Los efectos acumulativos del brutal ajuste que lleva adelante Milei, aceleradamente están deteriorando su relación con la sociedad, incluyendo a su propia base electoral.
¿Y Ahora Qué? viene publicando diversos artículos que intentan identificar los patrones comunes que caracterizan en el terreno político y comunicacional los modos de actuación de la nueva derecha.
Sobre lo sucedido en el Congreso Nacional con el tratamiento de la Ley Ómnibus, desde esa perspectiva, lo que interesa analizar no es tanto la suma de torpezas y la falta de conocimientos básicos que mostraron los diputados y funcionarios de la Libertad Avanza sobre los procedimientos legislativos, sino la reacción política del propio Milei frente a la imposibilidad de imponer a toda costa su voluntad.
La serie de agresiones, expresiones violentas y amenazas descargadas por Milei y su núcleo duro de activistas libertarios contra los gobernadores y legisladores aliados – muchos de ellos dispuestos a acompañar sus políticas de shock a cambio de determinadas concesiones – no solo parecerían revelar ciertos rasgos dominantes de su psicología individual, sino la forma de respuesta que caracteriza a la nueva derecha cuando ésta se enfrenta a una derrota o al establecimiento de límites que signifiquen un obstáculo para la realización de sus planes y objetivos.
La fórmula del “manual” que guía su accionar es endurecer las posiciones (léase, por ejemplo, eliminar los subsidios al transporte como represalia a los gobernadores), escalar las disputas y llevarlas a un estadio superior, agudizando aún más la polarización política. En este caso, subsumiendo las tensiones y conflictos derivados de la discusión de la Ley Ómnibus en la contradicción más amplia casta-anticasta, aun a riesgo de producir rupturas irreparables.
La respuesta de Milei parecería estar en el ADN de su concepción sobre la sociedad, la economía y la política alimentada por la ideología perversa del supremacismo. Para el movimiento libertario los conflictos políticos, y más aún las contradicciones sociales, se “resuelven” por la vía de suprimir al término opuesto a sus posiciones que opera como causa del antagonismo. Se trata de una visión, hoy llevada al extremo, que reconoce innumerables antecedentes en nuestra historia reciente, especialmente en sus etapas más oscuras, cuando términos como “eliminación” (o para usar un vocablo actual, “cancelación”) no fueron aplicados precisamente en un sentido figurado.
Ese modo de “salvar” los antagonismos considera que las oposiciones se resuelven mediante la afirmación absoluta de uno de sus términos y la consiguiente exclusión (no integración) del otro. Una concepción que, en esencia, representa la negación de la política y la fuente de cualquier forma de sectarismo, no importa de qué signo sea.
El fundamentalismo de Milei no solo se aplica a la hora de enfrentar los conflictos que se desarrollan en el terreno político sino que se expresa en la mirada que tiene sobre la propia sociedad a partir de su visión extremadamente reduccionista de la economía. ¿Qué otro significado tiene acaso la pretensión ilusoria de borrar de un plumazo cien años de historia y su intención de imponer una “reforma” que llevaría a hacer del país tabla rasa?
Milei contra el tiempo
Está claro que la decisión de reinstalar con fuerza el antagonismo casta-anticasta apunta, como se señalaba, a emprender una ofensiva apelando a la polarización que lo llevó a ocupar el sillón presidencial.
Sería un error subestimar el efecto aglutinador que una escalada de ese tipo puede lograr en tanto persista en un amplio sector de la sociedad un fuerte sentimiento de rechazo a los “políticos tradicionales”, rótulo que a Milei (en la medida que su propia persona siga simbolizando la anti-política) le sirve para incluir arbitrariamente bajo esa denominación a cualquiera de sus contendientes con el propósito de exponerlo al escarnio público.
Sin embargo, aun pudiendo ser efectiva coyunturalmente esa estrategia, no representa otra cosa que una huida hacia adelante. No solo por el hecho de erosionar las bases de su propia sustentabilidad política, ya que cuanto más se radicaliza en sus posiciones más se aísla del resto de sistema político y de las instituciones que contribuyen a la gobernabilidad del país; sino a la vez, porque los efectos acumulativos del brutal ajuste que lleva adelante, aceleradamente, están deteriorando su relación con la sociedad, incluyendo a su propia base electoral.
No parecería razonable pensar que la eventual inclusión en el gobierno de funcionarios del PRO, en el marco de un acuerdo más amplio con Mauricio Macri, alcance para revertir estas tendencias. Más bien, la dinámica de esta espiral regresiva hace prever un escenario de mayores conflictos. Cada decisión que, como la mencionada eliminación de los subsidios al transporte, apunte a golpear a sus contradictores – en este caso los gobernadores – con el propósito de reprenderlos o disciplinarlos con medidas que hagan más duro el ajuste, no hará otra cosa que agregar más presión a una situación que en lo social amenaza tornarse explosiva.