lado republicano, acusan a la gestión Biden-Harris de ser la más laxa de la historia con la inmigración ilegal. Esa laxitud voluntaria tiene como fin interferir en las elecciones, ya que, por las particularidades del sistema electoral estadounidense, en una amplia cantidad de Estados no se requiere presentar un documento personal a la hora de votar, lo que, según la interpretación republicana, abre la posibilidad de que “vote cualquiera las veces que quiera”. En términos simples, los republicanos acusan a los demócratas de “clientelistas”: dejan entrar ilegales, les dan una green card y subsidios, todo con el fin de engrosar su caudal de votos.
La campaña de Harris parece estar a la defensiva con este tema. No contraargumentan las acusaciones de Trump, sino que lo tildan de “racista” y “xenófobo”, sin involucrarse demasiado en desmentir o encauzar la información. Lo que parece ser también un rasgo de la campaña en general: nada importa tanto como dejar en claro que Donald Trump es un ser maligno, indecente y, sobre todas las cosas, insano.
No es más que una campaña de caracterización del oponente, anclada en ciertos rasgos que le dan un halo de verosimilitud, pero que deja muchas dudas respecto a su eficacia, como ya quedó demostrado en la campaña argentina del año pasado.
Para las grandes masas, las referencias al nazismo son lejanas y abstractas, y parecen rebatirse con una sola imagen: el candidato de turno posando con la bandera de Israel.
Trump actúa sin temor a las etiquetas. En un movimiento judoca, toma las acusaciones de xenofobia y responde que él defiende a los americanos, pura y exclusivamente. Promete una deportación masiva de indocumentados, que se calcula entre 15 y 20 millones de personas, porque según dice les roban el trabajo a los nacidos en el país. El propio Joe Biden contestó con más argumentos ad hominem: Melania Trump y Elon Musk son inmigrantes ilegales, ya que ingresaron al país con una visa de estudiante y terminaron trabajando, algo que no estaría permitido por la ley.
El eje laboral y económico de la campaña deja entrever los posicionamientos de cada candidato. Por un lado, el Trump nacionalista, proteccionista, que amenaza con imponer aranceles a la importación (un nuevo capítulo de la guerra comercial con China) para poder bajar los impuestos al mercado interno y generar puestos de trabajo de calidad. Por el otro, una Harris ultraliberal, globalista, que pugna por la intervención militar antes que por la comercial, que levanta las banderas de los derechos civiles y el estado de bienestar, y del libre comercio internacional y las alianzas estratégicas, como la OTAN.
Trump vuelve a poner el foco en el “Cinturón del Óxido”, un grupo de 10 estados (en los que se incluyen tres de los swing states, Pensylvannia, Michigan y Wisconsin) que vienen sufriendo un proceso de desindustrialización, desempleo y caída demográfica desde mediados de la década de 1970. Propone reintroducir los aranceles de importación, incluso a los productos de aquellas empresas estadounidenses que no se produzcan en el país. Esta suba de aranceles sería trocada por rebajas impositivas, lo que según su perspectiva no generaría un salto inflacionario ni repercutiría en la capacidad recaudatoria del estado central. Como corolario, promete “energía barata” para que las empresas que se establezcan en el país puedan producir localmente, lo que abre un sinnúmero de suspicacias respecto a su futuro posicionamiento en política exterior.
En cambio, Kamala Harris propone, lisa y llanamente, control de precios, subsidios a la clase trabajadora y suba de impuestos a las corporaciones. Cuando todavía era senadora, allá por 2020, propuso una “Ley de Alivio al Alquiler” que establecía créditos fiscales a quienes gastaran más del 30% de sus ingresos en alquilar una vivienda. Promete seguir con las políticas de condonación de la deuda estudiantil establecidas por Biden, que ya beneficiaron a casi 5 millones de personas, con un costo fiscal de 168 mil millones de dólares. Promete subir los impuestos a las sociedades al 35% (con Biden están en el 28%, cuando Trump los había dejado en 21%). Su propuesta más ambiciosa es, quizás, la serie de cambios en el sistema de salud: plantea un sistema sanitario respaldado por el gobierno, que sería costeado con mayores tributos a Wall Street y las corporaciones transnacionales.
Como se intuye a simple vista, las propuestas de Harris lucen mucho más interesantes para el ciudadano común que las de Trump. Pero aquí entra a jugar la macroeconomía: la deuda externa de los Estados Unidos trepó, solo durante octubre, unos 500 mil millones de dólares, totalizando 35,7 billones de dólares (doce ceros), lo que representa más del 120% de su PBI. Para contextualizar: actualmente, Estados Unidos paga más de 3 mil millones de dólares por día en intereses de deuda. El año pasado, el pago anual de intereses superó a los gastos en defensa (1 billón de USD versus 700 mil millones). La suba de tasas que propició la FED en los últimos dos años, que tenían como fin contener la inflación, multiplicaron la deuda norteamericana. Pero para los republicanos, esos 500 mil millones de dólares forman parte de un “Plan Platita” y de acciones “populistas” de los demócratas.
Según Elon Musk, esta crisis de deuda amenaza con quebrar al Estado norteamericano. Por ende, “no hay plata”, y el gobierno se tiene que reducir hasta sus límites funcionales. Propone formar parte del futuro gobierno de Trump y crear el Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE, por sus siglas en inglés, en clara alusión a su criptomoneda predilecta), que recortaría el gasto federal en 2 billones de dólares, sobre un presupuesto total de 6,5 billones anuales que maneja la administración Biden.
Es un caso paradójico el de Musk: siendo sudafricano, apoya al candidato más antiinmigración; siendo padre de una mujer trans, ataca permanentemente a las políticas de género; y siendo uno de los empresarios que más depende de los subsidios estatales, como es el caso de SpaceX, y que más produce fuera de los Estados Unidos, como es el caso de las fábricas de Tesla en China, defiende políticas de restricción a la importación y el libre mercado. Pareciera que Musk, como tantos argentinos, vota en contra de sus propios intereses.
Los múltiples frentes bélicos también son un tema financiero. Según Trump, la guerra Rusia-Ucrania ya le costó a Estados Unidos unos 200 mil millones de dólares. Repitió varias veces en los últimos meses que, si él ganara las elecciones, terminaría la guerra en el primer día de mandato. Este es un rasgo bastante particular de Trump: fue el primer presidente en más de 40 años (el último había sido Jimmy Carter, en 1980) en no iniciar un nuevo conflicto bélico durante su mandato.
Harris, en cambio, es una de las principales voceras de la guerra subsidiaria contra Rusia en Ucrania, el rol de la OTAN en la región, y el “derecho” de Israel a “defenderse” del terrorismo de Hamás, siempre “denunciando las injusticias y los excesos” cometidos por sus aliados, para demostrar humanidad y empatía ante la opinión pública. Trump aprovechó esta postura contradictoria de Harris. En las últimas horas, se hizo viral una declaración suya sobre los conflictos bélicos: “Los diplomáticos quieren la guerra. Los soldados quieren la paz, porque son los que pelean las guerras y saben lo que se siente disparar un arma y que les disparen a ellos. No mandaremos a nuestros jóvenes a morir por causas ajenas”.
Si nos dejáramos guiar solo por la retórica, Trump pareciera ser el factor disruptivo que vuelve a “las bases del sentido común”, aunque parezca una contradicción. Harris, en cambio, lucha retóricamente contra sus propios posicionamientos políticos, lo que la obliga a forzar su narrativa y la desnaturaliza. Trump queda como auténtico y frontal; Kamala, como una profesional. Quedará por ver qué quiere el electorado americano al respecto. Acá, en la Argentina, ya lo hemos visto.