El Presidente recomienda leer a Bagus, profesor en una universidad madrileña y muy popular entre familiares y amigos. Bagus y Milei quieren lo mismo que quería la reacción en la crisis del ’30: dejar que deflacionariamente el sistema se purgue solo, lo que insumiría algo más de un lustro de fuerte desempleo y caída del producto bruto. La batalla de los libertarios para que los errores cognitivos y la presión de los grupos de interés no impregnen de sesgo antideflacionario a la política monetaria.
El Presidente Javier Milei en la larga, histriónica y sonada alocución pronunciada en la cena de la Fundación Libertad el miércoles 24 de abril aludió a la estafa y los estafadores. Lo hizo durante la lectura de su ponencia “Dineros, precios, política monetaria e inflación”. Dijo, buscando marcar una diferencia: “La estafa no es la inflación. La verdadera estafa es el señoreaje. Es la emisión monetaria la verdadera estafa. Yo les hago una pregunta. Si ustedes tuvieran una economía en crecimiento y el Banco Central emite acorde al crecimiento de la demanda de dinero como consecuencia del crecimiento de la economía, ¿qué es lo que sucede? La inflación es cero. ¿No hay estafa ahí? En realidad sí hay estafa porque si no hubieran emitido, hubiera deflación. Es decir, la deflación es algo sano. Para los clásicos, que se dedicaban a mirar todo el día lo que pasaba en la economía y luego escribían, para ellos no era un problema. Lo que pasa es que cuando hay deflación, hay algunos que ganan y otros que pierden. Recomiendo la lectura del libro de Philipp Bagus ‘Defendiendo la deflación’”.
Demanda De Dinero, Deflación. A diferencia de Soda Stereo, el picnic es en el 4D y no en el 4B. Al igual que Soda Stereo, Milei está muy convencido de que “Prefiero vagar sin sentido/A empapelar mi habitación”. Señaló que sus colegas economistas “discuten el problema de la inflación y no entienden qué es el dinero”.
Al igual que la chiva que se mofa de la oveja porque se le ve el culo, no comprende que el dinero no tiene demanda -y no puede tener demanda, es decir tal categoría le es completamente ajena- porque el dinero no tiene precio. Y sin precio, oferta y demanda es una tijera que no corta nada.
El dinero tiene paridad uno: cien pesos compran cien pesos, mil pesos compran mil pesos y así. Mal entonces podría este Banco Central -o cualquier otro banco central de otro país- emitir guiándose por un parámetro que no existe y no puede existir: la demanda de dinero. Por cierto, los que “no entienden qué es el dinero” hace más de un siglo que están haciendo modelos como si el dinero tuviera precio. Lo hacen para devolver el filo a la mellada tijera de la oferta y la demanda y así inferir sus acostumbradas y sabias prescripciones. Naturalmente, el pescado sigue sin vender.
Si nos guiamos por los efluvios de la estética del Emporio Armani o la de Savile Row, el garbo del Presidente no está agraciado de una fina estampa y –tal parece- tampoco de un fino instrumental de análisis. Ratifica la afirmación el haber recurrido al ignoto Philipp Bagus y a la deflación como una virtud necesaria.
La deflación tiene carices de vicio y no de virtud.
La Reserva Federal nació de la olvidada, profunda y deflacionaria crisis de 1907. Y ya que se cumplen 110 años desde que sonaron los cañones de agosto, vale tener en cuenta la relación entre la deflación y la geopolítica. Una materia, esta última, por donde Milei suele caer en las inobservancias del andar apurado.
El historiador de Princeton Harold James señalaba allá por 2009 que la Primera Guerra Mundial avanzó sobre las ruinas de la enorme crisis financiera de 1907, “que casi trajo un completo colapso global”, y durante la cual “varios países comenzaron a pensar en las finanzas, principalmente como un instrumento de poder descarnado que podía y debía convertirse en una ventaja nacional”. Fue ese “tipo de pensamiento el que trajo la guerra en 1914”. Tras la crisis de 2007-2008, según entiende James, “las pasiones nacionalistas han estallado a su paso”. Desde entonces, las ondas expansivas no se han aquietado.
Estamos deflactados
Bagus es un profesor en una universidad madrileña, muy popular entre familiares y amigos. El ensayo que cita Milei tiene 364 páginas, gran parte de las cuales –como si fuera Cesare Lombroso y con similar rigor- se dedica a establecer una tipología de la deflación.
Comienzan los problemas con la definición que adopta para deflación. Entre las páginas 4 y 5 puntualiza que la “deflación es un proceso de caída de precios, de un aumento del valor del dinero. Es lo contrario a la inflación”. Como todo monetarista redomado supone que el aumento del valor del dinero ocurre cuando baja su cantidad y se mantiene su demanda. Una extraña situación donde hay recesión (baja la cantidad de dinero) y se sustenta el gasto (se mantiene su demanda). Este tipo de contradicciones de que uso el mismo dinero cuando baja su cantidad no suele quitarle el sueño a ninguno de estos austro-huraños.
Deflación son precios que caen negativos, no que bajan. Si se aplica la definición de Bagus –que hace suya Milei- de diciembre a abril hubo deflación en la Argentina porque se dio “un proceso de caída de precios”. Para evitar ser injustamente maltratados de estar tan temprano mamados, a la deflación se la define no cuando cae la tasa a la que crecen los precios, digamos cuando pasan del 20,6 % de enero al 11% en marzo, sino cuando de un mes para otro en vez de subir menos caen negativos digamos hipotéticamente (-3%).
En un paper de 2020 Bagus la emprende contra “El sesgo antinflacionario”. Dice el ignoto recomendado que “existe una fobia generalizada a la deflación entre los economistas, los medios de comunicación y el público en general. Haciendo caso omiso de la cuestión de si la deflación es realmente tan dañina como suele sugerirse, se ha demostrado que existen fuertes intereses y razones para la oposición a la deflación, así como para su temor. El gobierno prospera en tiempos de inflación. Los bancos se meten en problemas en una espiral deflacionaria. Es más, las teorías económicas sugieren que, al menos, algunos tipos de deflación son peligrosos. También hay razones por las que la redistribución deflacionaria es más opuesta que la redistribución inflacionaria. La redistribución de la deflación es más evidente, las pérdidas tienden a estar más concentradas y los grupos que pierden están muy bien organizados. La corrupción colectiva puede obstaculizar la deflación en una economía altamente endeudada (…) la aparición simultánea de deflación y recesión en el pasado puede inducir a la gente a pensar que la deflación es la causa real de la recesión. Los sentimientos negativos sobre la deflación son cada vez más visibles (…) Todo esto explica por qué existe un sesgo antideflacionario, así como una fuerte oposición al mismo, y por qué la inflación ubicua ha seguido su curso, una vez que la política monetaria se deshizo de las cadenas del patrón oro. Lo más probable es que la política monetaria se base en un sesgo antideflacionario, causado por los errores cognitivos y la presión de los grupos de interés”.
Milei nos está conminando a enfrentar ese sesgo mientras nos encadenamos a la dolarización, a la que pretende sosías del patrón oro. En el ensayo Bagus usa el ábaco y afirma en la página 203 que en la deflación de precios “los deudores pierden y los acreedores ganan”. Una verdadera hazaña, aunque ni de cerca ni de lejos se observa qué ganaría el acreedor y que perdería un deudor si los precios caen (deflación en serio). Al segundo –en gran forma- se le dificulta pagar y al primero cada vez que cobra agradece a todos los santos por el milagro.
Bagus dice en la página 4 que con su ensayo intenta “mostrar que la deflación per se no es dañina para la economía y que, por tanto, no pueden justificarse por este motivo las políticas monetarias inflacionarias para contrarrestar la deflación” y en la página 178 reafirma que “la deflación de precios no perjudica a los empresarios per se, sino a las clases dirigentes de los negocios que se encuentran endeudadas”.
Vino deflacionario nuevo en viejas odres liquidacionistas
Dado que andamos entreverados con las fuerzas del cielo, viene a cuento recrear la parábola bíblica del vino nuevo en odres viejos. Bagus y Milei quieren lo mismo que quería la reacción en la crisis del ’30: dejar que deflacionariamente el sistema se purgue solo, lo que insumiría algo más de un lustro de fuerte desempleo y caída del producto bruto. Esto tiene una historia más reciente. A principios de la década del ’70 se decretó que el keynesianismo se había vuelto inadecuado para enfrentar los nuevos problemas macroeconómicos resumidos y expresados en la temida inflación. Antes, durante y ahora es difícil, sino imposible, palpar tal pretendido fracaso del keynesianismo, como argumentan los premios Nobel de Economía Robert Lucas y Edward Prescott, que se asumen como su superación.
Lucas, un ortodoxo entre los ortodoxos si los hay, en 2003 se ufanaba de que el “problema central” de la macroeconomía, esto es “la prevención de la depresión, ha sido resuelto, para todos los propósitos prácticos, y de hecho ha sido resuelto por muchas décadas”. Si bien reconoce que por efecto de las políticas fiscales hubo “ganancias importantes en el bienestar”, estas últimas son generadas por “proveer a la gente de mejores incentivos para trabajar y ahorrar” y no por “la sintonía fina de los flujos del gasto”. Asimismo, en cuanto al “potencial de ganancias de bienestar para mejorar a largo plazo, las políticas del lado de la oferta exceden por mucho el potencial proveniente de eventuales mejoras a corto plazo en la administración de la demanda”. La crisis de 2008 arruinó tan bello prospecto.
Para esta visión las fluctuaciones en el empleo por efectos de cambio tecnológico son bienvenidas, a tenor de las ideas sobre el Real Business Cycle (RBC) de Prescott; faro y fuente de inspiración para Lucas. Para Prescott y sus seguidores (ubicables en la escuela de las expectativas racionales), las fluctuaciones de los precios y los cambios en la demanda no tenían nada que ver con el ciclo económico. Por el contrario, el ciclo económico refleja fluctuaciones en la tasa de progreso tecnológico, que se amplifican por la respuesta racional de los trabajadores, quienes voluntariamente trabajan más cuando el ambiente es favorable y menos cuando es desfavorable.
El desempleo es una decisión deliberada de los trabajadores de tomarse un tiempo sabático, por así decirlo. De manera que según reflexiva Prescott en 1986, “los costosos esfuerzos de estabilización probablemente sean contraproducentes. Las fluctuaciones económicas son respuestas óptimas a la incertidumbre en la tasa de cambio tecnológico […] Si las políticas adoptadas para estabilizar la economía reducen la tasa media de cambio tecnológico, entonces la política de estabilización es costosa. En resumen, la atención debe centrarse no en las fluctuaciones de la producción, sino en los determinantes de la tasa media de avance tecnológico”.
Para los que a esta altura sospechen que se trata de una broma pesada, que dos siglos de batallas sindicales, escrita su crónica con sangre de pobre, se debieron a una errónea apreciación técnica de los trabajadores y los gobiernos, que –al fin y al cabo— los sindicatos siempre fueron prescindibles, tendrían a bien no perder de vista que de esta forma avanza la libertad.
Keynes otra vez
Las ironías de la historia nos cuentan que fue precisamente contra estas ideas que John Maynard Keynes disputó en los ’30. Seymour Harris de Harvard, los austríacos Joseph Schumpeter y Friedrich von Hayek, los ingleses Ralph Hawtrey y Lionel Robbins, eran los principales economistas de la época. Frente a la imposibilidad de negar la existencia de los ciclos, le encontraron virtudes a la crisis. Las mismas que ahora rescatan el ignoto Bagus y Milei.
Harris, Joseph Schumpeter, von Hayek, Hawtrey y Robbins, conformaron el grupo de los llamados liquidacionistas, porque sostenían que era contraproducente tratar de yugular las crisis dado que así se purgaba o liquidaba a los malos empresarios dejando el terreno a los mejores, con indudables beneficios posteriores para la sociedad en su conjunto. Fue a los liquidacionistas y a su fervor en que la innovación tecnológica resolvería todos los problemas (cuando apareciera – y hasta tanto, paciencia), que cruzó Keynes señalando que la salida estaba en avivar la demanda y sostenerla. Hay que tener presente que los liquidacionistas habían convencido a todo el mundo de la pertinencia de su esquema analítico en medio de la crisis del ’29. Por eso, entre otras pocas razones, el gobierno norteamericano observaba semejante crisis cruzado de brazos. Lucas-Prescott, herederos de los liquidacionistas, cumplen haciendo valer el legado de los liquidacionistas. Bagus y Milei lo dignifican.
En la dinámica inflación-deflación lo que se está discutiendo es salir a marcha forzada de la malaria o permanecer a marcha freezada en el más oprobioso estancamiento y retroceso empobrecedor. Una aclaración importante para la experiencia argentina: estamos hablando de una inflación anual de entre 6 y 12 % anual, no a la que nos tienen acostumbrados los que juegan al pase inglés con el dólar y luego le echan la culpa a la emisión y al déficit fiscal.
En el sistema capitalista realmente existente únicamente se puede invertir en función creciente del consumo final y en consecuencia -exacerbando la paradoja- en función decreciente del ahorro. Claro que para un nivel dado de empleo, esto configura una imposibilidad aritmética, y refleja la contradicción entre la incitación a invertir, que se establece en proporción directa al consumo, y los medios materiales de esa inversión, que son inversamente proporcionales a ese mismo consumo. De ahí que el capitalismo realmente existente resuelve esta contradicción ampliando o restringiendo su reproducción modificando el nivel de empleo en el mismo sentido. Va y viene de los auges a la recesión y justamente la política económica en particular y la política en general deben atenuar esos picos y valles. La motosierra es un buen símbolo de lo que no hay que hacer.El economista greco francés Arghiri Emmanuel indica bien hacia la inopia que nos lleva esta fiebre deflacionista de Bagus-Milei al precisar que finalmente identificar que la inversión sea una función creciente del consumo “constituye el sentido más profundo de la Teoría general que ni Keynes ni los keynesianos -creemos –consiguieron hacer resaltar con claridad. La inversión es ex post igual al ahorro efectivo, pero, al ser este último la suma del ahorro voluntario y del forzado, la inversión se encuentra en su punto máximo cuando la propensión ahorro está en el mínimo. En otros términos, para invertir es preciso finalmente que alguien ahorre de una u otra forma, pero para promover las inversiones no es necesario que la gente ahorre por su propia voluntad: es menester que se vea obligada, en términos reales, a ahorrar como consecuencia del alza de los precios”.